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Cine – ¿Quién puede matar a un elefante? «Las raíces del cielo» de Romain Gary y de John Huston

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El asunto era la locura “quijotesca” de Morel por salvar a los elefantes, una locura que resulta soberbia en contraste con la maldad y la estupidez…

Por Pepe Gutiérrez-Álvarez, Kaos en la Red

Recuerdo que la primera vez en mi primera visión de Las raíces del cielo (The Roots of Heaven, USA, 1958), obra menor de John Huston que por entonces pasaba por uno de sus mejores momentos, a continuación de dos obras mayores como Moby Dick (USA, 1956) que se podía interpretar en el sentido de un castigo divino contra los malditos balleneros o como Sólo Dios lo sabe (Heaven Know, Mister Alison (USA, 1956), una joya poco conocida en la que una monja (Deborah Kerr) y un soldado (Robert Mitchum) se ven obligados a esconderse juntos en una isla del Pacífico ocupada por los japoneses.

Por entonces me sorprendió su temática. El chico no era Errol Flynn que acababa de fallecer  después de realizar y de protagonizar un canto a la revolución cubana, sino el entonces escasamente conocido Trevor Howard (un secundario de los grandes que fue el capitán Bligh en la segunda versión de Rebelión a bordo, pero que había dejado ya su huella en títulos como Breve encuentro de David Lean). Que encanaba a un tal Morel, un tipo malhumorado que lleva a cabo una guerra idealista en defensa de los elefantes, de unos animales que eran ciertamente “las raíces del cielo”…Así pues lo de Errol como lo de Orson Welles, y no digamos lo de la injerencia más que presencia de una Juliette Greco bastante inadecuada, no era el asunto. El asunto era la locura “quijotesca” de Morel por salvar a los elefantes, una locura que resulta soberbia en contraste con la maldad y la estupidez de los representantes de la llamada civilización, en nombre de la cual se ha perpetrado tantos crímenes.

Un animal magnífico que ya había sido homenajeado en su versión asiática en la sugestiva realización de William Dieterle rodada en Ceilán, La senda de los elefantes (Elephant Walk, USA, 1954) con una pletórica Elizabeth Taylor que más allá del pretexto amoroso descubría que los elefantes volvían a pasar por el que siempre había sido su camino. Pero en el horizonte del subgénero de aventuras colonialistas en la África subsahariana, matar a un elefante aparecía como una prueba de virilidad. La llamada “caza mayor” se había convertido en uno de los componentes básicos de  una moda surgida tras el éxito de Las minas del rey Salomón (USA, 1950) en technicolor aunque en esta Allan Quatermain (Stewart Granger),  impide que un estúpido turista se “cobrara una pieza”. Pero en otras lo de matar a un elefante se planteaba como un “desafío” ejemplificado literariamente por la afición del peor Ernst Hemingway por estas cacerías. Como es sabido, la obsesión de Huston por matar a un elefante fue una de las anécdotas del mítico rodaje de La reina de África  (The Africa Queen, USA, 1951), y de ello tenemos el cumplido testimonio ofrecido por Clint Eatswood en su doble actuación como actor y director en la notable Cazador blanco, corazón negro (White Hunter, Black Heart, Usa, 1990), una obra que nos muestra que el cineasta también una parte oscura porque hay que tener un corazón de Borbón para matar a un elefante.

Revisada con el tiempo La raíces del cielo se engrandecía por su vigencia temática, por su carácter de avanzada en un tiempo en el que la cuestión ecologista y animalista apenas sí comenzaba a ser abordada por lo que podemos llamar el cine comercial o sea por el que veían las mayorías. Sucedía también que en algunos casos llevaba a alguna gente a su fuente literaria,  la novela de Romain Gary, inclasificable autor de unas treinta novelas, algunas de ellas consideradas entre las más prominentes de la literatura francesa del siglo pasado. Esta en concreto le había reportado su primer Goncourt lo que llevó a la pantalla como un alegato encendido por una causa todavía en sus inicios y a la que sin duda contribuyó como pocos. Su lectura nos permite ver más claramente a Morel como un héroe al estilo conradianos. Como un personaje complicado pero excepcional,  portador de un ideal humano que pone en movimiento a la historia y a los personajes que serán testigos, y que testificarán, sobre ella (a veces contra ella). El héroe y su idea hacen reflexionar a los otros personajes, modificando su punto de vista y forzándoles a actuar, a tomar partido, llevándonos a un terreno que antes no habíamos pisado ignorantes de todo lo que significado la infamia de matar un elefante.

Morel tenía toda una historia que era en parte la del mismo autor hecho prisionero por los alemanes en la II Guerra Mundial y enviado a un campo de trabajos forzados. Aquí empiezan y terminan los antecedentes que la novela nos proporciona del héroe. Años después Morel reaparece en los Montes Oulés, en el Chad, que entonces formaba parte del África Ecuatorial Francesa, un país colonial que ya conoce los brotes del nacionalismo y la independencia, un extremo que tanto Huston como Gary tratan con respeto pero como subalterno: a ellos la batalla de morel les interesa mientras les ayuda, pero su finalidad no es otra que salir del atraso como lo han hecho otros, por la  industrialización. En el lugar nos encontramos con una fauna provinciana y estrecha propia de cualquier ciudad  llena de ruinas humanas, productos de la terrible primera mitad del siglo XX que acababa de superar la más inhumana de las guerras.

Morel se presenta con una cartera (que le acompañará hasta el fin de la novela) y un documento que somete al examen de los habitantes y transeúntes del Chadien, a fin de obtener de ellos lo propio de cualquier ONG: las firmas, una forma de militancia de sofá. La petición reclama de las autoridades la prohibición de la caza de elefantes, un papel que solamente merecerá la atención de la ex cabaretera (Juliette en el film) y del ex oficial norteamericano beodo (Errol) Ambos acompañarán a Morel cuando éste, a la vista del escaso éxito obtenido, decida cambiar de estrategia y, como decimos entre nosotros, “se eche al monte”, a la cabeza de un maquis dispuesto a imponer por la fuerza la protección de la fauna africana, una acción que en la película realza el airado Trevor Howard, imágenes de las que el lector cinéfilo no se puede librar.

Se puede considerar sin exagerar que la novela de Gary (Debolsillo, 2008), se anticipó en un par de décadas a la proeza conservacionista de Dian Fossey, empeño que a ésta última acabaría costándole la vida y que todavía hoy sirve de inspiración a los protectores del medio ambiente. Por otra parte, la novela de Gary fue publicada en un momento en el que, como su autor escribiría más tarde, sólo cuatro personas conocían en Europa el significado de la palabra “ecología”, un concepto sobre el que el   cine ya había realizado aportaciones tan valiosas como las de Robert Flaherty y que en la época comenzaba a acumular sus primeros títulos de la mano de cineastas como Nicholas Ray (Wind Across the Everglades, The Savage Innocents) o el propio John Huston con la magnífica Vidas rebeldes (The Misfits, USA, 1961) donde las “raíces del cielo” son los caballos como ya lo habían sido en el mítico final de La jungla del asfalto (The Asphalt Jungle, 1950)

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