Le Monde Diplomatique.. 26 de diciembre de 2019
Unas pocas semanas antes del estallido social que sacude a Chile, a lo largo y ancho de su geografía, y que al momento de escribir estas líneas suma veinte muertos, miles de heridos, cientos de ellos mutilados al perder un ojo, una cifra desconocida de detenidos, gravísimas evidencias de torturas, agresiones sexuales y otras atrocidades cometidas por los carabineros y las tropas del ejército, muy poco antes de todo esto el presidente chileno Sebastián Piñera definía al país como “un oasis” de paz y tranquilidad en medio de un continente convulsionado.
Pero lo que definía al “oasis” chileno no era la presencia exuberante de palmeras y agua fresca, sino una reja de barrotes aparentemente infranqueables que lo rodeaba. Los chilenos estaban dentro del oasis, y las rejas eran de una aleación compuesta por: economía neoliberal, ausencia de derechos civiles y represión. Los tres elementos del más vil de los metales. Hasta el estallido social, para los economistas y políticos divulgadores del mantra “menos Estado y más libertad al mercado”, en Chile había ocurrido un milagro casi por generación espontánea, y ese milagro era visible en las cifras de crecimiento económico manifestadas por las estadísticas impecables a juicio del Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. Chile exhibía una economía sana y en constante crecimiento. Pero esa aparente bonanza no se refería a la totalidad del país pues omitía algunos detalles aparentemente subjetivos, como son el derecho al salario justo, a pensiones dignas, a educación pública de calidad, a sanidad pública de calidad y, sobre todo, el derecho de los ciudadanos a decidir como sujetos de su propio desarrollo, y no a ser espectadores pasivos de las cifras macroeconómicas exhibidas por el poder.
El 11 de septiembre de 1973 un golpe de Estado terminó con la democracia chilena, se instauró una dictadura brutal que duró más de dieciséis años, y ese golpe de Estado no se dio para restaurar el orden alterado o para salvar la patria del comunismo, sino para imponer un modelo económico ideado por los primeros gurús del neoliberalismo liderados por Milton Friedman y la escuela de Chicago. Se trataba de imponer un nuevo modelo económico que a su vez generaría un nuevo modelo de sociedad: La silenciada sociedad que aceptara la precariedad como norma, la ausencia de derechos como regla básica, y una paz social garantizada por la represión.
La dictadura cívico-militar logró sus objetivos y los dejó estatuidos en una Constitución que consagra y define al país en función del modelo económico impuesto. No hay en América Latina otra Constitución hecha para el bienestar de los menos y que desprecie a la mayoría como la chilena.
Con la “recuperación de la democracia” o “transición chilena a la democracia” a partir de 1990, las reglas del juego no cambian, la Constitución de la dictadura es apenas retocada sin cambiar lo esencial, y todos los gobiernos de centro izquierda y derecha se encargan de mantener el modelo económico inalterable, y la precariedad alcanza a cada vez mayores sectores de la sociedad chilena. “Si hay dos personas y dos panes y una se come los dos y deja a la otra sin comer, la estadística incuestionable dirá que el consumo es de un pan por persona”. Sobre esa base se presenta al mundo el exitoso modelo chileno, “el milagro chileno”, que ni en dictadura ni en democracia dejó de sostenerse en la represión y el miedo.
Cuando la sociedad chilena descubrió que uno de los hombres más ricos del mundo, Julio Ponce Lerou, yerno de Pinochet y heredero por orden del dictador de un imperio económico sencillamente robado a los chilenos, había sobornado con gruesas sumas de dinero a la mayoría de los senadores, diputados y ministros para asegurar una disciplina parlamentaria que permitiera seguir con las privatizaciones, la respuesta estatal fue amenazar con el fin del milagro chileno, o reprimir con dureza las manifestaciones.
Cuando, como una respuesta a la privatización del agua, porque toda el agua de Chile, de todos los ríos, lagos, glaciares, pertenece a los privados, la ciudadanía se manifestó en protestas, la única reacción del Estado fue reprimir con dureza.
Lo mismo ocurrió cuando la sociedad salió a defender el patrimonio natural amenazado por las transnacionales energéticas productoras de electricidad, cuando los estudiantes secundarios salieron a reclamar una educación pública de calidad, liberada del monopolio del mercado, o cuando la sociedad salió a rechazar la sistemática opresión al pueblo mapuche. La única reacción del Estado fue la represión y la constante amenaza de poner en riesgo el milagro económico chileno.
La paz del oasis chileno estalló, no por el alza de las tarifas del metro de Santiago, sino por la suma de injusticias cometidas en nombre de las estadísticas macroeconómicas, por la insolencia de ministros que aconsejan levantarse más temprano para economizar en gastos de transporte, o que frente al alza del precio del pan recomiendan comprar flores porque éstas no han subido de precio, o que sugieren organizar bingos para recaudar fondos y reparar las escuelas que se inundan en los días de lluvia. La paz del oasis chileno estalló porque no es justo terminar los estudios universitarios y quedar con deudas a pagar durante los siguientes quince o veinte años. La paz del oasis chileno estalló porque el sistema de pensiones, en manos de empresas privadas que administran esos fondos, los invierten en el mercado especulativo, se quedan con los beneficios pero cargan las pérdidas a los dueños de esos fondos, y finalmente deciden los montos misérrimos de las pensiones según un odioso cálculo de los años de vida que quedan a los jubilados.
La paz del oasis chileno estalló porque al trabajador, al obrero, al pequeño empresario, a la hora de elegir a qué AFP privada le encarga la administración de sus futuras pensiones, debe considerar “que gran parte de tu jubilación dependerá de qué tan bien supiste manejar y mover tus ahorros en el mercado de inversiones”.
La paz del oasis chileno estalló porque las grandes mayorías empezaron a decir no a la precariedad y se lanzaron a la reconquista de los derechos perdidos. No hay rebelión más justa y democrática que la de estos días en Chile. Reclaman una nueva Constitución que represente a toda la nación y su diversidad, reclaman la recuperación de cuestiones tan esenciales como el agua y el mar también privatizado. Reclaman el derecho a estar presentes y a ser sujetos activos del desarrollo del país.
Reclaman ser ciudadanos y no súbditos de un modelo económico fracasado por su falta de humanidad, y por la absurda obcecación de sus gestores. Y no hay represión, por más dura y criminal que sea, capaz de detener a un pueblo en marcha.
Este texto fue publicado en Le Monde Diplomatique (Francia) y en las 30 ediciones internacionales.