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Los comunistas en el centro de la política chilena

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Jacobin

CLAUDIO AGUAYO

Tras las elecciones de mayo, el Partido Comunista chileno ha regresado con fuerza al centro de la vida política. Para aprovechar la oportunidad histórica, debe hacer un balance de sus aciertos y errores en las últimas décadas.

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Durante décadas, la izquierda chilena representó un porcentaje exiguo del electorado. Considerada como «testimonial» por su incapacidad para escoger cargos de representación popular, quedó reducida a porcentajes que nunca alcanzaron las dos cifras, convirtiéndose paulatinamente en un eje de contención de la derecha neoliberal.

La consigna «detener a la derecha de la derecha» tenía anclajes no solo políticos, sino también psicológicos en las masas chilenas y, sobre todo, en su franja popular-izquierdista. El Partido Comunista de Chile, con un origen arraigado en el proletariado minero y los barrios obreros de Santiago, todavía pudo, durante más de 30 años, ser esa estructura política definitoria para impedir que los gobiernos de derecha llegasen al poder. Votando muchas veces por un centro neoliberal ambiguo y descafeinado, los comunistas chilenos esperaban impedir el retorno de una violencia traumática asociada con la oligarquía fascista-neoliberal de Chile, cuyo signo principal es un anticomunismo delirante.

Durante la prueba de fuego de los años 90, los comunistas intentaron, de diversos modos, reconstituir una alianza de izquierda amplia al mismo tiempo que disputaban incesantemente las viejas estructuras de organización sindical y social de la clase obrera chilena y las capas profesionales precarizadas —centrales de trabajadores, colegios gremiales, juntas de vecinos y sindicatos— y los cargos de representación popular. Siempre comprometidos con una estrategia de confrontación radical con el neoliberalismo, condujeron la creación del primer «Podemos chileno», que puede considerarse el último intento cabal del comunismo criollo por estructurar una fuerza de izquierda alternativa, anticapitalista, con capacidad electoral y de movilización social antes de la insurrección popular de 2019.

Esta alianza electoral, cuyo eje central era la unidad entre los comunistas y el Partido Humanista, no consiguió los resultados esperados. No pudo romper el sistema electoral binominal y no obtuvo ningún cargo de representación parlamentaria pese a representar una porción importante del electorado (cercano al 8%). 

Con el llamado directo a votar por la candidatura de Michelle Bachelet en el año 2005, el «Juntos Podemos» se desintegró y el PC inició una política de acumulación doble: por un lado, en el seno de la institucionalidad neoliberal, intentando romper el «candado» del binominalismo, replegándose de las anteriores experiencias de frentes de izquierda radicales. Por otro lado, emprendió una creciente actividad de masas que lo llevó a conducir la mayoría de las federaciones estudiantiles agrupadas en la Confech —que estuvieron a la cabeza de las grandes protestas nacionales del año 2011— y las organizaciones radicales de trabajadores, como la Central de Trabajadores del Cobre, que condujo la violenta huelga de 2007 de los trabajadores subcontratistas.

Al incorporarse al gobierno de Michelle Bachelet, el Partido Comunista deja, en el fondo, lo que podría considerarse una casilla vacía en el panorama político-institucional chileno. El surgimiento del Frente Amplio, producto de la unidad de una serie de fuerzas fundamentalmente estudiantiles surgidas al alero del 2011 chileno, vino de hecho a ocupar un lugar de oposición crítica a los gobiernos del centro neoliberal y a convertirse en expresión programática, simbólica y mediática de una forma de antineoliberalismo inveterada durante décadas en las clases medias empobrecidas y los nuevos profesionales jóvenes sin acceso a la estabilidad laboral.

Sin miedo a exagerar, podemos decir que el ingreso al gobierno de la Nueva Mayoría —nombre que intenta reciclar la vieja «Concertación de Partidos por la Democracia»— por parte de los comunistas chilenos significó una recomposición del panorama y la coyuntura política en términos de clases. El Frente Amplio no solo debía confrontar y cuestionar a una coalición neoliberal con algunas intenciones transformadoras posibilitadas por la irrupción de masas de agosto de 2011 (y, evidentemente, también por la presencia del PC en el gobierno, como un partido de izquierda disputando al interior de la coalición), sino también lidiar con una organización obrera que ha sido, durante casi un siglo, el referente más importante de la izquierda chilena: antes, durante y después de la Unidad Popular (1970-1973), y luego conformando la organización paramilitar de izquierda más poderosa de la historia de Chile, el FPMR (1980-1986).

Finalmente, los comunistas quedaron aislados por las fuerzas neoliberales al interior del gobierno de Bachelet. Reducidos a unos cuantos ministerios y agotados en las tareas burocráticas del Estado, tuvieron la posibilidad, sin embargo, de fortalecer algunos gobiernos locales, como el de Recoleta (de donde surge la figura central del alcalde Daniel Jadue). Esto implicó no solo algunas mermas electorales, sino también una fuerte sensación de desafección: la «burocratización» de la izquierda ya estaba consumada.

El giro a la izquierda

La insurrección de 2019 conmovió profundamente esta realidad social burocratizada y disociada. Compuso un escenario de irrupción de las masas que no estaba contemplado en los movimientos reformistas del frenteamplismo ni en las intenciones de disputa interna del comunismo chileno. Si bien ambos conglomerados estaban comprometidos con la creación de un frente político de tendencia antineoliberal, la ausencia del factor obrero y la lucha de clases —únicos capaces de hacer estallar la sociedad burocratizada en pedazos— provocaban que los pasos dados aparecieran como desvinculados de una realidad afectiva y material más o menos invisible que, para las clases populares, consistía en el carácter insoportable del capitalismo chileno, la explotación y la burocracia estatal.

En su famoso libro Historia de la Revolución Rusa, Trotsky señaló que las masas se lanzan al torbellino revolucionario sin ninguna prognosis elevada sobre el futuro: tan solo con una potencia consistente en la incapacidad de seguir soportando el actual estado de cosas. En ese sentido, el torbellino revolucionario de 2019 impuso a las fuerzas de izquierda institucionalizadas la necesidad de tomar posición. Fue la potente tradición obrera pero, sobre todo, los duros años noventa, con su vendaval de consignas antineoliberales, represión y lucha callejera, los que motivaron a los comunistas chilenos a revisar —consciente o inconscientemente— el devenir burocrático de su última década de historia, constituyéndose en el ala izquierda de la institucionalidad y volcando su aparato partidario (constituido más allá de la franja parlamentaria y estatal de sus dirigentes públicos) a las formas de poder local y dual que se dieron embrionariamente mientras duró la revuelta. 

En ese sentido, el rechazo por parte de los comunistas al acuerdo de noviembre de 2019, que selló las aspiraciones burocratizantes del reformismo, implicó una reconciliación con una vieja franja de comunistas históricos alejados del «partido de Recabarren», por una parte, y la posibilidad de reeditar un camino de conducción del conjunto de la izquierda hacia una irrupción electoral de sello antineoliberal y anticapitalista. Una lectura adecuada de la coyuntura obligó a dirigentes visibles del PC a aparecer en la calle enfrentándose con la policía, e hizo recuperar una tradición de lucha que caracterizó a los comunistas chilenos en su siglo de historia. Es solo a partir de este giro a la izquierda que el PC logra consolidarse como la organización más fuerte de la izquierda institucional.

Incluso teniendo en cuenta el fuerte crecimiento electoral de Revolución Democrática —el partido de las clases medias descontentas—, el Partido Comunista todavía cuenta con un músculo propio que al resto de la izquierda (sobre todo al frenteamplismo) le es difícil de replicar. Eso quedó demostrado en el hecho de que muchas de las candidaturas del frenteamplismo fueron exitosas por la capacidad de los comunistas de renunciar a la posibilidad de llevar candidatos (como en Maipú, donde un candidato local comunista cedió su cupo a RD). Ese «músculo propio» viene definido no solo por una base electoral, sino también y ante todo orgánica: cientos de células distribuidas a lo largo del país, una disciplina política férrea y una importante capacidad de inserción de masas vía cabildos, ollas comunes u organismos paraestatales. 

El devenir completo del PC chileno en su historia reciente está caracterizado entonces, por este movimiento que va desde la lucha popular en el aislamiento político post-Guerra Fría hacia la progresiva institucionalización burocrática y las ilusiones de disputa interna al interior de la concertación y los gobiernos cuasi reformistas de Michelle Bachelet. Finalmente, su trayectoria se detiene con la aparición de un giro a la izquierda posibilitado por lo que, siguiendo al filósofo Alain Badiou, podríamos caracterizar como cierta fidelidad al evento de la insurrección chilena de 2019, confirmada por el rechazo a los acuerdos con la burguesía represiva y la reactivación de un camino propio en política perfilado en la candidatura presidencial de Daniel Jadue.

En el nuevo escenario, el discurso que en los 90 parecía un dramatismo delirante y diletante de un 4% nacional se vuelve sentido común. La hegemonía comunista en la política institucional es, desde entonces, posible —o al menos no imposible—, sobre todo teniendo en cuenta la existencia material del partido en los barrios obreros y las organizaciones de masas. 

El triunfo electoral del PC en las elecciones del 15 y 16 de mayo se explica por estos factores y no por la presencia vacía o fantasmal de un populismo inédito encarnado en la figura de Daniel Jadue. Jadue es un nombre de consecuencias dobles: al mismo tiempo que seduce más allá de los comunistas chilenos, es el efecto de la recomposición de la lucha de clases y de la posibilidad de una hegemonía comunista en la política institucional. Con todo su carisma personal, Jadue sigue siendo el nombre propio de un anclaje profundo en la política chilena, de un significante que, contra lo que hubiese dicho Ernesto Laclau, no tiene nada de «vacío», sino que está conectado con una red de interpelación simbólica muy precisa en la historia chilena reciente: el significante comunista.

En otros términos, por más resonancia que provoque Jadue, producto de su desempeño como alcalde en Recoleta y las credenciales que demuestra, provoca al mismo tiempo la energía destructiva con la que se ha satanizado a los comunistas chilenos. Si ha surgido como liderazgo a pesar de eso, es porque definitivamente algo del viejo Chile anticomunista, con su fronda oligárquica y sus matinales estupidizantes, ya no funciona. El triunfo de la comunista Irací Hassler en la alcaldía más importante de Chile (Santiago, importante no solo en términos simbólicos sino también por el volumen de su electorado), coronado por haberse dado al mismo tiempo contra la derecha fascista-neoliberal y el centro pseudo reformista de la ex-Concertación, refleja esta nueva condición que los comunistas chilenos deben saber leer con una inteligencia que reside ahí de donde vienen: la clase obrera chilena y sus ansias de transformación social. 

Los independientes y las dificultades tácticas

Sin embargo, todavía resta un punto por clarificar y evaluar. Cuando decimos que la «hegemonía comunista» en la política institucional chilena hoy es posible —luego de un periplo de tres fases de marginalidad contrainstitucional (1990-2005), burocratización (2012-2018) y giro a la izquierda (2019)— decimos política «institucional» porque un actor contrainstitucional, de características dispersas pero perfilado como sector, ha irrumpido en las elecciones constituyentes, conquistando 27 convencionales. 

Nos referimos a «La lista del pueblo». Si bien hay que ser estrictos en no medir la política nacional según los resultados de la constituyente, vale preguntarse por qué este actor irrumpe con tanta fuerza y qué le permite conquistar una tan significativa minoría (casi equivalente al pacto FA-PC). Una de las características negativas del PC chileno ha sido la continua subestimación de las fuerzas que se sitúan a su izquierda en determinados períodos, ya sea por factores de clase —como sucedió con el Frente Amplio, al que se le desestimó por su anclaje pequeñobrugués universitario— o por su evidente anticomunismo constitutivo.

La llamada «Lista del Pueblo» configura un último llamado de atención de las masas electorales respecto a la burocratización de la izquierda chilena. Uno de los síntomas de esta actitud antiburocrática es lo bien que ha cuajado el término «clase política» —que hace pasar por clase una serie de segmentos políticos a veces radicalmente enfrentados— en la psicología popular de masas, con su consiguiente rechazo de los «políticos» y los «partidos» subsumidos bajo la misma aureola de despecho social y repliegue antiparlamentario.

De este modo, la «Lista del Pueblo» la irrupción de un afecto de masas potenciado por una ética institucional antiparlamentaria y anticomunista heredada de la dictadura, pero también posibilitada por la burocratización de los partidos de izquierda, la ausencia de alternativas y el aislamiento de la sociedad política. La psicología de masas que reacciona contra «los políticos» es, al mismo tiempo, expresión legítima del descontento y la posibilidad de un uso radical y anticapitalista de una mentalidad antipartidos y antiparlamento. 

Como fuerza electoral, la «Lista del pueblo» ha destacado por una capacidad de enganchar esta estructuración simbólica, y su éxito expresa un momento de desafección con los partidos tradicionales que incluso pudo haber sido capitalizado por la extrema derecha. Afortunadamente, no fue así. Porque el desprestigio del Estado y la burocracia, el nuevo culto por lo «independiente» contra lo «partidario», la narrativa del pueblo contra la institución, no son solo el efecto de la maquinaria pulsional del neoliberalismo, sino también de la obsesión con la democracia republicana y las gárgaras institucionalistas de la izquierda. 

En medio de la irrupción de este sector contrainstitucional con signos radicales, el Partido Comunista sigue siendo la organización obrera más fuerte de Chile. Su éxito electoral, más allá del buen número de constituyentes que ha obtenido (reflejado en los municipios y sus concejos), es producto del acertado giro del último año: una tendencia de ruptura abierta con la institucionalidad heredada de la dictadura y el ensalzamiento simbólico de formas de lucha popular que hace una década eran inaceptables para las mismas masas que hoy dieron una composición de izquierda antipinochetista a la Convención Constituyente.

También, como es obvio, es el resultado de una lucha de sedimentación y legitimación política muy paradójica, porque fue el propio proceso de acercamiento a la estructura parlamentaria e institucional estatal el que le permitió dotarse de una existencia política institucional visible (al mismo tiempo que ese proceso alejaba a los comunistas de un sector de la población a punto de irrumpir con toda su furia el 2019).

Los comunistas chilenos, con sus nuevas alcaldías conquistadas, con un apoyo de masas inédito desde la vuelta a la democracia pactada, poseen además el don de una organización cuyos cimientos orgánicos y cuyo contenido histórico imaginario —lo que habitualmente en Chile se llama «mística»— los ponen en una situación de responsabilidad crucial. Consolidar la alianza con los sectores medios descontentos con el capitalismo chileno representados en el frenteamplismo y tender un puente que permita ya no solo entender sino también convencer al nuevo sector contrainstitucional que, literalmente, se tomó la constituyente, pueden ser las tareas centrales del PC en el actual período.

Si hay algo que caracterizó la actitud del más importante dirigente comunista del siglo XX, Luis Corvalán, fue una profunda revisión de los conceptos que se emplearon siempre en la elaboración de la «línea», desde la llamada «vía pacífica» (que defendió fervientemente) hasta la «rebelión popular». Esta revisión conceptual consolidó los éxitos, los convirtió en formas de intervención en la coyuntura y contribuyó al fortalecimiento del movimiento popular chileno. Después de mayo, nada será lo mismo: las masas de octubre han vuelto a intervenir y muestran, entre sobresaltos, errores e indefiniciones, un camino en el que el comunismo chileno tiene un rol, si no principal, al menos clave.

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