En el 10º aniversario de la muerte de José Mariátegui (*)
Enrique Espinoza
Hasta la fundación de “Amauta”, revista hispanoamericana de orientación social, que sirvió principalmente para revelarnos a su propio director, José Carlos Mariátegui, nuestro idioma carecía de un verdadero teórico revolucionario.
Cierto que, al promediar el siglo pasado, había salido del mismo Perú: Flora Tristán; de Cuba: Pablo Lafargue; y más tarde de Venezuela: Daniel de León. Pero ninguno de los nombrados, y hoy renombrados, llegó, por razones fáciles de explicar, a escribir en español.
A principios de este siglo, el argentino Juan B. Justo, antes de componer ‘“Teoría y Práctica de la Historia”, tradujo al castellano el primer tomo de El Capital, no obstante disentir fundamentalmente del marxismo. Bernsteiniano hasta la médula, el doctor Justo determina la corriente pequeño burguesa del Partido socialista, que fundaron con él en Buenos Aires algunos emigrantes alemanes bajo la directa inspiración de Engels, en 1895. Dicha corriente -bastante estática, después de todo- sólo brinda en ambas orillas del Plata una larga serie de oradores más o menos inflamados, sin superar ni siquiera el romántico “Dogma Socialista” de Esteban Echeverría.
En España, tan cara al espíritu de Marx, no se da tampoco, desde Pablo Iglesias hasta Julián Besteiro, un teórico revolucionario. Así es que José Carlos Mariátegui viene a ser en verdad el primero que merece el título de escritor marxista en castellano. Y tal vez el único.
A la entrega inicial de “Amauta” precedieron estas palabras suyas, definitivas: “Habrá que ser muy poco perspicaz para no darse cuenta que al Perú le nace en este momento una revista histórica”.
Todos, hasta algunos de sus adversarios ideológicos más conspicuos, se dieron cuenta en el acto de la conciencia que entrañaba tan justiciera apreciación. Porque “Amauta”, como insinuamos de entrada, era en primer lugar el mismo Mariátegui. Quien tocaba la revista, podía decir, parafraseando a Whitman, que tocaba a un hombre.
Hay revistas que valen por la calidad de sus colaboradores o la inteligente disposición de sus materiales, y revistas cuyo más alto mérito está en el trabajo asiduo de su director. No tenemos por qué repetir que “Amauta” era de estas últimas, puesto que ya aseguramos que valía sobre todo por el aporte personal de Mariátegui. El Amauta Mariátegui, dijo alguien desde un principio, confundiendo al órgano con su organizador. Y así el nombre incaico al que la revista no daba mayor importancia en su acepción original, vino a ser también un título para su piloto.
En “Amauta” aparecieron mes a mes, durante varios años, las mejores páginas de José Carlos Mariátegui. Gran parte de sus “Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana”; toda su “Defensa del Marxismo” y numerosos artículos sobre arte y literatura, además de varias notas anónimas, no menos valiosas.
Tal vez valga la pena recordar en primer término una de ellas y su historia: La revista había sufrido un serio tropiezo con la policía de Lima y el director de “Amauta” explicaba a sus lectores el retraso en la aparición. Este era el motivo de la nota; un motivo cada vez más frecuente en el mundo actual y sobre el que se han escrito sin duda millares de artículos inocuos. Pero Mariátegui, que ponía su talento de escritor en cada línea salida de su pluma, añade de paso las siguientes palabras, que importa mucho recoger en su integridad para ubicarlo entre nuestros contemporáneos:
“La época de la libre concurrencia, en la economía capitalista, ha terminado en todos los campos y en todos los aspectos. Estamos en la época de los monopolios, vale decir de los imperios. Los países latinoamericanos llegan con retardo a la competencia capitalista. Los primeros puestos están ya, definitivamente, asignados. El destino de estos países dentro del orden capitalista, es el de simples colonias. La oposición de idiomas, de razas, de espíritus, no tiene ningún sentido decisivo. Es ridículo hablar todavía del contraste entre una América sajona materialista y una América latina idealista, entre una Roma rubia y una Grecia pálida. Todos estos son tópicos irremisiblemente desacreditados. El mito de Rodó no obra ya -no ha obrado nunca- útil y fecundamente sobre las almas. Descartemos, inexorablemente, todas estas caricaturas y simulaciones de ideologías y hagamos las cuentas, seria y francamente con la realidad”.
Hacer las cuentas franca y lealmente con la realidad, en vez de escamotear sus resultados tras los abalorios de la retórica escolar, he ahí lo que intentó Mariátegui, desde “La Escena Contemporánea” hasta su “Invitación a la Vida Heroica”, pasando por las páginas de “Amauta”, que habían de constituir su libro, “El Alma Matinal y Otras Estaciones del Hombre de Hoy”.
La literatura no era para José Carlos Mariátegui una categoría independiente de la historia y de la política, sino una representación perdurable de éstas, que, al fin y al cabo, determinan en forma práctica el sentido social de la vida humana. Por eso no tuvo empacho en llenar buena parte de “Amauta” con toda clase de experiencias artísticas, tan discutibles por lo general, como los mensajes “idealistas” de Vasconcelos, Palacios y Haya de la Torre a las juventudes…
(Sólo con este último, quizá por ser de su misma tierra, tuvo el director de “Amauta” ocasión de romper lanzas en una polémica resonante, de la que se recuerda todavía una frase cáustica contra la jefatura del APRA: “esa vedette prosopopéyica”).
Pero se equivocan de medio a medio quienes, fundándose en las concomitancias literarias de “Amauta”, hacen ahora de Mariátegui una especie de precursor del frente-populismo entre nosotros. Sus libros y ensayos no permiten tal suposición. Por otra parte, una carta particular que hicimos pública en Babel, antes de su muerte, contiene el siguiente párrafo, que tampoco deja lugar a dudas:
“Soy revolucionario. Pero creo que entre hombres de pensamiento neto y posición definida es fácil entenderse y apreciarse aún combatiéndose. Sobre todo, combatiéndose. Con el sector político con el que no me entenderé nunca es el otro: el del reformismo mediocre, el del socialismo domesticado, el de la democracia farisea”.
Imposible, pues, invocar ahora, de buena fe, a un Mariátegui circunstancial, fingido según el cartabón de la ortodoxia imperante, para que sirva de modelo a los jóvenes amaestrados en la obediencia católica del credo quia absurdum.
A deshacer este vergonzoso equívoco, en la medida de nuestras fuerzas, tienden las presentes notas de homenaje al gran líder e inolvidable amigo que murió cuando más falta hacía el ejemplo diario de su vida y de su obra.
José Carlos Mariátegui era un hombre y un escritor sin dobleces. De humilde “alcanzarrejones” en la imprenta de un diario de Lima, llega a convertirse en su redactor principal. Pero poeta decadentista y estrafalario por obra del ambiente y de la época, no está seguro de haberse elevado de acuerdo con su propia índole. La vida bohemia no lo hace feliz. Se cree inútil, a pesar del talento que todos le reconocen. La revolución rusa lo arranca al fin de su sopor, como a muchos otros pequeños poetas en el mundo, haciendo de él a la distancia un gran líder, de su país primero, y de su continente después.
Sobre sus mejores años de preparación y vagabundaje en Europa -Italia, Francia, Alemania- tenemos el testimonio de sus propias crónicas, reunidas a su regreso en “La Escena Contemporánea”. De su febril actividad espiritual durante el último lustro de su existencia en Lima, nos quedan los insuperables “Siete Ensayos”, “Amauta”, que contiene la versión integra de su “Defensa del Marxismo”, y los dos o tres libros dispersos, “Ideología y Política en el Perú”, “El Alma Matinal”, “Invitación a la Vida Heroica”, que el autor se proponía publicar en España, Chile y la Argentina.
“Muchos proyectos de libro -escribió un día- visitan mi vigilia; pero sé por anticipado que sólo realizaré los que un imperioso mandato vital me ordene”. Y así fue. Porque, además, tanto como escribir le interesaba a Mariátegui poner en acción su pensamiento. En consecuencia, no obstante la enfermedad que lo tenía casi inmóvil en su sillón de ruedas y el rigor de un gobierno policíaco que no le ahorraba molestias, el director de “Amauta” vivía entregado por entero a la lucha política. Rodeado siempre al par que de intelectuales, de obreros y estudiantes, demostró ser un organizador formidable, a causa de su gran autoridad moral precisamente.
El día de su entierro, el propio gobierno que lo había hostilizado y que apenas pudo sobrevivirle algunos meses, tuvo ocasión de ver el profundo cariño de que Mariátegui gozaba entre el pueblo trabajador de Lima, que acompañó su cadáver al cementerio cubriéndolo durante el trayecto de flores y de banderas rojas.
Marx inició ese tipo de hombre de acción y de pensamiento, dice Mariátegui en su “Defensa del Marxismo”, refiriéndose a los líderes más inteligentes de la Revolución Rusa: Lenin, Trotsky, Bujarin, Lunacharsky, para detenerse en la obra de los dos primeros, sin nombrar siquiera el ícono en esta página, que concluye con un elogio verdaderamente magistral de Rosa Luxemburgo.
Releyéndolo, no hemos podido menos que aplicar sus propios conceptos al mismo Mariátegui, que inaugura entre nosotros, como ya dijimos, un tipo semejante de teórico y hombre de acción.
A diez años de su muerte, no ha surgido, desgraciadamente, ningún otro en esta parte de América, tan pródiga en “amigos de la URSS” y en “ventrílocuos” de las consignas más dispares de su amo todopoderoso.
Con José Carlos Mariátegui se dijera que ha desaparecido el primero y el último de los jefes comunistas criollos, capaces de imponer respeto, no sólo a sus seguidores sentimentales, sino también a sus adversarios ideológicos.
Pensando tal vez en éstos y aquéllos, el autor de la “Defensa del Marxismo” nos confiaba en otra carta su esperanza de que dicho libro contribuyera a darlo a conocer ampliamente en Buenos Aires, pues lo estimaba, y con razón, “exento de todo pedantismo doctrinal y de toda preocupación de ortodoxia”.
Ya en uno de los primeros números de “Amauta”, había dado buena prueba de su extraordinaria libertad de espíritu, traduciendo íntegramente un artículo polémico de León Trotsky sobre el “compasivo“ Lenin de Máximo Gorki, artículo que no figura en la recopilación española de Trotsky acerca del gran caudillo muerto.
Con tales antecedentes, es más que dudoso, pues, que Mariátegui aceptara “el gran viraje” de 1935, la táctica del caballo de Troya, las repetidas ejecuciones de Moscú y ese hipócrita lenguaje patriotero del que la misma burguesía argentina se viene riendo desde hace muchos años. “Patriotismo y caldo gordo”.
Lo más probable es que Mariátegui no cayera en ninguna comparsa populista de este carnaval sangriento a que hemos asistido, horrorizados, en el último lustro de la política mundial. El autor de la “Defensa del Marxismo” era, como su maestro, un hombre íntegro, con una visión totalizadora de la vida social e individual, que no admitía la dualidad corriente entre cuerpo y espíritu, teoría y práctica, democracia y socialismo, guerra y revolución.
Por tanto, es difícil imaginarlo en el triste papel de idealizar, no importa bajo qué pretexto, la estéril Liga de las Naciones… O entregado, hasta nueva orden, a la exaltación de Roosevelt, el bueno… O haciendo migas con la “democracia farisea” de Mr. Chamberlain, el “reformismo mediocre” de M. Daladier y el “socialismo domesticado” de M. Blum.
Mariátegui conocía demasiado bien la mentalidad profesoral de Blum y la absoluta falta de escrúpulos de Daladier. No hay, pues, por qué suponer que se habría engañado con la incapacidad del primero para ponerse a la altura de las circunstancias en el caso de España y con la desfachatez del segundo en el caso de Checoslovaquia. Sólo los intelectuales ingenuos y sin experiencia de lucha pudieron entusiasmarse con el puño levantado de M. Daladier sobre las muchedumbres. Un hombre de la calidad de Mariátegui no habría dejado seguramente de prever sobre quién lo descargaría al fin.
En cuanto a los burócratas irresponsables de la Tercera Internacional, el director de “Amauta” había tenido ocasión de afrontarlos indirectamente en el Primer Congreso Sudamericano de Montevideo, con unas tesis agrarias que le fueron rechazadas por “trotskistas”…
Pero ¿a qué las conjeturas acerca de lo que Mariátegui hubiera podido ser, si nos basta con lo que ha sido de modo tan excepcional? Un hombre completo, un guía realmente luminoso, un escritor de veras admirable.
Cuando se publiquen sus obras póstumas, podremos hablar detalladamente de sus ideas sociales, políticas, estéticas y filosóficas; de sus relaciones con Piero Gobetti, Sorel y Croce. Entretanto, es preciso limitarnos a este homenaje personal.
Un recuerdo más íntimo todavía, y un antiguo propósito.
Promediaba el año 1935. De vuelta a Valparaíso desde España por Nueva York, donde actuaba aún el John Reed Club, bajamos de paso en El Callao, vale decir el puerto de Lima. Naturalmente, fuimos a visitar la tumba de Mariátegui: un humilde nicho, demasiado bajo para ser de águila, en el cementerio general. A un lado, un torero; al otro, un fraile. Todo un símbolo el sepulcro rojo entre tantos blanqueados que vimos por las calles…
Sin consultar ningún libro, el sepulturero nos había indicado el cuadro correspondiente, tan pronto como le dijéramos el nombre del director de “Amauta”. Estaba sin duda vivo en su memoria. Así -pensamos aquel día- debería estar también presente la obra precursora de Mariátegui en el trabajo de todos los intelectuales americanos. Y una vez en Buenos Aires, nos hicimos el propósito de fundar un centro de Amigos de José Carlos Mariátegui, a semejanza del John Reed Club de Nueva York.
Pero entonces sobrevino la guerra sin cuartel en España; la defensa de la democracia abstracta contra el fascismo real, en todo el mundo; el aislamiento de aquellos que seguían pensando por su propia cuenta lo mismo que habían pensado hasta la víspera; la adulación sistemática como elemento de propaganda; el recurso de la unidad a cualquier precio; la política suicida de la mano tendida al enemigo… Y, poco a poco, la corrupción de los mejores, que es la peor.
Hoy, cuantos resistimos a sumarnos al coro de tan huero oportunismo, para no decir otra cosa, estamos en el deber de formar en torno de la esclarecida figura de Mariátegui pequeños núcleos de hombres libres y desinteresados, a fin de que se vuelva a oír otra vez su clara voz de Amauta.
¿Qué mejor homenaje que el de sentirnos en Santiago, Buenos Aires, La Habana, México, amigos de José Carlos Mariátegui, no sólo en el décimo aniversario de su muerte, sino siempre, mientras conservemos el ejemplo de su vida y de su obra?
- Artículo publicado en Clave Nro. 8/9, segunda época, pág. 249, abril-mayo de 1940.
- Seudónimo del editor y escritor Samuel Glusberg*.