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Afganistán, el tigre en su laberinto

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Sebastián González

Ediciones Barbarroja

Chile, agosto, 2021

La debacle del imperialismo y de la gran potencia estadounidense en Afganistán, tras retirarse del país después 20 años de intervención militar, dejando un país en el absoluto caos, con miles de personas huyendo desesperadas, cayéndose de aviones en marcha, es el símbolo de una derrota que no sorprende en su resultado, pero que nos impacta con la crudeza de un pueblo dejado a merced de grupos fanáticos, violentos y profundamente intolerantes que EE.UU primero armó y luego prometió derrocar, que hoy retoman el poder perdido en el año 2001, esta vez en tiempo récord, el gobierno Afgano apenas pudo sostenerse 7 días sin el apoyo imperialista antes de dimitir y salir huyendo ante la ofensiva de los Talibanes.

¿Qué ganó el gobierno de EE. UU después de 20 años de guerra e intervención tras esta estrepitosa salida del país asiático? A simple vista pareciera ser una total derrota, más de 2.500 soldados de EE. UU. han muerto y más de 20.000 resultaron heridos, además de 450 bajas británicas y cientos más de otras nacionalidades. Pero son los afganos y afganas los que se han llevado la peor parte, con más de 60.000 miembros de sus fuerzas de seguridad muertas y casi el doble de víctimas civiles. Sin embargo, para el gobierno yankee, no todo fue pérdidas.

Los estadounidenses han invertido miles de millones de dólares desde la intervención soviética en el país. Ya en los años 80 la CIA había invertido 3.200 millones de dólares en preparar y armar a los muyahidines (combatientes musulmanes, en su más amplio significado), transformándose hasta ese momento en su operación encubierta más costosa hasta la fecha. Con tal de contener y neutralizar el avance de los soviéticos en esa zona de Asia. Entre algunas de las medidas, se encuentra la instalación de armerías en territorio pakistaní, con la complicidad de este gobierno (EE. UU suele tercerizar en otros países sus operaciones ilegales), donde se fabricaban imitaciones de armas soviéticas que iban a parar a manos de guerrillas y mercenarios afganos, para decir que eran armas recuperadas y no armamento externo. Los afganos pagaban en opio la compra de estas armas (el negocio del opio para fabricación de heroína será clave para comprender la extensión del conflicto).

En esos años para la prensa estadounidense, los muyahidines eran presentados como combatientes patriotas que luchaban contra el comunismo, lo cierto es que representaban a grupos tribales, en muchos casos enemistados entre sí, profundamente reaccionarios e intolerantes, combatían la influencia occidental en su conjunto, y no sólo desde la órbita socialista, principalmente en temas de libertades civiles e igualdad de género, lo que era contrario a su interpretación ortodoxa del Corán. Tras la salida de la URSS y caída del gobierno afgano, a principios de la década del 90, el país quedó sumido en el caos y en una guerra civil entre Muyahidines, destacando entre estos grupos al movimiento Talibán, quienes contaban con apoyo de Pakistán y de forma indirecta de Arabia Saudí a través de un aliado con redes internacionales; Al Qaeda. Lo que les permitió recibir apoyo y combatientes internacionales haciéndose con el control del 90% del país, convirtiéndolo en territorio seguro para instalar bases y preparar operaciones para organizaciones yihadistas de todo el mundo, sirvió como posibilidad real de instalar un gobierno basado en la Sharia y lecturas ortodoxas del Corán, alentando a otros grupos alrededor del mundo de luchar por la Yihad. Esto hasta la intervención estadounidense en el 2001. Esto último en teoría. Pues la mayoría de los Talibanes huyeron a Pakistán después de la guerra, donde instalaron bases guerrilleras en zonas montañosas y ninguno de sus grandes líderes fue detenido. Mientras que Al Qaeda construía bases internacionales, lo que les permitiría más tarde trasladarse y apoyar a Yihadistas en las guerras de Libia, Irak y Siria, países donde aprovecharon el vacío de poder y el apoyo indirecto (o no tanto) de EE. UU y la OTAN, cuando combatieron estos gobiernos.

Parece extraño que siendo la guerra de Afganistán la guerra más costosa de la historia estadounidense, llegando a los 2.300 billones de dólares en gastos de contribuciones, los resultados políticos y militares sean casi nulos. Esto quizás porque la guerra contra el Talibán fue más bien la excusa y no un fin. Prácticamente más de la mitad de los recursos destinados de parte del gobierno norteamericano fueron a parar a la mantención de la enorme maquinaria militar desplegada. Un gran negocio de parte de la industria militar, una de las más importantes para la economía norteamericana. No sólo destina recursos y abastecía a su ejército, también a la OTAN, al ejército afgano y de forma indirecta a distintos grupos armados que combatían a los Talibanes, además de los ejércitos mercenarios privados contratados por empresas norteamericanas, como se ve, la guerra de Afganistán fue un gran impulso para la economía yankee, fuertemente dependiente de la guerra para mover su industria. No es de extrañar que a su salida haya dejado atrás blindados y armamento que fue rápidamente recuperado por los talibanes, parte de las “pérdidas esperables”, desde una lógica empresarial, como también lo hicieron al dejar armas “abandonadas” en Irak ante la ofensiva del “Estado Islámico” durante el último conflicto. Mantener viva la guerra sin importar el precio parece ser una política norteamericana permanente de doble moral.

Siendo los EE.UU los principales defensores y paladines de la libertad del mercado, así como de la instalación y desarrollo de negocios ilegales encubiertos a través de sus departamentos de inteligencia como la CIA (ya mencionamos el tráfico de armas ilegales a Afganistán) y la DEA en el caso del tráfico de drogas, esta última cobra mayor importancia, pues mientras dice luchar contra el tráfico de drogas, los datos muestran lo contrario, desde la intervención norteamericana cuando arma a las guerrillas muyahidines contra la URSS, el tráfico de opio hacia territorio Pakistaní se fue incrementando de forma considerable, pasando de ser una actividad marginal de grupos de traficantes, a ser el principal negocio de financiamiento tanto para los Talibanes, como para el gobierno Afgano que siguió cobrando impuestos de hasta 20% a sus cultivadores. Contradictoriamente a lo que podría pensarse, el cultivo de opio en el 2001, año de la invasión yankee, el cultivo de amapolas cubría unas 74.000 hectáreas, cifras entregadas 15 años después de la invasión dan cuenta de un aumento a unas 328.000 hectáreas dedicadas a esta producción. La heroína ya se produce en laboratorios dentro de Afganistán y se estima que el 60% de la heroína consumida en EE. UU y Europa proviene de los cultivos de amapola afganos (EE. UU a menudo bombardeaba estos laboratorios, aunque muchos afganos informaban que estos bombardeos de alta precisión caían sobre simples chozas). Transformándose en el principal país productor de esta droga, todo desde la intervención norteamericana y en las narices de su ejército. Aportando aún más en la descomposición y corrupción de la sociedad afgana. No es tan curioso si vemos la relación de EE. UU y su lucha contra la cocaína en Colombia o México, lejos de acabar su producción pareciera que su esfuerzo va más por el control que a la eliminación del tráfico. Si el dinero de este tráfico estuviera en Afganistán estaríamos frente a un país de multimillonarios, lo que no es así, y a pesar de que se estima que más de la mitad del financiamiento recibido por los talibanes viene del opio, lo cierto es que tanto EE. UU como la OTAN se han hecho parte de este negocio millonario, de una u otra forma.

Al igual que ocurre con la cocaína, el principal consumidor de heroína es Estados Unidos. A pesar de los esfuerzos del gobierno por eliminar el consumo de heroína la cual había reducido a más de la mitad su población drogadicta, desde la aparición de la heroína afgana, mayor cantidad circulando, facilidad de conseguir y menor precio ha hecho que la población drogadicta en EE. UU se haya multiplicado en la última década. De esta manera los muertos relacionados a la heroína se multiplican en suelo norteamericano, ya en el año 2017 el abuso de drogas en EE. UU era considerado un problema de emergencia nacional, el pueblo estadounidense sufre las consecuencias indirectas de la guerra y paga sus costos en vida, en su propio suelo, sin entender realmente lo que sucede en Afganistán. Pues en la guerra de rapiña imperialista, sólo ganan los grandes capitalistas y el precio lo pagan siempre los pueblos. El tigre de papel buscará un nuevo pueblo que devorar, aunque le sangren las entrañas, la ambición de sus oscuras corporaciones e industria de guerra es insaciable.

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