La historia es una expresión constante de causas y efectos, por lo que cada etapa de la evolución del mundo se explica en la realidad anterior. Sin embargo, es incuestionable que hay situaciones que resultan de fenómenos fortuitos, entre éstos la irrupción de liderazgos personales que, para bien o para mal, le señalan un curso difícil de predecir al futuro. Para Albert Einstein, “la coincidencia es la forma en que Dios permanece anónimo” en la evolución del cosmos; así como para William Faulkner “el pasado nunca está muerto o enterrado”. La irrupción funesta de un Hitler o un Stalin no se deriva solamente de sus meras circunstancias. Del mismo modo que líderes del tamaño moral de Mandela superan con creces lo que podía ser predecible de épocas tales como la del Apartheid sudafricano. El Golpe Militar de 1973, obviamente tiene sustrato en la profunda crisis política que vivía entonces nuestro país, como en el quiebre profundo de nuestra convivencia, a raíz de los cambios económicos, sociales y culturales demandados mayoritariamente, así como por la resistencia y desconfianza que éstos les produjeron a parte de la población.
Sin duda que la ruptura institucional fue alimentada por el voluntarismo y los errores de los gobernantes, así como por falta de tolerancia de sus oponentes. Pero el brutal asalto a La Moneda, el magnicidio y los horrores que siguieron más bien se explican en el apoyo que los golpistas recibieron de los Estados Unidos, como en la formación criminal de los oficiales que conspiraron y se hicieron del poder. Lo sucedido hace 40 años es producto, también, de la débil o nula convicción democrática y republicana de la derecha y del gran empresariado chileno que, más que “cómplices pasivos”, fueron activos condescendientes del régimen de terrorismo de estado que se impuso en Chile por 17 años, y que todavía mantiene cifras de adhesión que nos sonrojan como nación ante el mundo libre. En una conferencia pronunciada poco más de una década, el propio historiador Gonzalo Vial reconoció que los valores de la democracia nunca fueron plenamente asumidos por la derecha chilena, a no ser que el voto popular la favoreciera o estuviera determinado por el cohecho.
En nuestra secuencia histórica de caudillos y cuartelazos militares, tan sólo los cuatro intentos electorales de Salvador Allende por llegar a La Moneda avalan su consecuencia democrática, su disposición a perder los comicios una y otra vez sin vacilar un instante de que su “vía chilena al socialismo” debía estar legitimada por la mayoría ciudadana. Tentado y criticado muchas veces por quienes pensaban en el camino de las armas y la revolución social, Allende prefirió respetar la Constitución y las leyes vigentes y hasta llegó a aceptar que se le impusiera un arbitrario y ofensivo Estatuto de Garantías Constitucionales por quienes, desde antes de que se ciñera la banda presidencial, ya estaban juramentados para derrocarlo.
En efecto, el Golpe de Estado posiblemente no hubiera prosperado sin la acción desestabilizadora y subversiva de las bandas militares de Patria y Libertad y del Partido Nacional. Como tampoco si la cúpula de la Democracia Cristiana no hubiera alineado a esta colectividad con la estrategia de los conspiradores. Qué duda cabe que todo el tiempo en que Patricio Aylwin y otros voceros demócrata cristianos justificaron el alzamiento militar y permanecieron impertérritos ante la realidad de los campos de concentración, los detenidos desaparecidos, el exilio y la tortura los convierte en activos responsables, también, de lo sucedido. De la misma forma que los integrantes de la Corte Suprema y los jueces abyectos, que respaldaron entusiastamente el Golpe, ungieron al Tirano y desestimaron el clamor de justicia de miles de víctimas que buscaban afanosamente el paradero de sus familiares, que cesaran las ejecuciones sumarias y constataran la tortura sistemática.
Cómo no reconocer que la Dictadura hubiera tenido cualquier otro perfil si en último momento no se hubiera impuesto Pinochet en la jefatura de la Junta de Gobierno y si él mismo no hubiera discurrido reclutar a los oficiales más sanguinarios para institucionalizar la Dina y sus brigadas de la muerte. Tampoco hubiera sido todo como fue si los militares no hubieran contado con ese séquito de civiles que le dieron diseño y ejecución al modelo económico que el régimen de facto nos legó, cuanto a una Constitución espuria en su origen y contenido que la Pos Dictadura ha seguido administrando por más de 23 años con algunos mínimos retoques. De las situaciones más cínicas advertidas de este tiempo es la declaración de ex ministros, subsecretarios y otros colaboradores de confianza de Pinochet que dicen no haber advertido nunca el genocidio, que jamás percibieron las denuncias hechas en su mismo momento por las revistas, diarios y radios disidentes, cuyos periodistas tuvieron que someterse a los tribunales y jueces serviles que los procesaban y hostigaban.
A 40 años del Golpe Militar se desnuda la impostura de quienes, vociferando su calidad de demócratas, respaldaron la asonada más terrible de nuestra historia contra nuestro Estado de Derecho y la decisión soberana del pueblo. La hipocresía de aquellos políticos que se han quedado a años luz de distancia del ejemplo republicano de Allende, su coraje y fidelidad con un ideario consolidado en décadas de impecable trayectoria política y ética. Ideas, por lo demás, que hoy vuelven a prender en la voluntad de los jóvenes y trabajadores que claman justicia social y equidad a lo largo de todo el país. Luego de que los sucesores del Dictador se dejaran encantar por los disparates neoliberales, la política cupular, resignándose, además, al tutelaje militar.
La consecuencia y la lealtad de Allende son un ejemplo, también, para quienes padecieron entonces del “infantilismo revolucionario”, quienes llegaron incluso a acusar de burgués y socialdemócrata al extinto Mandatario. Un tapabocas para aquellos jacobinos de entonces hoy devenidos en prósperos “emprendedores” y/o mediáticos columnistas acogidos, cual hijos pródigos, por El Mercurio y las entidades patronales. Un mentís contra de aquellos que ya estaban asilados en las embajadas antes que el cuerpo de Allende alcanzara a enfriarse, para después vivir el exilio dorado que favoreció a los más conspicuos y rabiosos dirigentes de la izquierda. Los mismos que enseguida llegaron oportunamente a tomarse los partidos y administrar la transición de consuno con los que antes habían vituperado. Para ponerse a medrar, finalmente, de los recursos fiscales y del sistema electoral binominal.
Y, como corolario, acabar pidiendo disculpándose por sus “pecados de juventud” y no por su manifiesta traición, cobardía y oportunismo. En vez de pedir perdón por sus compañeros y camaradas que instaron a la confrontación, murieron por ellos o fueron humillados en su dignidad , cuanto segregados en estos últimos 24 años de posdictadura y nuevas iniquidades.