Después de doscientos años de vida republicana, liberal y moderna, los sectores dominantes han sido muy eficientes en instalar en el inconsciente colectivo la idea de que la única forma de participación política de “los ciudadanos” es a través de la vía electoral y que cualquier otra forma de organización y acción política, que se exprese al margen de esa vía, no es válida y por lo tanto, debe ser despreciada, anulada e incluso condenada y si es posible castigada, como lo que ocurre actualmente con el voto obligatorio, a través del cual se amenazó y eventualmente se castigará a quienes no votaron en el último plebiscito constitucional.
La legitimidad del sistema no la miden en el nivel de aceptación o repudio de la mayoría hacia éste, sino por la cantidad de votantes que logran atraer, de manera que, a mayor cantidad de votantes, más legítimo es. De ahí su preocupación permanente por convocar a una gran masa electoral, obligados o voluntarios, da lo mismo, lo importante es el número.Y después de tantos años de insistir, adoctrinar, amenazar, con la famosa y única vía electoral para resolver cualquier situación política, han creado el “sesgo electoralista”, el cual se refiere a la limitación cognitiva que desarrollan algunas personas que las lleva a pensar y vivir el mundo atrapadas en una urna electoral.
Todos sus análisis, emociones e incluso su forma de relacionarse, están determinadas por las campañas y los resultados de las votaciones, llegando incluso a manifestarse con violencia, de pensamiento o palabra, frente a quienes no comparten sus preferencias.El sesgo electoralista se ha manifestado con particular virulencia entre muchas personas que tenían inmensas expectativas puestas en que el pueblo apoyaría masivamente la propuesta constitucional que prometía, quién sabe cómo, superar las injusticias y construir una sociedad más equitativa y que al ver frustradas sus expectativas se han desatado a atacar y ofender al pueblo que no les creyó.
El ninguneo, el roteo, el basureo, por parte de los decepcionados institucionalistas hacia nuestro pueblo, es una actitud que no podemos dejar pasar y debemos confrontarla con todo el rigor y la fuerza necesaria cada vez que surja, la pasividad en este sentido significa complicidad y eso es algo que no podemos permitirnos.
A pesar de los cantos de sirena constitucionales, entonados por aquellos que, de buena o mala fe, trataron de embaucar al pueblo diciéndole que con la nueva constitución, redactada en los salones del ex Congreso Nacional, espacio de alto contenido simbólico para la democracia liberal y todo el entramado que conforma la institucionalidad burguesa, Chile cambiaría para dar paso a una nueva sociedad más justa y equitativa, una parte mayoritaria del pueblo no se tragó el cuento y no porque, como muchos decepcionados se han preocupado de transmitir profusamente, al pueblo le guste vivir en la miseria, esté feliz con las inequidades del actual sistema y sienta especial adoración por sus explotadores, sino porque esa Convención, tutelada por el Gobierno, el Congreso y los partidos del orden, excluyó desde el primer minuto al pueblo del cual decían provenir y al cual declaraban representar y terminó redactando un texto que no tocaba ni un centavo de las grandes riquezas nacionales y trasnacionales.
La propuesta constitucional ni siquiera era reformista, lo que ya hubiera sido un pecado mayor en las actuales circunstancias de extinción masiva provocada por el proyecto civilizatorio occidental, sino que absolutamente continuista del proceso contrarrevolucionario iniciado el 11 de septiembre de 1973, perfeccionado diligentemente por los sucesivos gobiernos concertacionistas y de derecha, ya que, entre otras cosas, terminaba de consolidar la propiedad privada sobre las riquezas naturales de nuestro país, como los recursos minerales, el agua y los bosques al servicio de la industria forestal, depredadores criminales de la riquísima biodiversidad del sur. Los convencionales elevaban a rango constitucional el extractivismo depredador capitalista.
Y para qué hablar de su tan cacareada plurinacionalidad, que subordinaba a los pueblos originarios a un estado liberal colonial, despojando a las comunidades de toda autonomía y autogobierno, para someterlas a un poder invasor centralizado y al servicio de las grandes potencias colonialistas occidentales.
El movimiento autonomista mapuche develó, desde un principio, el carácter colonialista de la plurinacionalidad, denunciando su verdadero fondo asimilacionista, que conllevaba a la destrucción sistemática de saberes y conocimientos ancestrales, para subsumirlos a una forma política y jurídica moderna, liberal y europeizante. Mientras en el sur las comunidades autonomistas se encuentran en un proceso de recuperación de sus territorios y su forma de vida, con sustento en el itrofil mongen y el kume mongen, con el weichán como estrategia político- militar de liberación, desde Santiago se pretendía imponerles, por decreto, el sometimiento a los dictados de un estado liberal occidentalizado.
No cabe aquí desmenuzar el fallido texto redactado por el engendro burocrático creado por la casta político-empresarial, que denominaron Convención Constitucional, a estas alturas sería un ejercicio academicista que se aleja de las necesidades del actual momento político. Baste con dejar establecido las implicancias históricas y el daño provocado por quienes se prestaron a la desmovilización popular y a la contraofensiva oligárquica. Sus actuales autocríticas, superficiales y burdas, dan cuenta del nulo nivel de comprensión del nefasto rol que jugaron en un momento crucial para nuestro país.
El 15 de noviembre del 2019 comenzó el salvataje del neoliberalismo. La soberanía popular fue secuestrada por el bloque en el poder, la encerraron en las dependencias de ex Congreso, para dar una clara señal de que cualquier intento de salida a la crisis de supervivencia debía restringirse a los márgenes de la institucionalidad burguesa, sin deliberación popular, sin participación ni protagonismo de los postergados de siempre, sin plantearse la superación del capitalismo, con un grupito obnubilado por el mezquino y efímero poder y tribuna regalados por la oligarquía, autoerigido como voceros e intérpretes de la voluntad de la mayoría.Y montaron el grotesco espectáculo de las supuestas contradicciones entre la derecha recalcitrante y el reformismo lacayo. Las peleas que pusieron en escena no eran por el cambio necesario para superar el capitalismo y construir un país más justo versus el continuismo neoliberal, sino por las cuotas de poder y la legitimidad que se disputaban la derecha fascista y la nueva concertación, con sus recién adquiridos consortes progresistas, junto a una izquierda institucionalizada y servil, usando como teatro de sus enfrentamientos faranduleros a la prensa canalla y las redes sociales, con el pueblo una vez más reducido a ser masa espectadora, barrista, condenado eternamente a servir como sumiso votante para inclinar hacia uno u otro lado la balanza del poder.
Contrario a lo que muchos puedan pensar, el pasado 4 de septiembre no fue la culminación del proceso de contraofensiva reaccionaria iniciado por la casta político-empresarial el 15 de noviembre de 2019, lo ocurrido ese domingo significó un paso más de la maquinaria que se puso en marcha para derrotar la revuelta popular y terminar de consolidar le legitimación del modelo de dominación en nuestro país, ese proceso institucionalista de perpetuación del modelo todavía está en marcha.Y el pueblo no les creyó. La noche del 4 de septiembre no hubo carnavales, no hubo algarabía, la gente no salió a las calles a celebrar. En las poblaciones el silencio era sepulcral. Nadie, salvo los que siguen creyendo en la institucionalidad burguesa, podría atribuir lo ocurrido a un apoyo al proyecto neoliberal iniciado en dictadura.
Claramente lo que se vivió esa noche en los territorios no fue un triunfo de la derecha, fue la derrota de una estrategia conciliadora y servil del reformismo que, de un tiempo a esta parte, está mostrando los síntomas de su bancarrota terminal. Este sector no tiene proyecto propio, ni discurso, ni siquiera voluntad ni carácter y viene hace rato en caída libre, abandonando a diario cualquier aspiración transformadora, aunque sea cosmética. Solo puede ambicionar, para no desaparecer definitivamente, a prestarse como dique de contención y muchas veces de gendarme, de las luchas populares, para devorarse ávidamente las migajas de poder y algunos cargos que el proyecto de dominación capitalista le pueda dejar cuando muestra buena conducta. Y esto no es un juicio ni una acusación, es una constatación.
La enseñanza principal que debieran aprender los decepcionados, es que ninguna solución a la crisis de supervivencia provocada por el capitalismo puede venir desde la misma institucionalidad capitalista. La historia y la realidad se han encargado majaderamente de demostrarlo. O lo aprenden definitivamente o seguirán dándose cabezazos contra los hechos y se condenarán eternamente a vivir en la dinámica neurótica que los lleva de la euforia a las decepciones y viceversa, incertidumbre constante a la que se exponen frente a cada resultado electoral. O se plantean sumarse a los intentos que desde el campo revolucionario se realizan para poner fin al capitalismo sin fin, desbordando y superando la legalidad burguesa, o seguirán siendo permanente comparsa de las maniobras y manipulaciones de un proyecto de dominación decadente que nos arrastra a todos a la extinción.
Los administradores del estado colonial, en su enceguecida soberbia, develaron, sin pudor, todas sus maquinaciones para mantenerse eternamente en el poder. Atrapados dentro del sistema de dominación, su desgaste y su crisis de legitimidad son evidentes e irreversibles. Producto de la crisis general del capitalismo y de las propias contradicciones internas originadas en el carácter colonial de su poder, la oligarquía criolla no tiene alternativa ni puede construir un proyecto propio de dominación y solo puede ser arrastrada a la debacle mundial del proyecto civilizatorio occidental.Por el lado del campo revolucionario la necesaria unidad se hace hoy más urgente e inevitable. No podemos seguir delegando en la juventud adolescente el esfuerzo y el sacrificio de despertar a un pueblo aletargado. El proyecto de dominación colonial se ha encontrado con el terreno despejado para instalar sin contrapeso su discurso hegemónico y su adoctrinamiento ideológico, es hora de que nos impongamos la tarea de cambiar esa situación.
Debemos articular una fuerza popular autónoma, al margen y en contraposición a los poderes instituidos, con el pueblo como protagonista y transformado en sujeto político, que sobrepase la legalidad burguesa y articule un proyecto de liberación nacional que sea una verdadera alternativa de superación y derrota de la crisis de supervivencia que sufre toda la vida sobre el planeta.Se vuelve a levantar, todavía tímidamente, la posibilidad de avanzar hacia una Asamblea Constituyente auto-convocada desde los territorios, con la soberanía popular como protagonista y poder contra hegemónico y paralelo al decadente proyecto de dominación colonial capitalista. Aún está fresca en la memoria la gesta del 18 de octubre y las tareas de la revuelta popular siguen tan vigentes como ese histórico día. Es posible, es necesario y es urgente retomar la iniciativa y pasar a la ofensiva para salir del estado de repliegue al cual nos empujaron con sus cocinas políticas y el confinamiento sanitario. La oligarquía criolla y sus lacayos de la izquierda servil ya hablaron y mostraron sus cartas, ahora le toca al pueblo.