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El rompecabezas brasileño

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Entre 2006 y 2014 el lulismo logró neutralizar el crecimiento del conservadurismo popular, pero el precio a pagar por ello fue la desmovilización de sus bases sociales. Para que la historia no se repita hace falta mayor audacia, no menor confrontación.

Igor Peres (1)

Jacobin, 25-9-2022

https://jacobinlat.com/

El próximo 2 de octubre tendrán lugar las elecciones presidenciales en Brasil. Aunque Lula encabeza todas las encuestas, una victoria en las urnas no se traduce automáticamente en una victoria política o social. Para ello hacen falta transformaciones profundas, a las que solo es posible arribar apoyándose en la movilización popular. Porque si hay algo que pone de manifiesto la historia reciente de Brasil es que sin una fuerza popular que respalde masivamente en las calles, ningún cambio social progresivo logra sostenerse en el tiempo.

Para pensar con profundidad la contienda electoral fundamental que se avecina, comprender lo que está en juego y poder situar la coyuntura actual de Brasil en el proceso de más largo aliento de los últimos veinte años conversamos con André Singer (*), politólogo y profesor de la Universidad de São Paulo, autor de varios libros y portavoz del primer gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva.

En O.s sentidos do lulismo Reforma gradual e pacto conservador (Companhia das letras, 2012), se mencionan los resultados de una investigación anterior suya sobre las presidenciales de 1989 y 1994 en Brasil. Usted presenta entonces la idea de «cuestión septentrional», definida como un «extraño engendro político donde los excluidos sostienen su propia exclusión». Según se argumenta allí, este era el escollo con el cual la izquierda venía tropezando al intentar construir una alternativa de poder en el país.

-De hecho, usted menciona al respecto una declaración del propio Lula luego del revés en la contienda de 1989: «la verdad más cruda es que quienes nos derrotaron fueron los sectores menos favorecidos de la sociedad». Quisiera que usted comentase la idea de «cuestión septentrional» y su importancia para entender al lulismo.

La idea de la cuestión septentrional tiene que ver con el periodo anterior a 2006, cuando era posible identificar un bloque conservador que tenía una base fuerte en el Nordeste y en el Norte de Brasil. Esta base es tan importante que permitió a la dictadura derrotar, con votos en el Congreso, una de las mayores movilizaciones de masas de la historia reciente del país: la campaña por las «Diretas Já», ocurrida en 1984. ¿Cómo se había gestado esa base conservadora? A través de una articulación entre oligarquías regionales y bases electorales. Cuando hablo de la «cuestión septentrional» me refiero a eso. El lulismo transformará esa relación y producirá una novedad en el proceso político brasileño creando una base fija en el nordeste.

Por otro lado, luego de las elecciones presidenciales de 1989, Lula dice algo así como «nosotros fuimos derrotados por la periferia, no por los ricos». Esta periferia puede ser ubicada también en grandes ciudades brasileñas de la región sudeste, tales como São Paulo, Rio de Janeiro y Belo Horizonte. Ocurre que las periferias de las grandes ciudades son formadas en alguna medida por gente que viene de la región nordeste.

Para entender, por lo tanto, la cuestión septentrional, es fundamental la distinción que hago entre pobres y clases trabajadoras. Los pobres hacen parte de la clase trabajadora, pero son una fracción —la cual denominé subproletariado— de esta última. Cuando empecé a trabajar sobre la cuestión electoral, lo que planteé es que este sector es vulnerable y carece de lo que podríamos llamar «ciudadanía laboral». Esta fracción de la clase trabajadora carece de derechos (estamos hablando de cerca de la mitad de la fuerza de trabajo que nunca pudo integrarse totalmente al mercado laboral).

El lulismo logró comenzar a integrar parte de este contingente, que en los últimos años volvió a crecer. Busqué caracterizar este sector como un sector vulnerable y sugerir que esa vulnerabilidad le impide participar de la «lucha de clases», como planteaba Paul Singer. No es que no lo pueda hacer en absoluto; pero, en condiciones normales, su participación se ve dificultada. De allí que se me haya ocurrido pensar que esa condición es parte de la explicación de por qué una parte de la clase trabajadora tiende a no apoyar posiciones vinculadas a los sindicatos, por ejemplo, tendiendo a opciones políticas que aseguren el orden. Esto es lo que cambia con la reelección de Lula, en 2006.

-Es en este mismo libro que la idea de «lulismo» gana la estatura de concepto. Nombra el encuentro entre una ocasión adversa, marcada por las acusaciones de corrupción en el ámbito legislativo nacional —lo que posteriormente será denominado Mensalão— y la decisión desde el Ejecutivo nacional de adoptar «políticas públicas para reducir la pobreza y para activar el mercado interno sin confrontar con el capital». Para explicar lo que surge de dicho encuentro, usted usa la categoría de «realineamiento electoral», movimiento que terminaría pariendo finalmente al lulismo, en 2006. ¿Podría reconstruir este razonamiento?

El lulismo es el corolario electoral de un programa práctico que atiende al subproletariado. Creo que este programa no fue pensado en cuanto tal, sino practicado. ¿En qué consiste? Es un programa de combate a la pobreza. No me refiero a la distribución del ingreso, que es un concepto más complejo. Hablo de disminución de la pobreza sin confrontar con el capital.

A partir de 2004, la disminución de la pobreza, lograda a través del Programa Bolsa Familia y del crédito deducible de la nómina salarial, ya es sensible; en 2005, a estas dos iniciativas se suma el aumento del salario mínimo. Ese programa práctico fue muy exitoso, porque produjo un aumento en el nivel de consumo de parte de la población que ganaba muy poco, apuntalando la situación económica de este segmento en una coyuntura de bajo crecimiento. Desde mi punto de vista, eso representó una invención. Fue algo que no estaba previsto. Insisto, sin confrontar con el capital: no se lo hizo en desmedro de ciertos lineamientos centrales del neoliberalismo (alta tasa de interés, bajos niveles de inversión pública y una estructura de cambio flotante), y eso fue lo que permitió a los dos gobiernos de Lula transitar dentro de una cierta estabilidad. No hubo una convulsión social como se esperaba y era presagiada por sectores conservadores que decían que el gobierno Lula sería un gobierno tumultuado.

Lo que llamo «realineamiento electoral» ocurre en el 2006, y está compuesto por dos elementos. El primero de ellos tiene que ver con el cambio de posicionamiento de los más pobres con relación a Lula, y el consecuente surgimiento del lulismo electoral. Es decir, hasta el 2002, el PT tiene un perfil electoral más de clase media. A partir de 2006 hubo un cambio, y es justamente esto que interpreto desde una idea que viene de la ciencia política norteamericana, que busca pensar la transición de ciertos sectores del electorado de un bloque a otro. Si uno mira los números, notamos que en términos de masa de votos ambas contiendas presidenciales son parecidas, lo que cambia es el perfil de los electores.

Los más pobres empezaron a votar en masa a Lula, sobre todo en el Nordeste (y lo siguen haciendo hasta hoy). A su vez, la clase media viró al Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSBD). Es verdad que este último siempre estuvo relacionado con la clase media, pero la clase media estaba dividida. El Mensalão, que fue una crisis desatada por denuncias de corrupción relacionadas a una supuesta compra de votos en el ámbito legislativo nacional, unificó a la clase media contra el lulismo y contra el PT. En síntesis, este fue el realineamiento que parió el lulismo. Los más pobres para un lado, la clase media para el otro; se trata de una polarización social que persiste hasta hoy. Creo que la hipótesis del realineamiento ha sobrevivido incluso a ese gran cambio que representó la elección de Bolsonaro en 2018.

-En Os sentidos do lulismo usted resalta la dificultad del lulismo para pasar de un «reformismo débil» a un «reformismo fuerte». Analiza cómo el «sueño roosevelteano» que había asomado como horizonte en el segundo mandato de Lula se ve supeditado al realismo de la correlación de fuerzas. Y describe, también, cómo la decisión por la manutención de los antagonismos en equilibro y el arbitraje se terminó imponiendo como medio y fin de su segundo período presidencial. ¿Podría profundizar esta idea?

La pregunta sobre el pasaje de un reformismo débil a un reformismo fuerte me da pie para hacer algunos ajustes que solo el paso del tiempo permite. Ambos libros —Os sentidos do lulismo. Reforma gradual y pacto conservador y (2012) y O lulismo em crise. Um quebra-cabeça do período Dilma (2011-2016) (2018)— fueron escritos en caliente, por así decirlo. En ese sentido, y mirando en retrospectiva, yo diría que la segunda presidencia de Lula es un mandato en el cual los grandes lineamientos neoliberales empiezan, de alguna forma, muy lentamente, a sufrir un cambio. La inversión pública, por ejemplo, comienza a descongelarse. Estaba limitada y se empieza a expandir. Hay también algún tipo de contención de la tasa de interés y, además, una leve alteración en términos de política cambiaria.

Son movimientos que apuntan hacia una política económica más cercana al desarrollismo. No llega a ser una política económica desarrollista, pero apunta a eso. En este sentido, creo que el segundo mandato es distinto al primero. Entre otros cambios importantes, yo destacaría, por ejemplo, el cambio del primer Ministro de Hacienda (que había sido Antonio Palocci) por Guido Mantega. Ahora bien, también es cierto que eso no deja de ser una medida bastante homeopática, en el sentido de preservar la premisa de no confrontar con el capital —que es lo que garantiza la estabilidad política— manteniendo un bajo de nivel de conflictividad, incluso en el segundo mandato de Lula.

Esa decisión parte de una evaluación de la correlación de fuerzas en cada momento. Se trata de una cuestión decisiva, y hay que pensarla desde una perspectiva objetiva y lo menos ideológica posible. ¿Cómo se mide la correlación de fuerzas? Una primera forma consiste en mirar para la Cámara de Diputados, que es una expresión (un poco distorsionada, es verdad) del electorado de cada estado. No es la única, pero es una expresión significativa. El Congreso Nacional, tanto la Cámara de los Diputados como el Senado, retiró, por ejemplo, 30 mil millones de reales de inversiones en el área de la salud (en valores de la época) en 2007.

En Brasil tenemos el Sistema Único de Salud (SUS) garantizado por la Constitución de 1988, que es como si tuviésemos una especie de National Health System, que en Inglaterra fue el resultado de un reformismo fuerte luego de la Segunda Guerra Mundial. Pero en los hechos esto nunca se efectivizó en Brasil. El sistema existe, pero no atiende a todos y no lo hace con la calidad debida. En 2007 se retira una cantidad enorme de inversión de este sistema. ¿Y por qué lo hizo el Congreso? Porque tiene una mayoría conservadora. ¿Podría haber habido un proceso social por fuera del Congreso? Sí, podría, pero no lo hubo. Habría que pensar en combinar acción institucional y movilización social.

-Usted dedica una parte de O lulismo em crise a la caracterización del primer mandato de quien sucediera al exlíder metalúrgico en la presidencia. Según usted, «[…] estimulada por el capital político acumulado por Lula, Dilma tomó en serio la idea de acelerar el ritmo de la iniciativa del mandatario, dando paso a una política económica desarrollista». Quisiéramos que sintetice lo que denomina el «ensayo desarrollista» de Dilma.

La principal medida que caracteriza el ensayo desarrollista es una fuerte reducción de la tasa de interés. La tasa de interés había sido apuntada por la izquierda brasileña, antes de la llegaba del PT al gobierno en 2003, como el principal obstáculo al crecimiento (si este diagnóstico era correcto o incorrecto no lo puedo decir, porque no soy economista, yo soy cientista político, y no pretendo ser economista… cuando hablo de economía es porque entiendo que la economía está en el centro de la política y que en el centro de la economía está la lucha de clases). Toda la izquierda brasileña había identificado el problema de la tasa de interés como fundamental para la cuestión de la distribución de los ingresos. Y tiene lógica, pues estamos hablando de cambiar el perfil de la distribución de los ingresos en uno de los países más desiguales del mundo. Para hacerlo, todos están de acuerdo que la economía tiene que crecer, no se hace algo así con una economía en recesión.

En esta línea, Dilma tomó la valiente decisión de bajar fuertemente la tasa de interés a principios del 2012. Lo logró porque dio una gran e importante pelea para cambiar la dirección del Banco Central, cuando recién empezaba su mandato. Eligió un presidente del Banco Central que no venía de los mercados financieros, sino de la burocracia del Banco Central, lo que es muy distinto. A los bancos privados no les gustó la baja de la tasa interés. Con eso se desató lo que yo llamo la «guerra de los spreads»: el Estado baja su tasa, pero los bancos privados siguen practicando la suya. Dilma utilizó los bancos públicos para que los bancos privados bajasen su tasa de interés, argumentando que si los privados no hacían lo propio perderían clientes. Los bancos privados se vieron obligados a bajarla. Esto significa pelearse con el núcleo del capitalismo, que es financiero.

La segunda medida consistió en tocar la cuestión cambiaria, lo que significaba básicamente administrar las importaciones y facilitar las exportaciones, favoreciendo las industrias brasileñas. Hubo una devaluación del tipo de cambio de alrededor del 20%. Aquí hay un debate entre los economistas: están los que dicen que esta magnitud de devaluación no alcanzaba, que con esta devaluación no se garantizaba competitividad para la industria nacional. Sea como fuere, es necesario reconocer que Dilma fue la única que lo hizo. Y lo hizo para favorecer la industria brasileña.

Si los industriales veían como insuficiente la magnitud de la devaluación, ¿por qué no hicieron un movimiento para apoyar la decisión de la presidenta? ¿Por qué no presionaron por más devaluación? Lo que de hecho sucedió fue que mientras Dilma tomaba esas decisiones en materia económica, los industriales, paradójicamente, empezaban a cambiar de posición con respecto a su gobierno. Ella hacía de todo para favorecerlos, pero ellos se oponían a ella por razones que no son fáciles de comprender. Ese proceso, que empieza en el año 2012, desembocará en la caída de Dilma en 2016.

Por último, ella cambió las reglas relativas al sector de energía eléctrica, que era una reivindicación de los empresarios industriales, sobre todo los de las industrias que electrointensivas. Con la energía eléctrica cara, los productos brasileños perdían competitividad. Entonces hubo una modificación en la reglamentación que bajó las tarifas, inclusive las domésticas, en septiembre de 2012.

En síntesis, yo diría que esas son las tres principales medidas del ensayo desarrollista. Agrego un dato más: hay quienes creen que la inversión pública hecha en ese momento distaba de lo suficiente. Es verdad que se hizo un recorte en las inversiones públicas en 2011, pero creo que, aunque la magnitud de las inversiones probablemente no haya sido la ideal, hay elementos para caracterizar el periodo que va de 2011 a 2014 como un «ensayo desarrollista». El gobierno Dilma fue un paso adelante en relación al mandato precedente. Es como si ella hubiese dicho: «ahora pisemos el acelerador». Pero la decisión le salió cara, porque la reacción de los capitales nacionales e internacionales fue violenta y, de nuevo, no hubo intentos de movilizar los trabajadores para defender ese «ensayo».

-En el medio del camino desarrollista había una piedra… Recurriendo a un pasaje de Tocqueville, para quien las grandes convulsiones sociales se deflagran «cuando las cosas están mejor», en Os sentidos do lulismo presagiaba que el subproletariado comenzaría a tener sus propias reivindicaciones. Sin embargo, al analizar las protestas de 2013, usted llega a conclusiones distintas sobre la composición social de los que entonces salieron a las calles. Quisiéramos que volviese sobre la caracterización de ese acontecimiento decisivo de la historia reciente brasileña.

Junio de 2013 representa, como dijo Marx en otro contexto, un «rayo en un cielo sereno». Yo investigué a partir de los datos disponibles y mi conclusión es que el subproletariado estuvo ausente de las manifestaciones, que contaron sobre todo con la participación de sectores altos y medios. Lo que pasó en 2013 fue una especie de transformismo pero desde las calles. Empezó como una protesta de izquierda, honesta, de gente joven, con una visión interesante, mucho más radical que el lulismo, sin dudas. Esa gente, que no tenía nada que ver con el subproletariado, entendía que la situación estaba mejor pero que había que avanzar, dar un paso adelante. Lo que ocurre es que ellos despertaron un monstruo que no pudieron controlar.

En cuestión de días, entre 13 de junio y el día 17 del mismo mes, las manifestaciones cambiaron completamente su sentido. Es increíble. Hubo una secuencia de manifestaciones de izquierda por la reducción del precio de las tarifas de transporte, sobre todo en São Paulo. Estas manifestaciones terminaron en una gran represión el día 13, que fue criticada hasta por los diarios más conservadores, porque la policía estaba realmente fuera de control. En reacción a esa represión se desató una manifestación que fue aprovechada por la clase media conservadora, que utilizó el argumento antirrepresivo para iniciar un movimiento de masas contra el lulismo, que en la Ciudad de São Paulo estaba representado por el intendente Fernando Haddad, y contra el gobierno federal conducido por Dilma Rousseff.

En el momento no lo entendí: parecía una gran manifestación de izquierda, pero no lo era. Tal es así que dos días después, en una tercera manifestación, la izquierda fue expulsada de las calles. Empezaron a aparecer grupos vestidos con remeras del seleccionado brasileño de fútbol. No se sabía con precisión de dónde venían, pero hoy vemos que aquello era el germen del bolsonarismo. Creo que eso tiene que ver con el fenómeno de las redes sociales. Todo eso se gestó de forma subterránea. No hubiese pasado cinco años antes. Fue un «transformismo espontáneo». Mucha gente de izquierda participó de las jornadas, que se desparramaron por todo el país, y no los critico, porque no era fácil entender lo que estaba pasando. Por momentos, protestaban la extrema izquierda y la extrema derecha en la misma avenida. En São Paulo hubo incluso conflictos entre esas fuerzas, pero no así en otros lugares.

En suma, 2013 es un hecho muy particular. Hay autores que lo conectan con los casos de Turquía o Egipto, pero el caso brasileño es distinto. Pero lo que ocurrió en junio de 2013 fue un punto de inflexión. Desde entonces, la derecha cambió de posición y pasó a la ofensiva contra el gobierno, lo que impactará en el golpe parlamentario de 2016.

-Además del «ensayo desarrollista», en O lulismo em crise sostiene que Dilma habría impulsado también un segundo «ensayo» en su primer mandato, al que usted bautiza como «republicano». El intento del exjuez Sergio Moro de figurar como representante de la indignación social contra la corrupción quizás haya relegado a las sombras esta iniciativa, que ha sido poco comentada incluso por analistas políticos dedicados a ese periodo. Nos gustaría que volviese a la idea de «ensayo republicano».

Lo que verifiqué en mi investigación fue que Dilma, además de llevar a cabo lo que llamé «ensayo desarrollista» —que tuvo más visibilidad— implementó otras transformaciones sistemáticas que no acapararon tanta atención. La expresidenta implementó una política sistemática de combate a lo que en Brasil llamamos fisiologismo [amiguismo], es decir, la ocupación de espacios en el Estado en provecho propio. Dilma tomó decisiones muy claras y nítidas en el sentido de combatir al fisiologismo, lo que le costó la mayoría en el Congreso (sobre todo en la Cámara de Diputados) y por lo que pagó un alto costo.

Por su decisión de combatir al fisiologismo, Eduardo Cunha (PMDB), el representante por antonomasia de esta práctica, fue electo presidente de la Cámara de Diputados. Estamos hablando de un político extremadamente agresivo, con gran capacidad de actuación y articulación en este ámbito del poder legislativo. Dilma fue, una vez más, muy valiente. Lo que ocurre es que no lo hizo de forma movilizadora. Azuzó fieras; en el caso de lo que llamé «ensayo republicano», el segundo ensayo de Dilma, me refiero a fieras congresales, a las que decidió enfrentar sin recurrir a la movilización para apoyarse. Lo hizo sin las bases sociales necesarias, y la única forma de llevarlo a cabo de forma exitosa sería por medio de la movilización masiva de las fuerzas sociales. Se trata siempre de un proceso riesgoso, pero es una opción. Es como si ella hubiera confiado en la fuerza de la investidura presidencial, que es grande pero no omnipotente.

Por otro lado se desarrolla un proceso completamente distinto, del cual participa el juez Sergio Moro, y que empieza en 2014. Me refiero a la Operación Lava-Jato, que fue un proceso extraordinario, que produjo descubrimientos increíbles, y que llevó adelante un tipo de acción inédita en Brasil. La operación terminó siendo, en definitiva, una maniobra facciosa que tuvo como objetivo claro destruir al PT y al expresidente Lula. Aun así, tiene un aspecto republicano por lo que descubrió. Pero la utilización política y partidaria de la operación fue un absurdo desde el punto de vista democrático. Un juez tiene que ser imparcial, y el juez Moro demostró su imparcialidad al aceptar integrar el gobierno de Bolsonaro, quien fue el principal beneficiario de su forma de actuar. Cuando esto ocurrió, su aura se oscureció y quedo demostrada la tesis del carácter faccioso de la operación.

Entonces está claro que el ensayo republicano de Dilma y la Operación Lava-Jato son dos procesos totalmente distintos. ¿Dónde se cruzan? Se cruzan cuando la Operación Lava-Jato hace sus hallazgos sobre Petrobras. Cuando esto acontece, hacía más de un año que Dilma había removido a toda la dirección de la empresa, sin que su acción tuviera relación directa con Lava-Jato. Involuntariamente, entonces, y en un hecho increíble, se cruzan los procesos. El proceso político brasileño de esos años produjo hechos que deberían hacer parte de cualquier compendio de la política mundial. Salvadas las distancias, es como 2013: hechos fuera del script conocido, procesos con sentidos opuestos que se entrecruzan de forma inesperada.

-Fuente de inspiración para el ensayo desarrollista, «el roosevelteanismo había surgido en el centro capitalista en una etapa de keynesianismo dominante», sostiene en O lulismo em crise. «Aplicado a la materia brasileña en tiempos de globalización y neoliberalismo, despedazó al lulismo, llevando la sociedad a un lugar bien alejado de cualquier anhelo igualitario».

Quizás hoy ya estemos en condiciones de ponerle un nombre a ese «lugar» que usted menciona; podemos llamarle bolsonarismo. Recientemente, usted viene analizando lo que caracteriza como un proceso de «reactivación de la derecha» en Brasil. ¿Podría explicarnos qué entiende por eso?

Creo que el proceso de impeachment fue un golpe parlamentario. No fue un golpe de Estado en el sentido clásico del término, sino un golpe parlamentario típico de los procesos de erosión de la democracia que están ocurriendo en todo el mundo. Es un proceso que ocurre por dentro de las leyes. No se rompe con las constituciones, sino que se las utiliza: se hace un uso golpista de la ley. El impeachment está previsto en la constitución. Pero la misma constitución dispone que este instrumento solo puede ser accionado cuando existe crimen de responsabilidad. Y está claro que la presidenta Dilma Rousseff no cometió crimen de responsabilidad. Por lo tanto, creo que se trató de un golpe parlamentario que abrió la puerta para el desmantelamiento de la democracia brasileña.

El bolsonarismo es una continuidad de este proceso. El gobierno Temer ya había sido un gobierno de retrocesos sociales y económicos muy importantes, y el de Bolsonaro sigue esta tendencia. Lo importante es que en 2018 hubo elecciones que fueron relativamente representativas. Digo relativamente porque se impidió la participación de Lula en la disputa, y esto fue resultado de una acción deliberada de la Operación Lava-Jato para evitar su regreso al gobierno. Así y todo, el PT decidió reconocer los resultados, y si el PT reconoció los resultados, hay que analizarlos.

Examinando los resultados de aquellas elecciones de 2018 se percibe una reactivación de una base de derecha que es muy fuerte en el electorado brasileño, aunque no sea mayoritaria. La derecha tiene una base electoral de cerca del 30%, que es parecida al peso que tiene el lulismo en condiciones normales, es decir, en momentos previos al inicio de las campañas. Cuando estas últimas se activan, los electores que están ubicados entre los dos extremos suelen moverse.

La dinámica de reactivación funciona, por ejemplo, cuando Bolsonaro adopta una retórica anticomunista que de entrada puede sonar extemporánea para algunos. Y esto es así porque no hay una amenaza comunista real en Brasil, puesto que el lulismo, como argumenté, no es comunista. Es verdad que hubo un proceso político y económico más fuerte con Dilma, pero sin movilización, como también mencioné anteriormente. Podemos pensar, asimismo, aun en contexto del gobierno de Dilma, en las manifestaciones de junio de 2013, pero aquí la radicalización fue conducida por la derecha, no por la izquierda.

¿Entonces por qué la retórica anticomunista tiene resonancia? Porque existe una base caracterizada por lo que denominé «conservadurismo popular». Hace mucho que este segmento ha sido identificado por la bibliografía brasileña que se dedicó al tema, pero al mismo tiempo se trata de un fenómeno que permanece poco comprendido. Esa base está compuesta por sectores de la baja clase media a los cuales se agregan fracciones de la masa trabajadora. Son sectores que no tienen muchos recursos, pero que, debido a la existencia de un gran subproletariado, funcionan como extractos medios y tienen miedo a perder lo que poseen. Los sectores vulnerables —que no tienen casi nada— también temen el desorden, pues son el eslabón más débil. Quieren un cambio, pero por el temor con que se alimentan piden que cualquier transformación sea hecha dentro del orden.

La combinación entre una coyuntura económica negativa —que empezó en 2015, aun en el gobierno de Dilma— y una tradición ideológica que tiene una larga historia en el país generó las condiciones para una reactivación de la derecha, antes dormida, por parte de Bolsonaro.

En un estudio reciente intenté demostrar que el lulismo neutralizó y desarticuló ese conservadurismo popular entre 2006 y 2014, pero que el precio a pagar por ello fue la desmovilización. Hubo una suerte de adormecimiento deliberado del conservadurismo provocado por la política homeopática del lulismo, que buscó evitar la confrontación. Tenemos que aguardar para ver lo que ocurrirá en el proceso electoral de 2022. Aunque con continuidades, estamos hoy ante una nueva situación debido a la presencia de fenómenos políticos con componentes fascistas tanto en la política nacional como internacional. Esto no era parte del paisaje global hasta 2016, y tampoco lo era en el Brasil de 2018. Pero es algo que aquí, como tal vez también en Argentina, vino para quedarse.

* André Singer, periodista y profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de São Paulo. Fue portavoz del primer gobierno de Lula da Silva en Brasil. Esta entrevista se llevó a cabo en el marco del ciclo «La coyuntura brasileña entre el pasado y el futuro», auspiciada por el Departamento de Estudios Políticos del Centro Cultural de la Cooperación (Buenos Aires).

1) Igor Peres es doctor en Sociología por la Universidad Estadual de Rio de Janeiro. Actuó como profesor invitado en la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales (IDAES). Actualmente desarrolla una investigación sobre el lulismo y el kirchnerismo en perspectiva comparada.

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