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Isabella Weber asusta a los economistas neoliberales

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Imagen: La economist Isabella Weber en 2021. (New Economic Thinking / Wikimedia Commons)

SIMON GROTHE

Hace dieciocho meses, la economista Isabella Weber se enfrentó a intensas críticas por culpar de la inflación a los beneficios empresariales. Ahora su análisis aparece regularmente en la prensa económica, y los ideólogos neoliberales se quejan de ello.

urante dos años, el mundo entero se ha obsesionado con la inflación. En lugar de celebrar el renacimiento del debate sobre el tema, muchos economistas están enfadados. No contra la inflación, sino contra la profesora Isabella Weber.

Ya en el invierno de 2021, Weber señaló en una columna como invitada para The Guardian que muchas empresas estaban trasladando sistemáticamente las presiones inflacionistas de la pandemia a sus clientes uno a uno, y algunas lo estaban haciendo en una proporción aún mayor, con beneficios en auge. Normalmente, los bancos centrales combaten estas presiones subiendo los tipos de interés, lo que amortigua la demanda agregada de la economía. En concreto, esto significa generar desempleo. En lugar de subidas de tipos, Weber propuso controles estratégicos de precios gestionados por el Estado. Fue acribillada por esta postura, y un Premio Nobel tachó su teoría de «verdaderamente estúpida». Más tarde se disculpó.

Apenas dieciocho meses después de la publicación de su columna, todas las grandes organizaciones económicas -como el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y los bancos centrales de Estados Unidos (la Reserva Federal) y de la eurozona (el Banco Central Europeo)- han publicado múltiples estudios que abordan el análisis de Weber (a menudo sin citarlo). La propia Weber siguió con dos trabajos de investigación, que reunían apoyo empírico para su teoría de la inflación impulsada por los beneficios. Para la economista Veronika Grimm, asesora del Gobierno alemán, todo esto es pura farsa.

Sin embargo, mientras los economistas descargan su ira en Twitter, Weber recorre el mundo concediendo entrevistas semanales a importantes medios como Bloomberg, el New Yorker y el Financial Times. Un presentador de la CNN comentó con aprecio que, después de todo su éxito, Weber se niega a añadir un toque arrogante de «te lo dije» a sus intervenciones. Pero pocas veces ha habido un abismo tan evidente entre la economía convencional y la prensa económica. ¿Puede eso explicar por sí solo el vitriolo dirigido a Weber?

El dramaturgo estadounidense Edward Albee dijo que el título de su obra ¿Quién teme a Virginia Woolf? significaba algo así como «¿Quién teme vivir sin ilusiones?». Entonces, cuando dirigen su fuego contra Weber, ¿a qué temen personas como Grimm?

La inflación del vendedor

Aprincipios de este año, Weber y su estudiante de doctorado Evan Wasner desarrollaron una teoría dinámica para explicar la última racha de subidas de precios. La llamada inflación del vendedor, argumentan, se desarrolla en cuatro fases.

Primera fase: estabilidad. Es un día más en el capitalismo. La gente va a trabajar, fabrica y vende cosas, sus jefes se quedan con una parte como beneficio y pagan un salario con el resto.

Segunda fase: impulso. La escasez real de productos básicos clave, cuyo coste entra en la producción de muchos otros, provoca un shock de precios. Aparte de los cuellos de botella habituales que surgen de la anarquía de la producción capitalista, considérese el impacto de acontecimientos repentinos como sequías, congelaciones de las importaciones de gas, etcétera.

Tercera fase: repercusión. Las empresas protegen sus márgenes de beneficio del aumento del coste de los insumos subiendo sus propios precios. Por ejemplo, la inmensa mayoría de los establecimientos se ven afectados directa o indirectamente por la subida de los precios del gas: utilizan electricidad procedente de centrales eléctricas de gas, calientan el suelo de sus tiendas con gas o utilizan gas para producir fertilizantes y otros productos químicos. Por supuesto, dado que las empresas capitalistas no son organizaciones benéficas, hacen todo lo posible por repercutir el aumento de los costes a su clientela. Como una patata caliente, el aumento de precios pasa de empresa en empresa hasta que acaba en el supermercado como una etiqueta de precio más alto. ¿Cómo se libran los trabajadores de la patata caliente? Exigen a su vez salarios más altos para estabilizar su poder adquisitivo en términos reales.

Entonces llegamos a la cuarta fase: el conflicto. Los trabajadores luchan por unos salarios más altos para compensar las pérdidas de poder adquisitivo, lo que supone un aumento de los costes para las empresas, que a su vez incrementan los precios. Sin embargo, no se trata en absoluto de un conflicto en igualdad de condiciones, ya que los asalariados sólo intentan compensar las pérdidas anteriores de su salario real. Además, en cada ronda de negociación colectiva se ven obligados a escuchar a algún economista que les sermonea diciendo que ahora son ellos los responsables de luchar contra la inflación y que deben pedir aumentos menores para aportar su granito de arena. Mientras que los aumentos de precios en las fases segunda y tercera son limitados, la fase de conflicto – si los trabajadores están bien organizados – ejerce presión sobre el nivel general de precios, ya que los aumentos de precios se retroalimentan en un círculo vicioso. Como de hecho no ha sido así, en la mayoría de los países los salarios no han seguido el ritmo de la inflación. Los salarios reales – lo que los salarios realmente pueden comprar – cayeron.

Muchos medios de comunicación, atraídos por la nueva perspectiva de Weber, calificaron su análisis de «inflación codiciosa» (greedflation). Sin embargo, este resumen de su teoría demuestra que no se trata de un proceso impulsado fundamentalmente por la codicia subjetiva. Weber insiste en ello en cada entrevista. La codicia no es una categoría relevante para explicar las presiones inflacionistas, porque las empresas en los mercados capitalistas están obligadas por la competencia a maximizar sus márgenes. Los beneficios son, por tanto, una consecuencia de las relaciones sociales y no tienen nada que ver con gestores codiciosos.

¿Qué ha cambiado?

Otra objeción sostiene que si las empresas pueden simplemente subir sus precios, como quiere la teoría de Weber, ¿por qué no lo hacen antes de la crisis inicial? En su artículo, Weber y Wasner argumentan que en una situación en la que surge una escasez real, las empresas competitivas situadas aguas arriba de los cuellos de botella sólo atienden inicialmente a sus respectivas clientelas. Así, pueden subir los precios sin temor a que la competencia les robe clientes con precios más bajos. Estas tendencias se refuerzan cuando un gran operador domina el mercado. Weber y Wasner citan al director general de Tyson Foods, el mayor productor de carne estadounidense, que reveló en una junta de accionistas que todos los competidores de la empresa habían imitado sus subidas de precios. Un razonamiento similar al de Weber y Wasner puede encontrarse ahora también en los informes más recientes del FMI y del Bundesbank alemán: los cuellos de botella en la producción han otorgado un importante poder de mercado a las empresas.

Además, las empresas pueden imponer más fácilmente subidas de precios a sus clientes cuando éstos están acostumbrados a oír todos los días en los medios de comunicación nuevos choques de costes y crecientes presiones inflacionistas. Algunos en la prensa estadounidense han etiquetado esta dinámica como «excuseflation» (excusa de la inflación). Legendariamente, el jefe de Iron Mountain relató en una llamada sobre las ganancias en 2018 que rezaría por la inflación todos los días, porque le permitía impulsar mayores tasas de ganancias. Añadió que su oración por la inflación era, para él, como una «danza de la lluvia».

Ahora, esto puede ser solo el tipo de alarde para cortejar a los inversores en una conferencia telefónica. Pero numerosos estudios han investigado la cuestión de si las empresas han aumentado sus márgenes de beneficio durante este último periodo de inflación sostenida. Aún no existe un consenso definitivo: distintos estudios basados en conjuntos de datos variados llevan a conclusiones diferentes. En su artículo, Weber y Wasner muestran una fuerte correlación entre las tasas de beneficios y los precios en determinados sectores que clasifican como pertenecientes al grupo de impulso, entre los que se incluyen, por ejemplo, las empresas productoras de materias primas y energía. El Instituto Roosevelt y la Fed de Kansas City han constatado un aumento de los márgenes medios de beneficio en Estados Unidos, y el Bundesbank ha constatado más o menos lo mismo en Alemania, con un aumento de las tasas de inflación en 2021 y 2022 del 2,1 y el 2,4%, respectivamente. Incluso el conservador Instituto de Investigación Económica de Múnich escribió en un documento que «las empresas también están tomando el aumento de los costes como una excusa … para mejorar su situación de beneficios aumentando aún más sus precios de venta … Sobre todo en la agricultura y la silvicultura, incluida la pesca, así como en la construcción y el comercio mayorista, la hostelería y el transporte, las empresas subieron sus precios bastante más de lo que habría cabido esperar basándose únicamente en el aumento de los precios de los insumos». La participación de los beneficios unitarios en el crecimiento de los precios está muy por encima de la media histórica de la zona euro.

La teoría de Weber, sin embargo, no se basa en si los márgenes de beneficio son elevados por término medio, sino que afirma más bien que el poder de fijación de precios a corto plazo permite a las empresas protegerse de los choques de costes y, por tanto, que los beneficios contribuyen más que los salarios al aumento de los precios. Como ha demostrado recientemente el BCE, los beneficios por unidad producida también pueden aumentar mientras los márgenes de beneficio permanecen constantes, desplazando la distribución de la renta entre beneficios y salarios a favor de los primeros. Los márgenes de beneficio son tasas, mientras que los salarios son cantidades fijas. La misma tasa, digamos el 10%, multiplicada por unos costes totales más elevados, digamos un aumento de 100 a 150, conduce a una mayor masa de beneficios: 15 en lugar de 10, mientras que los salarios permanecen obstinadamente constantes.

Ganan los que no deberían hacerlo

Apartir de aquí, sostengo con mi colega Michalis Nikiforos que las tasas de beneficios constantes pueden ser otra causa de la inflación impulsada por los beneficios. Los que sostienen lo contrario afirman que las empresas tienen un derecho natural a una parte fija de la renta total de la sociedad y que los asalariados deberían igualmente aceptar naturalmente la pérdida. Economistas como Grimm insisten continuamente en que el aumento de los precios y de los beneficios unitarios frente a unos salarios constantes es enteramente una cuestión de contabilidad. Grimm no explica por qué los salarios no siguen el mismo camino por sí solos, y naturaliza así la negociación socialmente disputada de la renta nacional entre el trabajo y el capital a favor del capital.

La distribución de la renta entre salarios y beneficios es un proceso social y, por tanto, ignora cualquier ley natural. El hecho de que las empresas puedan repercutir tan fácilmente los choques de costes, mientras que los asalariados sufren pérdidas reales de su poder adquisitivo, atestigua aún más la debilidad de los sindicatos y la fuerza del capital. Aunque los economistas de la corriente dominante advierten repetidamente contra la introducción de ajustes automáticos en los salarios y el gasto social para compensar la inflación, dicha indexación es una realidad de facto para algunas rentas del capital: las empresas pueden repercutir los aumentos de costes uno a uno, o incluso tenerlos por escrito en sus contratos, como en el caso de la indexación del 70% de los alquileres en Berlín.

Al señalar el papel de los beneficios, Weber ha liberado el discurso sobre la subida de precios de la camisa de fuerza que le imponen las teorías dominantes sobre la inflación. A partir del simple hecho de que «los precios suben porque las empresas los suben», en las últimas décadas se ha erigido una superestructura teórica que excluye la capacidad de las empresas para fijar los precios y sus efectos distributivos. En su ausencia, estas perspectivas antiestatistas reducen la inflación a la burda impresión de dinero y al aumento de la deuda pública. Gracias al análisis de Weber, la atención se ha desplazado ahora a instrumentos políticos como el control de precios y los impuestos sobre los beneficios extraordinarios, y por tanto sobre el capital, en lugar de centrarse en los ajustes de los ingresos de la clase trabajadora derivados del desempleo inducido por la política monetaria.

Incluso la presidenta del BCE, Christine Lagarde, declaró ante el Parlamento Europeo que la política monetaria no es tan eficaz para gestionar las subidas de precios de nuestro tiempo y que los cambios en la legislación antimonopolio deberían asumir una mayor parte de la carga. Y la directora del FMI, Gita Gopinath, declaró en junio que los márgenes de beneficio deben hundirse para combatir la inflación.

La inflación de los vendedores lo cambia todo

Pero la investigación de Weber tiene implicaciones que van más allá de hacer frente a las crisis de precios. ¿Qué tienen en común los salarios mínimos, los impuestos de sociedades, los precios del carbono y las subidas de los tipos de interés? Todas estas medidas son objetivos políticos que implican un aumento de los costes para las empresas que estan en el sector privado. Si Weber tiene razón, y las investigaciones posteriores apoyan su tesis, entonces vivimos en una estructura de mercado en la que la dirección socialdemócrata requiere instrumentos totalmente distintos de los que se discuten en los círculos políticos liberales.

Si muchas empresas pueden repercutir los costes inmediatos que les impone la política económica socialdemócrata (salarios mínimos, impuestos de sociedades, precios e impuestos sobre el carbono, tipos de interés), entonces existe la inquietante posibilidad de que dicha política no tenga ningún efecto o sea totalmente contraproducente. ¿Qué sentido tiene aumentar el salario mínimo si el nivel de precios sube al mismo ritmo? Dejar la lucha contra la inflación en manos de los bancos centrales, y el cerco tecnocrático del conflicto distributivo que conlleva, es igualmente ineficaz si las empresas pueden repercutir el aumento de los costes de los préstamos.

La «negociación salarial» se presenta así como una ilusión, ya que el poder de mercado de las empresas determina en última instancia el poder adquisitivo de los trabajadores. El economista de mediados del pasado siglo, Michał Kalecki, sostenía que los vendedores de fuerza de trabajo sólo negocian sus salarios nominales, dado que sus salarios reales están estructuralmente determinados por el poder de fijación de precios de las empresas, es decir, por la fuerza relativa de las grandes empresas, los sindicatos y las instituciones estatales en el mercado laboral. Dicho de otro modo, los salarios reales dependen del estado de la lucha de clases.

Así pues, la política económica progresista no puede prescindir de la exigencia de un cambio en la estructura del mercado que cree el poder necesario para repercutir los aumentos de costes. Esto significa acabar con los monopolios, reforzar los sindicatos, eliminar el exceso de beneficios mediante impuestos extraordinarios y mantener reservas estratégicas de insumos críticos. La reciente reforma de la ley antimonopolio alemana es un primer paso en esta dirección. En una entrevista concedida al Frankfurter Allgemeine Zeitung, el jefe de la autoridad antimonopolio alemana anunció acciones legales en las industrias en las que «los precios suben de manera muy notoriamente uniforme». Y ese es el mayor temor de la profesión económica: que las condiciones económicas se politicen y democraticen.

Artículo publicado originalmente en Jacobin Magazine. Traducido y publicado en castellano por Sin Permiso.

SIMON GROTHE

Estudiante de doctorado en la Universidad de Ginebra. Su trabajo se centra en las consecuencias macroeconómicas de la desigualdad de ingresos y riqueza.

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