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Elogio de la generación X, Sinéad, el grunge y la resistencia noventista

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JACOBIN

MACARENA MAREY

Mientras la llamada Generación X llora la muerte de Sinéad O´Connor, hacernos ciertas preguntas sobre las características de ese grupo etario permite redescubrirlas como condición de posibilidad para nuevas resistencias.

JACOBIN

Sinéad O´Connor en la época de lanzamiento de Nothing Compares 2U.

Según la taxonomía etaria estadounidense, quienes nacimos entre 1965 y 1981 pertenecemos a la generación X. Por pura contingencia, tenemos el honor de compartir generación con Shuhada Sadaqat (Sinéad O’Connor), Kurt Cobain y los hermanos Cavalera. En la Argentina, nuestra generación incluye a los hijos de la generación diezmada, a quienes crecimos en la dictadura y recordamos muy bien la hiperinflación, como niños o como jóvenes cuyo debut en la adultez se parece en tanto y en tan poco al de quienes nacieron ya en el siglo XXI. La carestía es casi la misma, la eticidad no. El ánimo (el humor, la Stimmung, para decirlo en filosófico) no es el mismo. No es el mismo aire el que se respira hoy que el que respiramos antes. Esto es una trivialidad: de hecho, este aire está mucho más arruinado que el que pudimos respirar nosotros (me pregunto cuál fue la última generación con aire puro en sus pulmones). Pero el opresor (el capital) siempre es gatopardista: cambia algo para que nada cambie, así que las cosas, en el fondo, no cambian mientras continúe el capitalismo. Y, sin embargo, mientras envejecemos y miramos las nuevas olas, hay algo nuestro (léase: de la generación X) que no es parte del mar.

Esas taxonomías etarias importadas no se nos aplican por muchas razones, sobre todo porque casi todo «universal» inventado en Estados Unidos es imposición de un particular. Pero sí se nos aplican por dos razones muy puntuales: la planetarización del capital y el hecho de que el imperialismo de nuestra generación fue el de la hegemonía de los yanquis y sus asociados. Hoy ya no hay un único hegemón ni un mundo bipolar y el gobierno del capital tiene menos mediaciones. Pero esto no quita que nuestra generación sea, pensando en términos occidentales, la última que creció por entero en la Guerra Fría, para quienes el neoliberalismo no es una novedad de la década del 2010. Crecimos entre ajustes fiscales y morales represivas, homófobas y tránsfobas, entre represiones y masacres y el divorcio todavía prohibido. También entre la fe revolucionaria esparcida por América Latina, Asia y África —además del impacto de Stonewall—, por un lado, y el renacimiento de la banalidad de la opulencia «democratizada » por los espejismos igualitarios del capitalismo en su fase neoliberal, que mercantiliza las luchas sociales con la máscara (y no la piel) de la identidad, por el otro.

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TDK, la cinta scotch en la cinta de los casetes y las FMs marcaron nuestra educación sentimental. TDK es (fue una vez) una empresa japonesa que, si le creo a su página web, no deja de adaptarse a las necesidades del capital. Eso es éxito: ser capital del capital, la mercancía (aparentemente) vacía de la cultura. Nada más capitalista que un casete virgen. Y nada menos capitalista que un casete virgen (por no ponernos a hablar de poner cinta scotch en esos casetes de música de viejos que encontrábamos en casa). No somos la primera generación pirata (hay ediciones piratas del Leviathan de Hobbes, en un paroxismo de la ironía), pero sí, quizás, la primera para la que piratear se volvió rutina. Muchos recordamos esa propaganda anti-piratería de los cines: «No te robarías una cartera». Jajaja. ¡Buen intento, señores!, pero la analogía no funciona: piratear es democratizar. La reproductibilidad técnica nos habrá quitado el aura (aunque no) pero nos abrió las arcas del tesoro. No hay masificación de la cultura sin reproductibilidad y no hay reproductibilidad que no se derrame pirateada. Esto puede ser muy bueno o puede ser muy malo, depende, como casi siempre, del quién.

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Cuando murió Diego Maradona, hablamos con Enrique Biondini de la suerte que tuvimos por haberlo visto jugar y de (quizás tan sólo por eso) haber nacido a fines de los años 70. Una infancia con Maradona se parece, de repente, a una infancia mundialista como la que viven hoy niños y niñas con Messi. La diferencia no es tanto futbolística (aunque lo es) como ética. Es decir, la diferencia no es ontológica, no es moral, no es solamente política, no es tampoco del todo socioeconómica. La diferencia es éticopolítica.

Con Enrique también hablamos en las últimas horas de nuestra tristeza por la muerte de Sinéad O’Connor. «Un gesto que no le vas a ver a Taylor Swift », escribe por Whatsapp cuando recordamos «lo de la foto del Papa». Sigue: «Una persona en medio del show televisivo más grande del mundo, en la cima, podía tener un gesto. Es su singularidad, pero también la época. Había otra eticidad». Antes había dicho: «Qué bajón lo de Sinéad. Me acuerdo de que hace unos años un grupo remanente del IRA reclutaba pibes con una canción suya. Aparecen AK47 y pasamontañas. Una buena republicana». Siempre estamos de acuerdo en estas cosas.

Estábamos hablando (para quienes no se enteraron) de ella y de Cobain, de cómo usaron el consumo masivo y su posición en los lugares mainstream para romper la foto de Juan Pablo II en SNL —y luego soportar el oprobio generalizado de un mundo pacato de curas abusadores— o para educar a un público misógino a costas de su propio prestigio, cuando ser anticlerical y feminista no era todavía algo que generara ganancias con libritos del tipo Feministas para colorear. Se nos dispara esa nostalgia capciosa por los 90s. Hablamos de «bandas como Sepultura» y Quique escribe: «¿Quién te hace un video poniendo arriba de la mesa Palestina como Sepultura?». Antes no era tan fácil licuar la potencia de los reclamos políticos, económicos y sociales porque todavía no nos habían robado todas las banderas para convertirlas en espejitos de colores.

«Hoy sería horrible tener 20 años en este contexto», concluimos, no se sabe si por el atávico miedo a la vejez (la nuestra), al mundo nuevo o por otro motivo. Como sea, los pibes de Malvinas nacieron un año antes, fueron los últimos en ser jóvenes antes de que llegáramos y nunca dejáramos de serlo. Hoy estamos envejeciendo y se van muriendo nuestras referencias. Se nos van a fuerza psiquiatrización, de incomprensión, de pura angustia existencial (¿somos la última generación existencialista?), a fuerza de vivir para el orto. Pienso en lo mal que estamos viviendo, en nuestra condición de generación a cargo. La puta madre, nuestro talento es ser adolescentes.

Hay otro texto de Benjamin (viene a cuento porque Benjamin fue importante para muchos de nosotros a los 20), que se llama «Experiencia». Es un texto de su juventud, en el que se enoja con esa tendencia a reprocharle a los jóvenes el no haber pasado por experiencias. Puede que seamos la generación que no tiene una experiencia desde la que enseñarles nada a las posteriores. Y ni siquiera podemos pedirles que sean indulgentes con nuestro enojo, por citar a ese otro alemán antifascista y comunista llamado Bertolt Brecht. Es que tampoco podemos reconocernos en ese lugar de maestras y maestros: sólo hemos experimentado la juventud como ancianas, como ancianos, como personas vencidas por la vida, pero no por el capital, no por los sistemas de opresión. Nos cansamos de sentir, pero no nos cansamos de actuar. En el mejor de los casos.

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En algún momento casi defendimos esa trampa de que la MTV era una impostura, una negociación estética de la juventud neoliberalizada con el capital. Luego esas cachetadas de celadora de escuela de monjas de principios del siglo XX que nos da la vida trajeron a la memoria el Unplugged de Alice in Chains, el de Nirvana, el de Charly García. Nadie en los años 90 se drogaba realmente para divertirse. Lo hacíamos para que doliera menos, para aliviar un poco la mierda que era nuestra vida. Ni siquiera para evadirnos. Nos cansamos de sentir, pero después seguimos sintiendo.

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Quique escribe: «En los 90s argentinos la democracia de la derrota terminó de imponernos la lógica global del capital». Y después:

Derribado el último límite de la expansión capitalista, sólo restaba el remate de todo lo que representase un compromiso anterior entre capital y trabajo. En el menemato vivimos el ocaso de la cooperación social y el arrebato de todo futuro digno de ser habitado. En los años 90 se paseaban los espectros de un mundo potente e incompleto que ya no tenía sitio.
Nunca se destacará lo suficiente que la resistencia cotidiana en las calles argentinas fue emprendida por los jubilados y los pensionados, conducidos por Norma Plá. La idea más extendida sobre esa década supone que la reestructuración capitalista sucedió como si nada, sin luchas, sin negatividad alguna. Es una fachada que logró imponerse, pero tras ese cartón pintado la vida de las masas se desarrollaba sin paz ni mañana, con el odio de clase a flor de piel, con los cuerpos exhaustos por el terror inflacionario. En ese mundo en ruinas, como el Albergue Warnes implosionado, surgían iniciativas minoritarias muy potentes aunque condenadas a perder, a desdibujarse en la montaña de mercancías propiciadas por la ficción monetaria. Pero todavía resistían muchos lazos sociales forjados en décadas de luchas, en una sociabilidad que aún partía de una comunidad. ¿Se imaginan hoy en día algo como Radio Olmos, aquél famoso concierto en la cárcel?
El ciclo de luchas argentinas de 1997-2003 que por convención llamamos «el 2001», tiene como condición de posibilidad la supervivencia de esos modos de vida clandestinos y alternativos. Lo que crece en las sombras. Cervezas en la esquina. Resistir a pedradas a la montada en la cancha o en un recital. El pogo. Oír la radio. Oír música juntos. Reventarse. Ejercer la crueldad y rebelarse ante ella. Odiar al Estado, pedirle al Estado. Vestirse de negro. Oír la cumbia a escondidas. Bailarla en los barrios. La contradicción clavada en la carne. Creer en el amor. Ensayar la rebelión.

«Sería horrible tener 20 en este contexto». Aunque nuestros 20 también fueron una porquería, Quique propone releerlos como condición de posibilidad para nuevas resistencias. «Habría que dejarse morir», dice. Pero ahora se murió Sinéad O’Connor y acordamos en que dejarse morir es una forma de resistencia mucho más digna que mentirnos en ese entusiasmo estúpido de la superación personal-individual. La fragilidad es lo contrario de la banalidad. También es nuestra fuerza. Y la fuerza, ya lo sabemos, siempre nos va a acompañar.

La tierra que te lastimó tanto te será leve, Sinéad. El cielo te escucha ahora, tu Dios sí te entiende.

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