Pensamiento crítico
La ecología de Marx a la luz de MEGA 2
Alain Bihr
A l´encontre, 23-12-2021 https://alencontre.org/
Traducción de Viento Sur https://vientosur.info/
Desde hace una treintena de años se han multiplicado los estudios dedicados a valorar el alcance de la obra de Marx (así como la de Engels) desde la óptica de la temática y la problemática ecológicas. Aguijoneados por la creciente conciencia sobre la amplitud de la catástrofe ecológica en que estamos atrapados y la urgencia por afrontarla, esos estudios han pretendido determinar si dicha obra era susceptible, y en qué medida, de clarificar los pormenores de esta catástrofe y de contribuir a formular respuestas apropiadas para salir de ella.
Muy pronto se han diferenciado dos tendencias sobre la cuestión. Para unos, la obra de Marx no sólo no tendría nada que enseñarnos en este terreno, sino que cualquier pensamiento seriamente preocupado por abordar de frente esta temática y problemática debería separarse de ella, hasta tal punto habría quedado prisionera de un prometeísmo que exalta de manera irreflexiva el crecimiento de las fuerzas productivas, haciendo del mismo una de las condiciones sine qua non del socialismo. De ese modo habría abierto la vía a la ceguera mostrada por el movimiento socialista (tanto en su versión socialdemócrata como en el autodenominado socialismo real) respecto a la dinámica generadora de la catástrofe ecológica, cargando por ello con una parte específica de su responsabilidad[1]. Para otros, por el contrario, la obra de Marx, correctamente evaluada o revaluada, no sólo demostraría una verdadera sensibilidad ecológica sino que ofrecería perspectivas originales, tanto en lo que se refiere a la comprensión teórica de las raíces de la catástrofe ecológica como en la formulación de propuestas políticas para intentar hacerla frente[2].
Kohei Saito se sitúa claramente en esta segunda vía, hoy día ya bien balizada[3]. Su originalidad tiene que ver sobre todo con las fuentes que utiliza. No se contenta con volver a recorrer una vez más los textos canónicos de Marx. Apoyándose en el conjunto de volúmenes de MEGA2 ya aparecidos[4], extiende considerablemente el corpus de referencia a muchos textos hasta entonces inéditos de Marx, ya se trate de la considerable cantidad de manuscritos que prepararon o acompañaron la elaboración de su crítica de la economía política, dejada finalmente incompleta en El Capital, o de la aún más importante suma de notas de lectura y de anotaciones hechas por Marx en los márgenes de las obras que figuraban en su biblioteca y que se han conservado. Las nuevas piezas añadidas al dossier permiten seguir mejor la evolución del pensamiento de Marx sobre las cuestiones relativas a la ecología. Muestran también, más en general, la manera como trabajaba Marx y explican por qué, lejos de dejarnos en herencia un monumento teórico, nos legó un verdadero taller, en todos los sentidos del término. A nuestro cargo está seguir trabajando en él.
Precoces intuiciones fundacionales
Con objeto de profundizar la crítica de la sociedad civil burguesa a la que le habían llevado tanto su actividad de periodista en el Rheinische Zeitung como su relectura de la filosofía del derecho de Hegel, desde otoño de 1843, y ya establecido en París, Marx abordó la lectura de los principales economistas clásicos (comenzando por Adam Smith y David Ricardo), iniciando una investigación que le ocuparía el resto de su vida. Lo testimonia la serie de cuadernos de notas y de reflexiones redactadas entonces por Marx, conocida con el nombre de Manuscritos de 1844 o Manuscritos económico-filosóficos.
Estos manuscritos tienen una gran densidad teórica. Marx multiplicó formulaciones brillantes, algunas no demasiado claras, todavía muy influidas por un pensamiento marcado por la herencia hegeliana, revisada a través del prisma joven-hegeliano, sobre todo de Ludwig Feuerbach. Para comenzar, se encuentra una concepción original de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, destinada a aclarar todas las posteriores elaboraciones sobre este tema. En efecto, la naturaleza es definida como «el cuerpo no-orgánico» de la humanidad.
La universalidad del hombre aparece en la práctica precisamente en la universalidad que hace de la naturaleza entera su cuerpo no-orgánico, tanto en la medida en que es, en primer lugar, un medio de subsistencia inmediato, como [en segundo lugar] por ser la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital. La naturaleza, es decir la naturaleza que no es en sí misma el cuerpo humano, es el cuerpo no-orgánico del hombre[5].
Pero, de entrada, Marx señala que el trabajo es la especificidad de la unidad de la humanidad y la naturaleza. Porque sólo por la mediación del trabajo, de la transformación de la naturaleza que éste opera, la humanidad puede extraer la sustancia de su existencia. Dentro de estos Manuscritos, todavía bajo la impronta del hegelianismo, Marx remite esta especifidad al carácter consciente, por tanto voluntario, reflexionado, finalizado, del trabajo, mientras que la eventual actividad transformadora de la naturaleza practicada por el animal está prisionera de su instinto y, por consiguiente, del círculo estrecho de sus necesidades. Lo cual introduce una segunda diferencia esencial: mientras que el trabajo animal está limitado a estas últimas y a su ecosfera particular, la del hombre tiende a volverse universal (extiende constantemente su campo en la medida misma en que engendra constantemente nuevas necesidades):
La actividad vital consciente distingue directamente al hombre de la actividad vital del animal (…)- El animal sólo opera en la medida y según las necesidades de la especie a la que pertenece, mientras que el hombre sabe producir a la medida de toda especie y sabe aplicar en todas partes al objeto su naturaleza inherente; el hombre opera también según las leyes de la belleza[6].
Sobre esta base, Marx reprocha al capitalismo el haber roto esta unidad fundamental, constitucional, entre la humanidad y su cuerpo inorgánico, volviendo la primera extraña a la segunda y recíprocamente, introduciendo así una dimensión de alienación en sus relaciones. Ésta hunde sus raíces en la expropiación de los productores: su separación de hecho, y de derecho, con sus medios de producción, con las condiciones objetivas de la producción de sus medios de consumo, con las condiciones materiales de su subsistencia, la principal de las cuales es la tierra.
Esta tesis aparece cuando Marx pretende explicitar en sus cuadernos la diferencia entre la propiedad territorial feudal y la propiedad territorial capitalista. Un pasaje que por lo general ha escapado a los comentaristas de estos manuscritos, y sobre el que Saito llama la atención (pp. 33-44)[7].
En el marco de la propiedad feudal, campesinos y campesinas son avasallados: reducidos a la condición de siervos. Ahora bien, la servidumbre se define por un doble vínculo: el del siervo con la hacienda de la que es parte integrante (por esta razón puede ser vendido junto con la hacienda): «el siervo es el accesorio de la tierra» (adscriptus glebae, asignado a la tierra, según el derecho feudal); y el del siervo con el señor de esta hacienda, con quien le vincula una relación de fidelidad, de dependencia personal; lo cual da a la dominación y a la explotación feudales un cariz gemütlich, dice Marx[8], más allá de su carácter de brutal relación de fuerza. Lo importante aquí es que el productor directo (el siervo) queda vinculado a la tierra como modo de producción; en la servidumbre, la tierra sigue siendo «el cuerpo no-orgánico» del productor, como lo es también para su propietario, el señor, el dueño, que no pertenece menos a la hacienda que sus siervos: esto es lo que significa su partícula, barón, conde, marqués, duque, príncipe de…, cuando no se llama directamente por el nombre de la hacienda: los Valois, Guise, Borbones, Habsburgos, Lancaster, York, etc.
Eso es precisamente lo que falta por completo al trabajador asalariado, sea o no agrícola, que es, por definición, un trabajador libre. E incluso doblemente libre: liberado de todo lazo de dependencia personal y comunitaria y liberado de todo medio de producción propio. Como única propiedad sólo le queda su propia persona, sus facultades personales que constituyen su fuerza (potencia) de trabajo, de la que puede disponer por completo a su manera: en este sentido, es un sujeto privado de derecho. Pero por eso mismo, para procurarse sus medios de subsistencia, no tiene otra posibilidad que poner en venta esta fuerza de trabajo, esperando que alguien se la compre (a cambio de un salario), a cuyo servicio deberá ponerse, por lo general con el objetivo de valorizar un capital, creando más valor que el valor propio de su fuerza de trabajo. Es tanto como decir que, al contrario que el siervo, sus condiciones de existencia no están en absoluto aseguradas por las relaciones de producción en que opera, que perfectamente lo pueden encontrar y tratar como excedentario inútil para el mundo.
Por consiguiente, bajo el régimen capitalista, el productor ya no tiene relación directa con la tierra como medio de producción y de reproducción de su propia existencia, como «cuerpo no-orgánico», ni siquiera cuando se trata de un asalariado agrícola. En este último caso, sólo accidental y marginalmente produce sus medios de subsistencia: la tierra es sólo el medio para valorizar un capital invertido en la agricultura. A la inversa, mientras que se ha separado a quien la trabaja de este medio de producción que es la tierra, también la tierra se separa y puede volverse plenamente mercancía, ser comprada y vendida para cualquier fin, como medio de producción o como medio de consumo (objeto de recreo para su propietario o poseedor).
El conjunto de estos temas y tesis constituyen un fondo teórico que continuó alimentando el pensamiento de Marx, mucho más allá de los Manuscritos de 1844. Los volveremos a encontrar hasta en sus obras de madurez, que desarrollarán su crítica de la economía política. Por ejemplo, en el siguiente pasaje de los famosos Grundrisse (1857-1858) que parece repetir palabra por palabra las anteriores:
Lo que necesita explicación, o es resultado de un proceso histórico, no es la unidad del hombre viviente y actuante, [por un lado,] con las condiciones inorgánicas, naturales, de su metabolismo con la naturaleza, [por el otro] y, por lo tanto, su apropiación de la naturaleza, sino la separación entre estas condiciones inorgánicas de la existencia humana y esta existencia activa, una separación que por primera vez es puesta plenamente en la relación entre trabajo asalariado y capital. En la relación de esclavitud y servidumbre esta separación no tiene lugar, sino que una parte de la sociedad es tratada por la otra precisamente como mera condición inorgánica y natural de la reproducción de esta otra parte[9].
También aquí, Marx considera la ruptura de la unidad constitucional entre la humanidad y la naturaleza, esto es la separación entre el ser humano, naturaleza subjetivada, y su cuerpo inorgánico, condición objetiva de su existencia y de su actividad laboriosa, como la característica principal del universo capitalista y la condición misma de la formación del capital que le sirve de base y de marco.
Marx frente a Liebig
Pero Marx no se contentó con repetir ad nauseam estas formulaciones. Al contrario, intentó verificarlas, confrontándolas a las ciencias positivas de su tiempo. Lo que le permitió enriquecerlas con nuevas determinaciones, aunque también le obligó a matizarlas y rectificarlas en parte. Todo este trabajo teórico marxiano es meticulosamente escrutado y ofrecido por Saito.
El pasaje de los Grundrisse citado más arriba utiliza una noción nueva, todavía desconocida por el Marx de los Manuscritos de 1844, el intercambio de sustancia entre el hombre y la naturaleza, traduciendo literalmente la palabra alemana Stoffwechsel. Otros traductores, como Billy, han optado por el término metabolismo, sin duda mucho más fiel a los orígenes del término.
El concepto de metabolismo está tomado de la la biología, más exactamente de la fisiología. Por una parte, designa el sistema de intercambios de sustancias diversas entre el conjunto de las partes de un organismo vivo (vegetal, animal o humano), por medio de los cuales este organismo se regenera de forma permanente a la vez que mantiene su propio orden interno (metabolismo interno); y, por otra parte, los intercambios que todo organismo vivo debe proceder con su medio de vida (su biotopo), por los cuales obtiene las sustancias necesarias para su funcionamiento como organismo vivo y rechaza diferentes residuos resultantes de este funcionamiento (metabolismo externo). Metabolismo externo y metabolismo interno están por tanto íntimamente ligados: el primero proporciona al segundo las sustancias que, directamente o después de transformación, son asimiladas por el organismo para mantenerse en vida, a la vez que se encarga de la eliminación de sus subproductos (residuos).
El concepto parece haber sido introducido en fisiología en los años 1800-1810, antes de volverse de uso corriente en los años 1840, sobre todo tras la publicación por el químico alemán Justus von Liebig (1803-1873) de dos importantes obras, Die Chemie in ihrer Anwendung an Agriculturchemie und Physiologie (La química aplicada a la agricultura y a la fisiología) (1840) y Die Chemie in ihrer Anwendung auf Physiologie und Pathologie (La química aplicada a la fisiología y a la patología) (1842), que sentaron las bases de la química orgánica y de la bioquímica.
Apoyándose en los cuadernos de notas y de lecturas de Marx al comienzo de su período londinense, Saito (pp. 71-80) establece que Marx debió el uso del concepto de metabolismo a la lectura, a comienzos de 1851, del manuscrito de Mikrocosmos. Entwurf einer physiologischen Anthropologie (Microcosmos. Ensayo de antropología fisiológica) de Roland Daniels, un médico de Colonia, miembro como él de la Liga de los comunistas, que se lo había hecho llegar para tener una opinión crítica. Esta misma lectura le llevó a interesarse por los trabajos y publicaciones de Liebig en los meses siguientes, durante los cuales leerá y anotará la cuarta edición de Die Chemie in ihrer Anwendung an Agriculturchemie und Physiologie (1842). A partir de entonces lo hará parte integrante de su propia conceptualidad, como demuestran los Grundrisse, en los cuales el término es repetido por Marx en una veintena de ocasiones para designar tanto los intercambios materiales internos en la sociedad (metabolismo social) y los intercambios materiales internos con la naturaleza (metabolismo natural) como los intercambios materiales entre hombres y naturaleza (Saito: 80-85). El capital viene a perturbar este último metabolismo, rompiendo la unidad inmediata de la humanidad y su cuerpo inorgánico.
Sin embargo, no cita a Liebig, lo que hace pensar que, aún habiendo recogido en parte la aportación, Marx no le concedió la importancia que tendría después para él. Distintos índices demuestran en efecto que Marx retomó la lectura de Liebig, más exactamente de Die Chemie… aparecida en 1862 (Saito: 176-177 y 181-184), entre mediados de 1863 y mediados de 1865, cuando redactó una versión primitiva del conjunto de El Capital, en relación sin duda con su teoría de la renta de la tierra[10].Y que en esta ocasión, dicha (re)lectura tendría una incidencia decisiva. Intentemos determinar lo que dedujo Marx.
Liebig sentó las bases de la bioquímica del crecimiento vegetal mostrando que está condicionado no sólo por elementos o compuestos orgánicos (por ejemplo el nitrógeno, el gas carbónico) sino también por compuestos inorgánicos (por ejemplo sales minerales), pudiendo ser proporcionados los primeros por la atmósfera (el aire o la lluvia) mientras que los segundos sólo pueden proceder de una descomposición química del suelo. En las primeras ediciones de la obra anterior, estableció dos leyes fundamentales que rigen este crecimiento. Una llamada ley del mínimo: un suelo debe contener una cantidad mínima de todos estos nutrientes, orgánicos e inorgánicos, para ser fértil. Y una llamada ley de restitución: es necesario, de una manera u otra, devolver al suelo estos nutrientes, que el crecimiento de los vegetales tiende a privarle, para que siga siendo fértil y los rendimientos sean duraderos; sin lo cual, su explotación sólo puede ser predadora, condenando al suelo al debilitamiento (Saito: 176-188).
Sobre esta base, en la cuarta edición de su obra maestra (1842), aquella sobre la que trabajó Marx a comienzos de los años 1850, Liebig daba a entender claramente que una agricultura racional, respetuosa de ciertos principios –la práctica del barbecho o de la rotación, en particular con la introducción del trébol, el uso de abonos naturales (cenizas, huesos, excrementos animales) destinados a restituir al suelo sus nutrientes inorgánicos a la espera de eventuales abonos artificiales capaces de sustituirlos, etc.– estaría en condiciones de mantener intacta la fertilidad de los suelos, incluso de hacerla crecer. Y aunque ya mencionaba el fenómeno de descenso de los rendimientos agrícolas en Europa, lo hacía para imputar la responsabilidad a la negligencia de los principios precedentes (Saito: 219-221).
En estas condiciones, el giro efectuado por Liebig en la séptima edición de Die Chemie…, que Marx conocerá entre 1863 et 1865, fue más que asombroso. Este giro le condujo a formular una especie de tercera ley, que se podría llamar ley del máximo por oposición a la ley del mínimo, que vuelve radicalmente la espalda a la vía preconizada apenas unos años antes. Explicaba en este caso que no se puede hacer crecer indefinidamente el rendimiento (la productividad) de un suelo en proporción a los aportes suplementarios de trabajo (drenaje, acondicionamiento del suelo, regadío, etc.), de agua, días de sol, calor, abonos, etc., que se le pueda asegurar; que existe un límite a este crecimiento, simplemente porque los nutrientes necesarios que puede proveer un suelo (un volumen determinado de éste) se encuentran ellos mismos en cantidad limitada, a causa, por ejemplo, de los límites de su desagregación química y, sobre todo, porque las plantas no son capaces de absorber, por medio de sus hojas o sus raíces, más que una cantidad limitada de estos nutrientes en un tiempo determinado (por ejemplo, una estación). Más allá de este límite, cualquier aportación suplementaria sólo podría, en el mejor de los casos, producir resultados positivos temporales que se pagarían al precio de un agotamiento ulterior del suelo, a causa del no respeto en definitiva de la ley de restitución (Saito: 230-239).
Marx se apropió en gran medida de las distintas leyes establecidas por Liebig, al menos en un primer momento. Las dos primeras le permitieron precisar y profundizar la noción de perturbación metabólica que, desde los Manuscritos de 1844, caracterizaba para él la producción capitalista. En la última sección del Capítulo XIII del Libro I de El Capital, denunciaba los efectos sociales y también ecológicos de la introducción del capital en la agricultura. Comenzando por el hecho de que al arruinar a los pequeños agricultores y, también, al disminuir el número (relativo) de obreros agrícolas, la agricultura capitalista despuebla los campos y amplifica las ciudades. De esta manera, perturba el ancestral metabolismo entre la humanidad y la naturaleza que permitía a la primera devolver a la segunda, en forma de desechos (detritus de sus actividades) y de residuos (sus propios excrementos y los de los animales de cría y de trabajo), lo que le tomaba como sustancias nutritivas por su práctica agrícola:
Con la preponderancia incesantemente creciente de la población urbana, acumulada en grandes centros por la producción capitalista, ésta por una parte acumula la fuerza motriz histórica de la sociedad, y por otra perturba el metabolismo entre el hombre y la tierra, esto es, el retorno al suelo de aquellos elementos constitutivos del mismo que han sido consumidos por el hombre bajo la forma de alimentos y vestimenta, retorno que es condición natural eterna de la fertilidad permanente del suelo[11].
En consecuencia, denunciaba la manera como esta agricultura, aunque en un primer tiempo aumentaba la productividad del trabajo agrícola, acababa por agotar el suelo y comprometer la fertilidad, perjudicando por tanto a esta misma productividad:
Y todo progreso de la agricultura capitalista no es sólo un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino a la vez en el arte de esquilmar el suelo; todo avance en el acrecentamiento de la fertilidad de éste durante un lapso dado, un avance en el agotamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad. Este proceso de destrucción es tanto más rápido, cuanto más tome un país — es el caso de los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo— a la gran industria como punto de partida y fundamento de su desarrollo[12].
Es la misma lógica predadora la que preside tanto la explotación de la fuerza de trabajo humano como la explotación del suelo, y en general de los recursos naturales, estas dos fuentes de toda riqueza social, estos dos factores fundamentales del metabolismo entre humanidad y naturaleza:
La producción capitalista, por consiguiente, no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando, al mismo tiempo, los dos manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador[13].
Marx denunciaba en la relación del capital con la tierra, la misma lógica mortífera que fustigó en el Capitulo VIII de ese mismo Libro, en la relación del capital con la fuerza de trabajo:
La producción capitalista, que en esencia es producción de plusvalor, absorción de plustrabajo, produce, por tanto, con la prolongación de la jornada laboral, no sólo la atrofia de la fuerza de trabajo humana, a la que despoja —en lo moral y en lo físico— de sus condiciones normales de desarrollo y actividad. Produce el agotamiento y muerte prematuros de la fuerza de trabajo misma. Prolonga, durante un lapso dado, el tiempo de producción del obrero, reduciéndole la duración de su vida[14].
En cuanto a la tercera ley de Liebig, convenció a Marx para adherirse a la tesis de los rendimientos agrícolas decrecientes. Ésta ya había sido formulada desde la segunda mitad del siglo XVIII por diferentes autores, en base a la observación de la evolución de la agricultura inglesa, y recogida sobre todo por David Ricardo dentro de su teoría de la renta de la tierra desarrollada en sus Principios de la economía política y del impuesto (1815). Según Ricardo, los rendimientos agrícolas sólo pueden decrecer, y por consiguiente los precios de mercado de los productos agrícolas aumentar, y con ellos la renta agrícola, por dos razones. Por una parte, conforme al desarrollo de la agricultura, para hacer frente al aumento de la demanda (ligada al aumento de la población), los productores agrícolas se ven obligados a recurrir a terrenos cada vez menos fértiles; por otra parte, el rendimiento de un mismo suelo nunca aumenta en proporción directa al aumento de capital (en definitiva, trabajo muerto y vivo) invertido en él para mejorar su productividad.
Hasta los Manuscritos de 1861-1863, Marx se había mostrado muy reticente, cuando no francamente hostil, a la adopción de la segunda parte de esta tesis (Saito: 165-176). A falta de un fundamento científico, para él no era más que una hipótesis, aún menos aceptable por hacer el juego a la teoría ricardiana de la renta de la tierra, y sobre todo a la de su enemigo jurado, Thomas Malthus y su ley de la población. Lo dejó entender claramente en una carta a Engels del 14 de agosto de 1851:
Pero cuanto más me sumerjo en esta porquería, más me convenzo de que la reforma de la agricultura e igualmente de esa basura de propiedad que se basa en ella, es el alfa y el omega de la futura revolución; Sin eso, el padre Malthus tendría razón. (Saito: 219).
Al contrario de la tesis de los rendimientos decrecientes, Marx expresaba claramente entonces su convicción de que una agricultura racional, basada en la propiedad colectiva del suelo y en la aplicación metódica de los resultados de la ciencia agronómica (recomendando el drenaje, la aireación y remoción del suelo, el riego, la rotación de cultivos, el uso de abonos naturales o artificiales, etc.), podía hacer esperar una mejora constante de los rendimientos agrícolas, incluso un crecimiento indefinido de la productividad del trabajo agrícola semejante a la del trabajador manufacturero. Y había intentado y conseguido alimentar su convicción en diferentes autores que había leído, entre ellos el propio Liebig (Saito: 209-224).
La lectura de la séptima edición de la obra maestra de Liebig le convenció para cambiar de posición, sacando de alguna manera las consecuencias del giro del propio Liebig. Marx adoptó en adelante la tesis de los rendimientos decrecientes, al poder basarse científicamente en las leyes fisiológicas del reino vegetal, que ni la mecánica ni la química pueden abolir y superar. Y desde entonces Marx la pudo integrar en su propia teoría de la renta de la tierra agrícola, haciendo de ella la base de la renta diferencial II.
De manera más general y más radical, la tercera ley de Liebig convenció a Marx de que existen límites absolutos a la modificación antropológica (técnica y científica) de la naturaleza, que los hombres no pueden franquear. Lo que implica romper con todo prometeísmo ingenuo: toda voluntad irreflexiva de dominación de la naturaleza, todo culto del crecimiento ciego de las fuerzas productivas, etc. Hay que renunciar así al proyecto de una dominación total y absoluta de la naturaleza, que sólo puede ser un fantasma, para reducirla a lo que es compatible con las leyes naturales y los límites que imponen a la humanidad.
Esto lo expresó claramente Marx en el pasaje de los manuscritos de 1863-1865, del que se sirvió Engels para editar su versión del Libro III de El Capital. En le, Marx afirmaba resueltamente la necesidad de una relación racional de la sociedad con la naturaleza a partir de la dialéctica de la necesidad y de la libertad, una relación que sólo podrá realizarse en el marco de una sociedad emancipada de las relaciones capitalistas de producción:
Así como el salvaje debe bregar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para conservar y reproducir su vida, también debe hacerlo el civilizado, y lo debe hacer en todas las formas de sociedad y bajo todos los modos de producción posibles. Con su desarrollo se amplía este reino de la necesidad natural, porque se amplían sus necesidades; pero al propio tiempo se amplían las fuerzas productivas que las satisfacen. La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego; que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. Pero éste siempre sigue siendo un reino de la necesidad. Allende el mismo empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica[15].
Mientras que bajo el régimen capitalista el metabolismo entre humanidad y naturaleza escapa al control de los productores (tanto capitalistas como asalariados) y los domina como un poder extraño, alienado y alienante a la vez, que a pesar de todo procede de sus propias actividades productivas, la tarea de los productores asociados que constituyen una sociedad comunista es regular consciente y racionalmente su metabolismo con la naturaleza, lo que implica gobernar su dominación de la naturaleza para hacerla compatible con los límites que le imponen la Tierra y su inseparable dependencia de ella. En el orden de sus relaciones con la naturaleza, la única libertad que pueden conquistar los hombres consiste en este dominio racional y en la reducción del tiempo de trabajo, hecho posible por los progresos de la productividad del trabajo, que constituirá su finalidad prioritaria.
Por decisivas que fueran las aportaciones de Liebig a Marx, éste quedaría satisfecho. El pasaje antes citado del Capítulo XIII del Libro I del Capital concluía con una nota en la que Marx rendía homenaje a Liebig a la vez que mantenía una cierta distancia crítica:
Haber analizado desde el punto de vista de las ciencias naturales el aspecto negativo de la agricultura moderna, es uno de los méritos imperecederos de Liebig. También sus aperçus [bosquejos] históricos, aunque no estén exentos de errores gruesos, muestran felices aciertos. Es de lamentar que lance al acaso afirmaciones como la siguiente: “Gracias a una pulverización más intensa y a las aradas más frecuentes, se promueve la circulación del aire dentro de las partes de tierra porosas y aumenta y se renueva la superficie del suelo expuesta a la acción del aire, pero es fácil de comprender que el mayor rendimiento del campo no puede ser proporcional al trabajo gastado en dicho campo, sino que aumenta en una proporción mucho menor”[16].
La continuación de la nota revela que lo que Marx criticaba no era tanto la tercera ley de Liebig como el aval científico concedido a John Stuart Mill, considerado como uno de los amigos de Liebig, aunque Marx enfilaba también a su bestia negra, Malthus, porque uno y otro no hacían sino repetir lo que muchos ilustres economistas ya habían enunciado antes que ellos. Pero la distancia crítica de Marx respecto a Liebig en el tema de los rendimientos decrecientes, y por tanto del agotamiento tendencial del suelo bajo los efectos de una agricultura intensiva, da a entender que en su opinión la cuestión no estaba definitivamente resuelta; y de ahí la persistente ambivalencia de su posición sobre este tema.
El posterior encuentro con Fraas
De hecho, apenas editado el primer Libro de El Capital, Marx quiso profundizar en todas estas cuestiones, en la perspectiva de recuperar su teoría de la renta de la tierra, que debía incluirse en el Libro III. Una carta de Marx a Engels fechada el 3 de enero de 1868 muestra además su interés por una serie de trabajos que cuestionaban las tesis de Liebig, como los de Carl Fraas (Saito: 263). Y en los meses siguientes Marx tuvo conocimiento de algunos de estos trabajos, en particular los de Friedrich Albert Lange, Julius Au y Carl Fraas; y aunque hizo poco caso de los dos primeros (Saito: 269-273), concedió en cambio una gran importancia al tercero, como lo explica Saito en el último capítulo de su obra.
Carl Fraas (1810-1875) era un botánico y agrónomo bávaro. Tras haber obtenido un doctorado en botánica en la universidad de Munich (1830), fue nombrado director de los jardines del Patio de Atenas (1835) y profesor de botánica en la universidad de esta ciudad al año siguiente. Profesor en la escuela central de agricultura de Schleissheim en Austria en 1842, fue finalmente nombrado profesor de agronomía en la universidad de Munich en 1847.
Entre las numerosas publicaciones de Fraas, Marx parece haber leído Klima und Pflanzenwelt in der Zeit (El clima y la vegetación a través de los tiempos) (1847), Geschichte der Landwirtschaft (Historia de la agricultura) (1852) y Die Natur der Landwirtschaft (La naturaleza de la agricultura) (1857) durante el invierno de 1868, a juzgar por sus cuadernos de lecturas de esa época (Saito: 273). Su biblioteca tenía también ejemplares de la Historisch-encyklopädischer Grundriss der Landwirthschaftslehre (Compendio histórico-enciclopédico de agronomía) (1848) y Das Wurzelleben der Cultur-pflanzen (La vida de las raíces de las plantas cultivadas) (1872), lo que demuestra que Marx continuaba interesado en Fraas más allá de 1868 (Saito: 274). En cambio, al contrario de lo que Saito deja entender (2021: 276), no parece que Marx haya conocido Die Ackerbaukrisen und ihre Heilmittel (Las crisis agrícolas y su remedio) (1866): no menciona ningún apunte en sus cuadernos ni la presencia en su biblioteca.
De hecho, sólo se conoce una referencia de Marx sobre Fraas, en una carta dirigida a Engels fechada el 25 de marzo de 1868. Se refería precisamente a El clima y la flora en el tiempo… y esto es lo que decía en sustancia:
[Fraas] Pretende que con el cultivo del suelo y según su nivel, la “humedad” tan apreciada por los campesinos se pierde (esa sería la razón de que los vegetales emigren del sur hacia el norte) y que, finalmente, se forman las estepas. El efecto primero del cultivo sería útil, pero terminaría por ser devastador, por efecto de la tala de los bosques, etc. (…) El resultado es que el cultivo, si progresa naturalmente, sin ser dominado conscientemente (como ciudadano, no llega naturalmente hasta ese extremo), deja tras de sí desiertos: Persia, Mesopotamia, Grecia, etc. (…) Y ya tenemos inconscientemente, otra vez la tendencia socialista (…) Hace falta ver más de cerca los últimos desarrollos sobre la agricultura. La escuela de los físicos hace frente a la escuela de los químicos» (Saito: 274).
Estas pocas notas demuestran que Marx comprendió rápidamente el nudo gordiano de la problemática de Fraas, las relaciones entre vegetación y clima, como indica además el título de la obra a que se refiere. En concreto, señala dos de sus principales tesis sobre este tema.
En primer lugar, para Fraas, el clima juega el papel principal en el desarrollo de la vegetación y, en consecuencia, de la agricultura. Propone un enfoque físico (o atmosférico) de los problemas relativos al crecimiento de los vegetales, poniendo el acento en la importancia de factores como el calor y la humedad, las precipitaciones y la escorrentía, las sequías, el viento, etc., por oposición al enfoque químico (o pedológico) desarrollado tanto por Liebig (defendiendo los nutrientes inorgánicos como factor decisivo) como por sus adversarios (dando el papel principal a los nutrientes orgánicos, ante todo el nitrógeno).
En segundo lugar, y a la inversa, según Fraas, la agricultura está en condiciones de cambiar el clima y de ordinario lo hace, en el sentido de su evolución hacia lo seco y el calor (sobre todo por efecto de la deforestación a la que procede), lo que no deja de repercutir sobre la vegetación, favoreciendo el desarrollo de las estepas, y de degradar por consiguiente las condiciones de desarrollo de la propia agricultura. Fraas se suma aquí a la tesis de Liebig, pero relacionando esta degradación tendencial no con un agotamiento de los suelos (a causa del no respeto de la ley de restitución y de los límites de la aportación compensatoria de los abonos artificiales), sino con una transformación del clima, que opera bajo los efectos del desarrollo de la propia agricultura o de forma natural.
Estudiando de cerca los cuadernos de notas y sus anotaciones marginales, Saito llega a precisar lo que más interesó a Marx de los trabajos y resultados de Fraas en lo que se refiere a la agronomía.
•Marx señala con interés que, según Fraas, el suelo puede regenerarse espontáneamente y mantener su fertilidad, sin aporte exterior (sin abonos) o con un mínimo de aportes, bajo climas cálidos y húmedos (por ejemplo en zona tropical o subtropical) porque las rocas que constituyen el suelo se desagregan más fácilmente (Saito: 278). Los abonos sólo son en definitiva sucedáneos climáticos: palían la ausencia de condiciones climáticas favorables. Cuando las plantas son cultivadas en las condiciones climática más favorables, resultan inútiles. No hay por tanto fatalidad en el agotamiento de los suelos bajo el efecto de la agricultura, como lo pensaba Liebig. Por ejemplo:
Los cereales son por tanto, en función del grado de exigencia que tienen respecto de la mansedumbre del clima, plantas que agotan el suelo en la zona fría templada, sobre todo el maíz, la doura, el trigo, la cebada, el centeno, la avena, menos las leguminosas y el alforfón, para nada las diferentes especies de trébol, nuestras hierbas, los espárragos, etc. En la zona cálida templada, los cereales y las leguminosas no agotan el suelo, a excepción del maíz, el arroz y el sorgo, pero apenas el tabaco, que ya se suele cultivar sin abonos» (Saito, 2021: 279-280).
•Lo que hace pensar que el metabolismo natural (los intercambios internos en la naturaleza, independientemente de cualquier intervención humana) está en condiciones de arreglar por sí mismo el problema del agotamiento de los suelos y, por consiguiente, el descenso de los rendimientos. Dicho de otra manera, según Fraas, habría una agricultura duradera posible sin intervención humana, dejando que la la naturaleza trabajase sola, a condición de operar en las condiciones requeridas para su crecimiento por el vegetal cultivado. Así:
conocemos países de antigua civilización, como Grecia o el Asia menor, que continúan obteniendo en sus campos sin ningún abono cosechas apreciables, aunque con abonos todavía lo serían más, como ya ocurre en algunos sitios con el riego (…) la fertilidad de los campos entre los chinos, que reemplazan los componentes que han tomado (lo que sólo puede ser cierto si no exportan los productos del suelo sin importar equivalentes), ha aumentado constantemente conforme crece la población (Saito: 280-281).
•Entre los elementos del metabolismo natural que son susceptibles de poner remedio al agotamiento de los suelos, Fraas menciona sobre todo los aluviones (limos, arenas, gravas, guijarros, etc.) aportados por los cursos de agua en sus corrientes y sus crecidas, que permiten reconstituir y mantener la composición mineral de los suelos cultivados. Razón por la cual las llanuras aluviales, los estuarios y los deltas son particularmente fértiles. Lo que lleva a Fraas a preconizar el recurso a una aportación artificial de aluviones, por medio de toda una infraestructura de depósitos y de canales de riego, poniendo así a contribuir un procedimiento natural de regeneración de los suelos. Una temática ya presente en Natur der Landwirtschaft, señalada por Marx, y sobre la cual Fraas volverá con insistencia en Die Ackerbaukrisen und ihre Heilmittel haciendo de ella el argumento central de su polémica contra Liebig. En suma, para remediar el agotamiento tendencial de los suelos provocado por su cultivo en condiciones climáticas menos favorables, Fraas propone una especie de cooperación entre la humanidad y la naturaleza, en suma «una agricultura de regeneración natural» siguiendo un camino abierto por la propia naturaleza, lo que suscita la atención de Marx (Saito: 284-288). Ya que, de esta manera, se puede esperar escapar a la fatalidad del agotamiento de los suelos y, por tanto, de los rendimientos decrecientes, y alejar así definitivamente el espectro de Malthus.
•Por último, Marx anotó o subrayó muchos pasajes de Klima und Planzenwelt… en los cuales Fraas destaca la importancia de la deforestación (consecutivo a la extensión del cultivo del suelo pero también inevitable en tanto que la madera ha sido a la vez el combustible casi único y uno de los principales materiales a disposición del artesanado y de la proto-industria en las sociedades precapitalistas) como factor de modificación del clima y de degradación consiguiente de las condiciones de la agricultura, explicando así la regresión de la civilización ocurrida en Mesopotamia, Palestina, Egipto y Grecia (Saito: 293-298).
Por ahora, a la espera de su publicación, es imposible saber lo que Marx hizo finalmente de las aportaciones de Fraas a la ciencia agronómica en sus manuscritos posteriores, más allá del hecho de que éstas le incitaron a ampliar y profundizar sus estudios sobre todas estas cuestiones. Sería atrevido, y en parte también vano, especular sobre lo que habría podido hacer si hubiera dispuesto de tiempo para acabar la redacción de todo El Capital.
Sin embargo, se puede suponer que Marx habría mantenido la lección general de Fraas; a saber, que por su acción sobre la vegetación, la agricultura y, más en general, la industria humana pueden provocar importantes modificaciones del clima, susceptibles de reaccionar negativamente sobre sus propias condiciones de producción y, aún más ampliamente, sobre las condiciones del desarrollo humano. Marx habría identificado entonces las modificaciones climáticas que el trabajo humano puede provocar, hasta el punto de perjudicar a la humanidad, como una nueva forma de la perturbación metabólica a añadir a la constituida por el agotamiento de los suelos bajo el efecto de su cultivo intensivo irreflexivo. No es necesario señalar hasta qué punto es de actualidad esta enseñanza de Fraas, en el contexto del recalentamiento climático que conocemos.
Marx habría concluido también que la acción del hombre sobre la vegetación (en particular la deforestación) debe ser llevada con prudencia y reflexión en cuanto a sus consecuencias. Pero, en este mismo orden de ideas, Marx habría mantenido también, sin duda, la idea de Fraas de que la solución de los problemas agronómicos (por ejemplo, para asegurar la permanencia de la fertilidad natural de los suelos, incluso para mejorarla) y, en general ecológicos, se puede y se debe buscar sin forzar la naturaleza (radicalizando una relación puramente instrumental con ella), sino cooperando con ella: se trata más bien de trabajar con la naturaleza y no contra ella[17]. Porque, en definitiva, siempre se trabaja en la naturaleza cuando se trabaja sobre ella, siendo dependiente de ella y sufriendo las eventuales consecuencias, inesperadas y nefastas, de las modificaciones que le aporta el trabajo humano, sencillamente porque la humanidad hace y sigue siendo parte integrante de la naturaleza, que es su «cuerpo no-orgánico».
Tal vez en este sentido, en la antes citada carta a Engels pudo Marx señalar una «tendencia socialista inconsciente» en Fraas. Este habría indicado, implícitamente, la vía a seguir para una agricultura racional, conducida de manera que pudiera controlar sus efectos ecológicos a partir del conocimiento científico. Habría comprendido lo que, según Marx, debe proponerse conscientemente el socialismo, en la línea de la cita anterior del Libro III de El Capital: el dominio (o regulación) del metabolismo entre la humanidad y la naturaleza por medio del trabajo social, sobre la base de la propiedad colectiva del suelo y de la asociación de los productores, actuando de manera reflexiva (esto es, a la vez prudente e instruida por la ciencia) sobre y en la naturaleza según un plan concertado.
Marx más allá de Marx[18]
La enseñanza general que se puede extraer de la obra de Kohei Saito puede resumirse en esta frase, entendida en un doble sentido. En primer lugar, al igual que Negri con los Grundrisse, Saito confirma una vez más que el estudio de los trabajos inéditos de Marx nos hace descubrir sin cesar nuevos aspectos de su pensamiento, con la diferencia de que el segundo abarca una secuencia mucho más extensa que el primero y que pone su atención en una dimensión de las preocupaciones marxianas que todavía era desconocida para Negri. Y sobre todo, Saito nos hace comprender una razón, simple: Marx no deja de pensar, es decir, de desarrollar y de profundizar sus logros anteriores, mantenidos por él siempre como provisionales, confrontándolos a nuevos terrenos, nuevos problemas, nuevos autores, matizándolos, rectificándolos, cuestionándolos en parte, incluso abandonándolos, abriendo de paso nuevas vías de investigación, trazando nuevas perspectivas, planteando nuevas cuestiones o retomando antiguas con nuevas energías, etc. Aunque no siempre se encuentra completamente a Marx allí donde se creía poder hacerlo, a partir de lo que ya se sabe de él o, más exactamente, de lo que se cree saber de él.
Siguiendo el mismo orden de ideas, aunque más en lo fundamental, Saito confirma que la publicación del conjunto de escritos de Marx (y de Engels) emprendido en el marco de MEGA 2 nos va a autorizar, esperemos que de manera definitiva, a desembarazarnos de esa imagen de Marx a la vez doctrinaria (reducida a un abc) y estatuaria (como gran comendador del templo), imagen forjada y propagada desde hace décadas en y por las organizaciones que han dominado el movimiento obrero. A la inversa, permitirá, por fin, percibir a un Marx vivo, constantemente curioso de todo, más preocupado de plantearse nuevas cuestiones que de repetir las antiguas respuestas, pero incapaz también a veces de llegar hasta el final de sus proyectos, comenzando por su crítica de la economía política que dejaría finalmente inacabada, con gran perjuicio para su amigo Engels que, impacientemente, no dejó de apremiarle en vano para que lo terminase.
En segundo lugar, tratándose precisamente de la temática y problemática ecológicas, que es el objeto de su obra, no sólo es posible sino también necesario superar las adquisiciones marxianas sobre el tema, por lo menos tal como las conocemos por ahora, aunque sirviéndonos para ello de algunos desarrollos del propio Marx. En suma: empujar a Marx más allá de Marx sirviéndose de Marx. En efecto, como ha mostrado Saito, de 1844 a 1868, Marx no dejó de desarrollar y profundizar la idea de que el capital se vuelve culpable de una perturbación del metabolismo entre la humanidad y la naturaleza, por el hecho de romper la unidad inmediata entre ellas que mantenían las relaciones precapitalistas de producción. Su confrontación con los trabajos de Liebig y de Fraas le llevó, en esta perspectiva, a poner el acento tanto en el carácter depredador de la agricultura capitalista, que tiende a agotar los suelos, como sobre el cambio climático con que amenazan arrastrar sus desconsideradas prácticas de deforestación; dos diagnósticos que los desarrollos más recientes, siglo y medio más tarde, están lejos de haber sido desmentidos… Pero, si se quiere desarrollar y profundizar más la idea de perturbación metabólica engendrada por el capital, hay que comprender el análisis que desarrolla Marx sobre la forma valor en la que el capital aprisiona el proceso social de producción, partiendo el metabolismo entre la humanidad y la naturaleza, remodelándolo profundamente para someterlo a las exigencias de la reproducción ampliada continua del valor, o dicho de otra manera de la acumulación del capital.
Es lo que da a entender Saito en varias ocasiones hacia el final de su obra, cuando afirma que en el horizonte de las palabras de Marx se perfila una contradicción fundamental entre el capital y la naturaleza. Así:
Lo importante en la contribución científica de Marx a los actuales debates ecológicos es su demostración, llevada a cabo a partir de las determinaciones fundamentales de la sociedad mercantil, de que el valor como mediación del carácter transhistórico entre la humanidad y la naturaleza, es incapaz de satisfacer las condiciones materiales de una producción sostenible (p. 314).
O también:
Para iluminar la tensión entre capital y naturaleza, Marx expone la teoría del valor específicamente en un contexto que la liga al problema de la perturbación del metabolismo entre humanidad y naturaleza (p. 316).
Pero Saito no precisa, en mi opinión, el punto exacto de articulación entre la teoría marxista del valor y la problemática ecológica, a partir del cual conviene explorar metódicamente esta contradicción entre el capital, valor en proceso, y la naturaleza. Ahora bien, este punto está presente en el enfoque del propio Marx: es el análisis que lleva de la apropiación del proceso de trabajo por el capital, dominado por el imperativo de someterlo a las exigencias del proceso de valorización, atacando con ello a los dos factores fundamentales del proceso de trabajo que son precisamente la fuerza humana de trabajo y la naturaleza en tanto que objeto general del trabajo humano. Este análisis que ocupa las secciones III y IV del Libro I de El Capital, del que se han extraído los pasajes antes citados, y que Marx habría prolongado, sin duda, en el Libro II (sobre todo cuando analiza en la sección II la necesidad imperiosa para el capital de acelerar su rotación, reduciendo tanto como sea posible el período de producción) así como en el Libro III (en particular en la sección dedicada a la renta de la tierra). El propio Saito lo señala, pero sin sacar de ello todo el partido posible:
(…) se encuentran en los manuscritos que nos han llegado otros signos que prueban que Marx proyectaba desarrollar diversas manifestaciones de tensión entre la lógica formal del capital y las propiedades materiales de la naturaleza, tanto a propósito de la rotación del capital en el segundo libro, como a propósito de la renta de la tierra en el tercero» (p. 259).
Por tanto, si nos proponemos desarrollar y profundizar la idea marxista de una perturbación estructural por el capital del metabolismo entre el hombre y la naturaleza, tendremos que partir de un análisis de la apropiación capitalista del proceso de trabajo en tanto que es también, en lo fundamental, apropiación capitalista de la naturaleza, es decir transformación de la naturaleza para conformarla a las exigencias fundamentales del capital como valor en proceso[19]. Y ello, mientras se puedan transgredir los límites que la naturaleza, en el marco del planeta Tierra, fija al metabolismo entre la humanidad y ella, teniendo como consecuencia final la actual catástrofe ecológica.
Notas
[1] Cf. por ejemplo Alfred Schmidt, Le concept de nature chez Marx, traducción francesa, Presses universitaires de France, 1994 (edición original: 1974); Hans Immler, «Vergiss Marx, entdecke Schelling» dans Hans Immler et Wolfdietrich Schmied-Kowarzig (sld), Marx und die Naturfrage, Kassel University Press, Kassel, 2011; Serge Audier, La société écologique et ses ennemis : pour une histoire alternative de l’émancipation, París, La Découverte, 2017.
[2] En esta orientación se sitúan sobre todo Paul Burkett, Marx and Nature: A Red and Green Perspective, 2ª edición, Haymarket Books, Chicago, 2014 (1ªedición 1999); John Bellamy Foster, Marx’s Ecology. Materialism and Nature, Monthly Review Press, New York, 2001; Henri Pena-Ruiz, Karl Marx : penseur de l’écologie, París, Éditions du Seuil, 2018.
[3] Kohei Saito, La nature contre le capital. L’écologie de Marx dans sa critique inachevée du capital, traducido del alemán por Gérard Billy, Syllepse, Page 2, M Éditeur, París, Lausanne, Montréal, 2021. En lo que sigue, se menciona la obra de Saito.
[4] MEGA: acrónimo de Marx-Engels-Gesamtausgabe, Edición completa de las obras de Marx y Engels. En 1927 se inició un primer intento de edición, MEGA 1, por David Riazanov, director del Instituto Marx-Engels de Moscú, que, al igual que el propio Riazanov, sería víctima de la dictadura estalinista,quedando interrumpida a final de los años 1930. El proyecto de una MEGA 2 fue lanzado a final de los años 1960 a iniciativa de los Institutos de marxismo-leninismo vinculados a los comités centrales del Partido Comunista de la Unión Soviética y del Partido Socialista Unificado de Alemania entonces en el poder en la República Democrática Alemana (la llamada Alemania del Este). Interrumpido un tiempo por la caída del muro de Berlín y el hundimiento de la URSS, el proyecto fue recuperado y proseguido desde 1990 por la Internationale Marx-Engels Stiftung (IMES: Fundación internacional Marx-Engels) situada en Amsterdam. La publicación se subdivide en cuatro secciones. La sección I comprende la totalidad de los escritos conservados de Marx y Engels, publicados o no en vida, excepto el conjunto de manuscritos y publicaciones que prepararon y acompañaron la edición del Capital. Este conjunto es el objeto de la sección II. La sección III está formada por la correspondencia de Marx y Engels, entre sí o con terceros. Finalmente, una cuarta sección reúne el conjunto de cuadernos y notas de lectura de Marx y Engels, así como las anotaciones escritas al margen en las obras que leyeron y que nos han llegado. El conjunto se extenderá a 115 tomos, algunos de ellos subdivididos en varios volúmenes. También en Francia está en marcha una Gran Edición Marx-Engels (GEME): https://geme.hypotheses.org/
[5] Manuscrits de 1844. Économie politique et philosophie, traducción de Emile Bottigelli, Éditions Sociales, París, 1969, p. 62.
[6] Id., pp. 63-64.
[7] La cita en cuestión se encuentra en las páginas 50-52 de la traducción de Editions Sociales.
[8] El término es difícil de traducir en todos sus matices. Bottigelli lo traduce por sentimental (p. 51); Billy por calmado, apacible, distendido, familiar (Saito: pp. 33, 37, 40). Según el contexto, podría traducirse incluso por paternalista.
[9] Elementos fundamentales de la crítica de la economía política (Grundrisse), Siglo XXI, 2007, p. 449.
[10] En mi opinión, Saito comete un ligero error al situar la redacción de estos manuscritos en 1865-1866 (p. 172). En efecto, en una carta dirigida a Engels fechada el 31 de julio, Marx le confiaba: “En lo que se refiere a mi trabajo, te voy a decir claramente lo que hay. Quedan tres capítulos por escribir para terminar la parte teórica (los tres primeros libros). Después habrá un cuarto libro, dedicado a la historia y a las fuentes, que para mí será la parte relativamente más fácil, puesto que todas las cuestiones estarán resueltas en los tres primeros libros; este último será por tanto una repetición bajo una forma histórica” (Lettres sur le Capital, Editions Sociales, París, 1964, p. 148). Se trata por tanto de la redacción de una versión primitiva del conjunto del Capital en cuatro libros, tal como Marx lo concebía entonces. Y el 13 de febrero de 1866 dirigió una nueva carta a Engels para anunciarle la terminación de esta redacción: «En cuanto a este sagrado libro, estoy en ello. A final de diciembre estaba acabado. La exposición sobre la renta de la tierra, el penúltimo capítulo, constituye casi, en su actual redacción, un libro por sí solo» (Id.: p. 151). En las siguientes semanas Marx debía dedicarse a la redacción de la primera edición alemana del Libro I de El Capital que aparecería en otoño de 1867.
[11] El Capital, T. I vol. 2, Siglo XXI, 2009, p. 611.
[12] Id., p. 612.
[13] Id., p. 613.
[14] Id., vol I p. 320.
[15] El Capital, T 3, vol. 8, Siglo XXI, 2009, p. 1045.
[16] Para un esbozo de este enfoque, ver «El vampirismo del capital», disponible en, https://vientosur.info/el-vampirismo-del-capital-i/
[17] Más exactamente, no se puede trabajar contra ella sin trabajar con ella. Éste es el sentido fundamental de la famosa frase de Francis Bacon: «Natura non nisi parendo vincitur», sólo se vence (domina) la naturaleza obedeciéndola (Novum Organum [I, 124], 1620).
[18] Utilizo aquí, cambiándolo en parte, el título de la obra de Antonio (Toni) Negri, Marx au-delà de Marx, Christian Bourgeois, Paris, 1979, que es un largo comentario personal de los Grundrisse.
[19] Para un esbozo de este enfoque, cf. «El vampirismo del capital», disponible en https://vientosur.info/el-vampirismo-del-capital-i/ , y https://vientosur.info/el-vampirismo-del-capital-el-angulo-muerto-del-analisis-marxiano-ii/