Luis Sepúlveda (69) no requiere mayor presentación. Es uno de los pocos escritores chilenos cuyos libros se publican y se leen en los cinco continentes. Sus novelas son clásicos de nuestro tiempo leídos en muchos idiomas y por una infinidad de lectores. Luis es un buen amigo y generoso compañero de humanos y animales. Y dentro de los últimos, especialmente de los gatos, con quienes ha tenido estrecha relación desde la infancia. Muchos animales habitan en sus novelas —el gato Zorbas y el perro Leal, entre otros— para deleite de los que aman los animales y las historias entretenidas y bien contadas. De los gatos reales y de ficción nos habla en esta entrevista. También de los consejos literarios del camarada Yoyo y de sus varios gatos llamados Esteban. Cada una de sus respuestas son pequeñas historias que nos hablan de la relación entre felinos y escritores, dos clases de seres rebeldes que en ocasiones se unen al calor del mismo hogar.
—¿Cuál es el primer gato que recuerdas en tu vida, en la casa o en el barrio?
—Hasta donde recuerdo siempre he tenido un gato. Crecí en tres barrios de Santiago: Vivaceta, Matta y San Miguel, en casas en las que siempre hubo un gato oficial, parte de la familia, más la pandilla de gatos que se acercaba en busca de comida. El primer gato «compañero oficial», se llamó Esteban, era un felino sin raza determinada o felix chilensis choro. Se perdía durante el día, pero al atardecer regresaba y yo lo escuchaba ronronear sus aventuras de pandillero indomable. Por las noches, antes de ir a la cama, el gato y yo nos pegábamos a la radio para escuchar las emisiones por onda corta en español de Radio Neederland y Radio Moscú. Viajábamos con ellas.
…PORQUE EL GATO TE DICE: «YO. ME COMPROMETO A QUE NINGÚN RATÓN O BICHO INDESEABLE SE META A LA CASA Y, POR EJEMPLO, ROA TUS LIBROS. TÚ, CAMARADA, TE COMPROMETES A MANTENER LIMPIA MI CAJA DE ARENA Y A DARME DE COMER»…
—¿Por qué el gato es un animal tan próximo a los escritores? Osvaldo Soriano, Julio Cortázar, Patricia Highsmith y tantos y tantas más tenían una relación especial con sus gatos.
—Supongo que es por la independencia de los gatos. Un perro pide, implora, ruega por caricias, en cambio los gatos, no. Ellos deciden la cercanía y la confianza que merecemos. Un gato es compañía silenciosa, pero muy presente, y demuestran su afecto de manera generosa. Mi gato Yoyo suele dejarme en el escritorio algún ratón fresco cazado en el jardín, es su contribución a la causa. Siempre están ahí. Uno de los gatos de Soriano se echaba en la tapa de la máquina de escribir portátil; el gato de Mempo Giardinelli, Sánchez, permanece impasible sentado en la ventana mientras el escritor trabaja. Pereira, el gato que Antonio Tabucchi tenía en Lisboa, solía esperarlo sentado en el rellano de la puerta. Los gatos son un misterio similar al final de la novela que estamos escribiendo y cuyo fin desconocemos. Dijo Soriano: «Un gato es consustancial al escritor, uno no existe sin el otro», y por su lado Jorge Luis Borges precisó: «Un escritor es un anarquista en el sentido llano del término: no tiene horario para escribir y su tarea muy raras veces se realiza a pedido, o sea, dicho en pocas palabras, hace lo que quiere. Pues bien, lo mismo hace el gato. Es una alianza entre seres libres».
—Entre otros, hay dos gatos literarios que me han llamado la atención: El Negro, en un cuento de Soriano, y Popota, en la novela El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgakov. ¿Algún gato de ficción entre tus favoritos?
—Mi gato supuestamente de ficción favorito es Simenon, el gato compinche de Heredia, el personaje de Ramón Díaz Eterovic. También admiro al gato Francis, el protagonista de Felidae, la enorme novela del escritor turco Akif Pirinçci. Francis, el héroe duro e incomprendido de la primera novela de gatos, es un investigador tan ducho como Philip Marlowe o Sam Spade. En cambio, no me gusta el gato de Cheshire que protagoniza Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, porque es pedante, exhibicionista. Los gatos son muy discretos.
—¿De dónde salió el gato de tu novela Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar (Tusquets, 1996)? ¿Ficción pura o está basado en un gato de carne y cola?
—Zorbas, el gato protagonista, existió realmente y era tal y como lo describo en la novela: un gato negro, grande, gordo y noble. Mi hijo Sebastián y yo lo rescatamos en el puerto de Hamburgo cuando no medía más de un par de centímetros y estaba a punto de desaparecer en el buche de un pelícano. Durante catorce años, Zorbas fue el gran compañero de mis hijos, el habitante de mi cuarto de trabajo, el que se adormecía con el tictac de la máquina de escribir. Cuando llegó el momento de escribir algo que me sirviera para decir: «Gracias, muchas gracias, Hamburgo, por estos estupendos diez años en los que me diste techo, pan, hijos y amigos», decidí que Zorbas tenía que ser el gran personaje. Zorbas yace en un bosque de Baviera, cerca de Munich, al pie de una haya centenaria, y en su tumba mis hijos pusieron una lápida que dice: «Aquí reposa Zorbas, el más noble de los gatos. Caminante, acércate y escúchalo ronronear».
—Suelo leer en Facebook las divertidas historias con tu gato, el camarada Yoyo. ¿Cómo llegó a tu vida? ¿Cómo es la relación diaria entre ustedes?
—Antes de hablar del camarada Yoyo, tengo que decir que hubo otros gatos. Luego del Esteban de mi infancia, ya en Ecuador, en el exilio, viví con otro gato, Esteban II (siempre he pensado que Esteban es nombre de gato) que al dejar yo Ecuador quedó en manos de un amor que no resultó conmigo, pero sí con el gato. Años más tarde, en España, llegaron a mi vida el camarada Manchas y el camarada Tigre, dos gatos que alguien botó recién nacidos en un contenedor de basura. Fueron gatos felices: Manchas se hizo mi cómplice y secretario, y Tigre se decidió por Carmen, mi compañera, porque los gatos eligen y nada ni nadie puede alterar sus decisiones afectivas. Después llegó el camarada Esteban III, un gato regalo de una pareja de amigos escritores y que, cuando lo llevé por primera vez al veterinario para las vacunas de rigor, me dijeron que tenía leucemia y no viviría más de seis meses. Pero el gato se sintió bien como mi compañero de escritorio y vivió tres años. Su sistema inmunológico era casi inexistente, cualquier herida se podía infectar y matarlo, y como solía hacerse irritaciones al limpiarse, para evitar la tortura del collar isabelino, un día le compré una camisita de niño y el camarada Esteban III se paseaba ufano entre los amigos que nos visitaban con su camisa roja y negra. Tras el fallecimiento del camarada Esteban III, el veterinario que ha atendido a todos mis bichos me entregó otro gato, uno nacido en los montes cercanos a los Picos de Europa, en el norte de España. Decidí llamarlo Gregorio Esteban, pero el gato de piel atigrada se demostró extremadamente sigiloso, desconfiado, siempre alerta, y entonces supe que ese gato estaba en la clandestinidad y pedía una chapa, un nombre político, un nombre de combate, y empezó a ser llamado camarada Yoyo. Y le gustó el nombre. El camarada Yoyo siempre está en mi mesa de trabajo, se sienta, me observa, sigue los movimientos del cursor en la pantalla del ordenador, o dormita echándome miradas de vez en cuando. Según algunos, es un gato mal criado, porque cada día desayuna conmigo, y como los dos somos amantes del chocolate, a veces nos tiramos a ver una película compartiendo una barra de chocolate. Me aconseja a su manera. A veces, cuando el camarada Yoyo ve que llevo demasiadas horas frente a la pantalla, me dice: «Basta, vamos a la cama», y si no le hago caso a sus maullidos, empieza a botar todo lo que tengo en el escritorio: lápices, libros, el ratón. Y como a veces estoy en medio de alguna idea, le digo que espere unos minutos y lo bajo al suelo, entonces vuelve a subirse al escritorio y se echa sobre el teclado. Entonces le digo: «Sí, tienes razón, estoy forzando el asunto. Déjame escribir a mano lo que creo que sigue y nos vamos a la cama». Uno de los diez mandamientos de Hemingway que yo sigo a ultranza dice: «Para de trabajar solo cuando sepas cómo sigue la historia». El camarada Yoyo me ha enseñado algo más: cuando sepas cómo sigue la historia déjala madurar, sueña con ella.
—¿Alguna idea que puedas dar sobre la mejor manera de relacionarse con los gatos?
—Se debe entender que es una relación de igual a igual. Un gato respeta a tu independencia a cambio de que respetes a la suya. Un gato siempre establece contigo un contrato social, tal y como lo entendían los viejos anarquistas, porque el gato te dice: «Yo me comprometo a que ningún ratón o bicho indeseable se meta a la casa y, por ejemplo, roa tus libros. Tú, camarada, te comprometes a mantener limpia mi caja de arena y a darme de comer».
—No solo con gatos vive Luis Sepúlveda. Hace poco publicaste tu novela Historia de un perro llamado Leal (Tusquets, 2015), ambientada en el sur de Chile, en La Araucanía. ¿Cómo llega el perro Leal a tu literatura y qué nos propones en su historia?
—Con La historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar me incorporé a un género que siempre me interesó, la fábula. Pero no quería escribir fábulas quedando solamente en animales humanizados o máximas morales. No. Quería que en mis fábulas los grandes personajes fueran los valores en los que creo. Quería que la solidaridad, el sentido de igualdad y de justicia fueran también protagonistas. A esa primera fábula la siguió Historia de Max, de Mix y de Mex (Espasa, 2012) que narra la historia de un adolescente que descubre que su gato se ha quedado ciego, por lo que organiza el mundo para él. El gato aprende a mirar el mundo a través de la memoria y recluta la ayuda de un pequeño ratón que, a cambio de protección, se convierte en su lazarillo. Así llegué a la necesidad de contar la historia de un perro y su saga de lealtad con La Araucanía, con su atroz saqueo como fondo de la narración. La Historia de un perro llamado Leal es un canto de amor a mi gente, porque yo soy mapuche, a sus valores, a su cultura, a sus tradiciones, a su lucha que dura ya demasiado tiempo y sin un atisbo de solución justa por parte del racista estado chileno. Y luego lo siguió Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud (Tusquets, 2018), que es un llamado a detenerse, a reflexionar sobre hacia adónde vamos con tanta prisa depredadora. Y, finalmente, está a punto de salir en español Historia de una ballena blanca contada por ella misma, fábula en la que, con ayuda de una leyenda lafquenche, doy voz al cachalote blanco, a Mocha Dick, llamada luego Moby Dick, para que narre los motivos que la llevaron a atacar al ballenero Essex, historia que más tarde sirvió a Herman Melville para escribir Moby-Dick.
—Y por último, saliendo del asunto de los gatos y los perros, ¿qué estás escribiendo en estos días? ¿Algún próximo libro del que puedas adelantar algo?
—Hace un par de años retomé al personaje de una novela escrita hace veinte, a Belmonte, el protagonista de Nombre de torero (Tusquets, 1994). Ese personaje y yo nos parecemos mucho, le di parte de mi propia biografía en la primera novela y ahora, en la segunda, que salió publicada el otro año y se titula El fin de la Historia (Tusquets, 2017), sigo compartiendo mucho con él. De momento, estoy metido en otra novela con Belmonte como protagonista. Ya tiene título, Agua mala, y en ella el personaje se enfrenta a la mafia de la empresa multinacional alimentaria.