Pierre Broué
De 1930 a 1934, la U.R.S.S. ha vivido cuatro años terribles. Pero ha logrado sobrevivir, y al fin parece salir de la pesadilla. Se afloja la presión sobre los campesinos; se pone fin al racionamiento, a partir de enero de 1935. Se consolidan los progresos de la industria pesada, y la ambición comunista de “transformación del mundo” parece encontrar su justificación en el inicio de un cambio decisivo de este inmenso espacio atrasado en país industrial. A partir de 1935, el plan quinquenal ya no tiene como principal objetivo la construcción de altos hornos, fundiciones y presas, sino que prevé también la producción de bienes de consumo, el desarrollo de la industria ligera. La grandiosa realización del metro de Moscú, con sus mármoles y esculturas ofrecidos a los usuarios, parece ser el símbolo de este cambio: el encarnizado trabajo realizado durante los años negros encuentra hoy su recompensa y los comunicados de victoria se traducen tanto en la mejora de las condiciones de vida como en las estadísticas de producción industrial.
Occidente empieza a tomarse en serio a este país donde millones de jóvenes dominan la naturaleza, crean, construyen, edifican, donde el progreso de la sanidad, de la enseñanza, del empleo, no son los únicos signos espectaculares de una transformación sin equivalente desde la gran expansión del capitalismo industrial del siglo XIX.
A estos índices de empuje material hay que añadir ciertas muestras de distensión. Algunas iglesias vuelven a abrir sus puertas, las campanas suenan de nuevo. Son abolidas algunas medidas de excepción promulgadas contra personas de origen burgués o noble, adoptadas durante los años de guerra civil. Los campesinos ricos, los kulaks deportados durante la época de la colectivización, son amnistiados después de años de trabajo “correctivo”. El optimismo de los observadores occidentales se ve reforzado con el anuncio, hecho por Molotov el 6 de febrero, de la próxima adopción de una nueva Constitución que pondrá fin a las medidas de discriminación en materia electoral, al instaurar el sufragio universal, indiscriminado, directo y secreto. Esta Constitución, “la más democrática del mundo”, “monumento de la sabiduría stalinista”, es adoptada por el Ejecutivo de los Soviets el 5 de mayo y publicada el 12 de junio: su texto, traducido a todos los idiomas, será difundido en el extranjero con el título Un pueblo feliz. Periodistas y comentaristas occidentales ponen de relieve el papel dirigente del partido comunista afirmado por el artículo 126 de la misma, pero al mismo tiempo se complacen en subrayar el carácter democrático-parlamentario de sus instituciones y de su funcionamiento, la afirmación del principio de libertad de conciencia, de expresión, de prensa, de reunión, de asociación, de inviolabilidad de domicilio y de la correspondencia, la supresión de las sanciones y de la represión administrativas. En efecto, los aspectos “revolucionarios” desaparecen de la constitución de la U.R.S.S., que ya no tiene nada de propiamente “soviética”, aunque conserve la palabra “soviet” para designar las asambleas de tipo parlamentario. Precisamente este rasgo contribuye a que numerosos especialistas y una parte de la opinión pública mundial crean en una distensión real de la lucha postrevolucionaria, en el inicio de una fase de desarrollo armonioso. La U.R.S.S. ha pasado por una especie de locura de juventud revolucionaria: se dispone a sumarse al concierto de potencias cuyo respeto intenta obtener, a partir de este momento, a través de una serie de relaciones diplomáticas, en las que se presta a “hacer el juego”.
Sin embargo, pronto se impondrá una imagen muy distinta: el 14 de agosto, un comunicado oficial anuncia el comienzo de lo que será la era de los “procesos de Moscú”. En agosto de 1936, en enero de 1937, en marzo de 1938, van a tener lugar en público idénticas escenas ante el colegio militar de la Corte suprema de la U.R.S.S.; acusados que habían sido compañeros y colaboradores de Lenin, fundador del Estado y del Partido, dirigentes revolucionarios mundialmente conocidos, cuyos simples nombres evocan aún, para ciertas personas, la epopeya revolucionarla de 1917, se acusan de los peores crímenes, se proclaman asesinos, saboteadores, traidores y espías, todos afirman su odio hacia Trotsky, vencido en la lucha abierta en el partido a raíz de la muerte de Lenin, todos cantan alabanzas a su vencedor, Stalin, el “jefe genial”, que “guía al país con mano firme”.
Poco después de la ejecución de los condenados del primer proceso, el socialista austríaco Otto Bauer escribe: “Es una enorme desgracia para el movimiento obrero internacional.” Otros, el contrario, se alegran. Charles Maurras, en L’Action Française, proclama que el gobierno francés ya no puede ignorar que los trotskistas están “a sueldo de Alemania”. El fascista italiano Messaggero afirma: “Stalin tenía razón. Lo que sus adversarios consideraban como traiciones no eran más que concesiones, tan inevitables como necesarias, a la lógica.” Le alaba el haber restaurado “una economía que tiene en cuenta al individuo, una escala de valores, una tradición nacional”. La prensa de los emigrados rusos blancos se muestra satisfecha, y el fascista belga Léon Degrelle ataca al “judío Trotsky” en los siguientes términos: “No vería ningún inconveniente en que se le clavara entre los omóplatos un puñal de treinta centímetros a este hebreo con las patas manchadas de sangre de miles de obreros rusos.” Todos los partidos comunistas del mundo, todas las secciones de la Internacional Comunista, siguen el ejemplo del fiscal y de la prensa rusa. En la prensa comunista y simpatizante, los intelectuales compañeros de viaje toman también posición a favor de una verdadera campaña de terrorismo intelectual contra los que dudan, a los que acusan de convertirse en “abogados de Hitler y de la Gestapo”, al defender a Trotsky y a sus cómplices.
La causa abierta ante el tribunal de Moscú trasciende rápidamente al movimiento obrero y socialista.
Las voces de los defensores de los acusados, militantes socialistas o sindicalistas, escritores independientes, las de Trotsky, Modigliani, Víctor Serge, Carlo Tresca, Rosmer, Dewey, pronto serán ahogadas. De un proceso a otro, la gente parece acostumbrarse a lo inverosímil e incluso a lo sórdido, renuncia a hacerse preguntas y a veces a comprender. Los procesos no provocan ninguna crisis de conciencia en el movimiento obrero que, pocos años antes, se levantaba en defensa de Sacco y Vanzetti: los dirigentes comunistas se dedican a evitarlo, y los socialistas que no siguen el ejemplo se sirven de los procesos para intentar justificar lo que sin duda su propia política tiene de más criticable. Trotsky, refugiado en Méjico después de haber errado de un país a otro, envía a la prensa preguntas, declaraciones, testimonios, una auténtica suma, de la que sólo se publicará una pequeña parte. Pero el mundo tiene puesta su atención en otros lugares. Desde hace años, los obreros europeos están pendientes de Alemania, donde el triunfo del movimiento nazi de Adolf Hitler conduce a la destrucción del movimiento socialista y sindical, al reinado de una barbarie que algunas ilusiones reformistas habían creído desterrada para siempre de los “países civilizados” Mientras se desarrollan los dos primeros procesos, las miradas están fijas, desde hace semanas y meses, en el cerco de Madrid.
¿Qué les importa a muchos hombres de buena fe y escasa visión que algunos acusados que se proclaman culpables públicamente –“Si son inocentes, ¿quién les impide decirlo?”- sean fusilados en Moscú?
Stalin suministra a la República española las armas que le hacen falta. ¿Qué importa que su GPU acose allí a los revolucionarios, extranjeros o españoles, trotskistas, libertarios o comunistas independientes?: el frente está en España. Georges Dimitrov, dirigente de la Internacional Comunista, resume en lenguaje de fiscal los lugares comunes puestos en circulación por los que saben o dudan, pero callan o gritan en vano.
Qué importa que pronto se haga evidente que la empresa stalinista es la contrapartida de toda ayuda y el reverso de la medalla. Qué importa que Stalin sólo conceda su ayuda con cuentagotas y abandone a su suerte a los combatientes españoles. Qué importa que los hombres que han encarnado en España el apoyo de la U.R.S.S., los Koltsov, Rosenberg, Stachevski, Antonov-Ovseenko, Goriev, sean llamados y fusilados en silencio, como si la “ayuda” a España hubiese sido una mala empresa que es preciso disimular. Pocos son los que lo saben. Menos aún los que lo dicen; y a éstos, por otra parte, no se les hace el menor caso. La guerra oculta el auténtico conocimiento de todos los actos que la han precipitado y hecho inevitable. Lo destruye todo. Los viejos bolcheviques de Moscú están bien muertos.
El mismo desarrollo de la guerra confirma este juicio. La heroica resistencia del pueblo ruso es atribuida al jefe que ha organizado los procesos, y “ha hecho abortar la 5.ª columna”: “Stalin ha sido lúcido, ha reaccionado a tiempo”, proclaman los observadores occidentales, que comprueban que el pueblo ruso no ha tenido sus Quisling y quiere a Stalin porque lucha a muerte contra Hitler… “Stalin ha ganado la guerra: luego tenía razón”, concluyen estos mismos observadores para quienes la historia se reduce a registrar hechos consumados.
Será necesaria la crisis del mundo stalinista de la postguerra, el conflicto con Yugoslavia, los grandes procesos de Budapest, Sofía y Praga, para sacudir de nuevo las conciencias, plantear dolorosos interrogantes, desenterrar el cadáver de los procesos de Moscú. La propaganda comunista contribuye a ello muy a pesar suyo. “El proceso Rajk -escribe un enviado especial en Budapest- se parece a los procesos de Moscú como un proceso de traición a otro proceso de traición ante un Tribunal del Pueblo.” Muchos espíritus inquietas por la fragilidad de las tesis de la acusación habían admitido el “sacrificio del viejo bolchevique” o el sentimientobde culpabilidad inherente al “alma eslava” como explicación de acusaciones que exigían tener en cuenta Razón de Estado e Historia.
Estas hipótesis se revelan ahora como insuficientes. En Sofía, Traitcho Kostov niega ante la audiencia pública y no vuelve a aparecer. Mindszenty, que es un gran propietario, húngaro y, por añadidura, prelado, confiesa complaciente. En estos casos, el contexto internacional es distinto.
Los dirigentes comunistas yugoslavos, puestos en evidencia por el proceso de Rajk, se ven obligados a plantear nuevamente el significado de los procesos de Moscú. En el marco de la guerra fría, los procesos de Moscú -cuyo mito comienza a gestarse- se convierten en un arma. Se denuncia el estado de opresión, sin vergüenza alguna, tanto a derecha como a izquierda. Cuando, después de la muerte de Stalin, se reanudan las relaciones entre Moscú y los que hasta la misma víspera eran la “camarilla de Tito”, “continuadora de la obra de los provocadores trotskistas”, aparece la primera brecha y se entreabren los sumarios.
Creemos que ya es posible hacer punto y aparte. Los documentos son suficientemente numerosos y explícitos por sí mismos y por las relaciones que permiten establecer como para que sean objeto de estudio y no de polémica. Era necesario igualmente hacerlos revivir: en lo que concierne a nuestro trabajo, nos hemos esforzado en presentar al lector los fragmentos más amplios de las actas estenográficas de las audiencias públicas, evitando sin embargo las repeticiones fastidiosas, y también en dar comentarios lo bastante completos como para aclarar, en lo posible, los debates, sin que por ello hayamos intentado situarnos a cada momento en el lugar de los protagonistas del drama. Se ha omitido en parte, y deliberadamente, el proceso Zinoviev, con mucho el más conocido, y brillantemente analizado, no hace mucho, por Gérard Rosenthal, utilizándose con preferencia textos y ejemplos de los procesos posteriores de Piatakov y Bujarin. Habremos alcanzado nuestra finalidad si el lector tiene la sensación de que se le ha ofrecido la posibilidad de formarse una opinión personal. A nuestro entender, los procesos de Moscú constituyen uno de los acontecimientos más importantes de la primera mitad del siglo XX, y su interés sobrepasa ampliamente el marco de las preocupaciones del especialista en historia rusa.
Hombres que confiesan
El espectáculo del dócil grupo sentado en el banquillo de los acusados como una especie de rebaño resignado a su suerte no sorprende a nadie. Desde agosto de 1936, la opinión mundial se ha familiarizado con este tipo de escenas tan similares unas a otras. Veteranos revolucionarios, compañeros de Lenin, viejos bolcheviques, han confesado públicamente haber cometido los peores crímenes, y reclamado de los jueces una estricta severidad, a la vez que proclamaban su odio hacia Trotsky y alababan a Stalin, el jefe tan amado, a quien, sin embargo, la mayoría de ellos había combatido y servido alternativamente.
En 1917, estos hombres eran, desde hacía años, revolucionarios profesionales, organizadores de círculos obreros, de sindicatos, dirigentes de huelgas y manifestaciones, teóricos del marxismo revolucionario.
En los años postrevolucionarios, durante la guerra civil, fueron considerados por el público ruso y extranjero como figuras destacadas del régimen, el corazón del partido, el núcleo dirigente de la Internacional.
El primer proceso tiene lugar del 19 al 24 de agosto de 1936. Grigori Zinoviev es, indiscutiblemente, su personaje central. Nacido en 1883, militante desde los diecisiete años, es un bolchevique de la primera hora. Organizador de la fracción bolchevique de San Petersburgo, publica el órgano de prensa de la fracción y es elegido miembro del Comité central clandestino en 1908. En esta época es el brazo derecho de Lenin, con quien comparte las responsabilidades del partido en la emigración. Su estrella comienza a palidecer durante la revolución, cuando dirige un grupo de oposición a la política de Lenin y combate la decisión de éste de pasar a la insurrección, aunque continúa siendo miembro del Comité central, y más tarde, desde su creación, del Comité ejecutivo. Ha sido también presidente del soviet de Petrogrado, “la Comuna del Norte”, y presidente del Ejecutivo de la Internacional comunista, el partido comunista mundial.
Su compañero Kamenev pertenece a la misma generación. Miembro del partido en1901, dirige, siendo aún estudiante, la organización bolchevique en el Cáucaso, colabora con Lenin durante la emigración y es director de la Pravda legal de 1913 a 1914. Detenido y deportado, puesto en libertad por la Revolución, es también miembro del Comité central y del Comité ejecutivo, vicepresidente del Consejo y presidente del soviet de Moscú durante la guerra civil. Según la opinión pública rusa, ambos hombres siguen a Lenin y Trotsky en la jerarquía de dirigentes, a la muerte de Lenin.
Junto a ellos hay otros curtidos revolucionarios, dirigentes de primer plano: Iván N. Smirnov, nacido en 1881, obrero y miembro del partido desde 1899, miembro del Comité central en tiempos de Lenin, y más tarde miembro del Comité militar revolucionario, comisario político del V Ejército Rojo que sovietizó Siberia y más tarde comisario del pueblo: en 1922, está a punto de convertirse en secretario del Comité central y sólo en el último momento -al considerarle Lenin indispensable en Siberia- se elige a Stalin.
Evdokimov, nacido en 1881, obrero, leñador, marinero y revolucionario profesional, bolchevique desde 1903, ha sido comisario del ejército, dirigente de los sindicatos de Petrogrado y miembro de la comisión central del partido. Algo más joven – nacido en 1887- Bakaiev, sublevado en 1905 El primer acusado es Iuri Piatakov, de cuarenta y siete años, ha pasado seis años en prisión durante la dominación zarista. Comisario político del frente de Petrogrado, dirige la Checa durante la guerra civil y ha sido también miembro de la Comisión central de control.
El segundo proceso tiene lugar del 23 al 30 de enero de 1937. El primer acusado es Iuri Piatakov, de cuarenta y siete años. Hijo de un rico industrial, ha recibido una sólida educación, habla diversos idiomas y posee una vasta cultura. Anarquista desde los dieciocho altos, bolchevique a los veinte, se ha distinguido por sus escritos teóricos durante la emigración, y ha sido un destacado activista en la etapa revolucionaria: presidente del consejo de comisarios del pueblo de Ucrania en 1917, organiza la lucha clandestina contra los rusos blancos, es detenido, condenado a muerte y puesto en libertad por los guardias rojos en vísperas de su ejecución. Dirige la expedición de Crimea de manera “tan genial como intrépida”, pomo dirá más tarde Klara Zetkin. Después del triunfo de la Revolución, se convierte en uno de los más importantes técnicos de la economía soviética, y en uno de los principales dirigentes de la lucha por la reconstrucción. Es uno de los seis bolcheviques citados por Lenin en su “Testamento”, el único, con Bujarin, de la generación joven. Ha sido vicepresidente del consejo de economía nacional, presidente del Tribunal supremo y miembro del Comité central a partir de 1921.
Karl Radek tiene cincuenta y dos años. Veterano del movimiento socialdemócrata polaco y alemán, ha sido en este último, el principal organizador de una oposición de izquierda. Durante la guerra se aproxima a Lenin, y, a partir de abril de 1927, asegura los enlaces internacionales de los bolcheviques. En 1919, durante su estancia en Alemania para asistir a la fundación del Partido comunista, es detenido después de las jornadas de enero y permanece varios meses en prisión. Aunque no pertenezca formalmente al partido hasta 1917, ha sido miembro del Comité central -de 1919 a 1924- y del Comité ejecutivo de la Internacional, como “mentor” del partido alemán.
Grigori Sokolnikov, cuarenta y nueve años. Un auténtico viejo bolchevique: hijo de un médico, miembro del partido a los diecisiete años, emigra a París, donde realiza brillantes estudios de derecho y economía política. Compañero de Lenin en Suiza, regresa con él a Rusia y poco después dirige Pravda, en unión de Stalin. Durante la guerra civil es comisario político en diversos frentes y destaca como especialista en cuestiones financieras -es comisario del pueblo de Hacienda en 1918, y de 1922 a 1927 dirige la nacionalización de la banca y lleva a cabo la reforma financiera. Pertenece al Comité central desde agosto de 1917.
Leónidas Sérébriakov es también, a los cuarenta y nueve años, un veterano. Obrero a los nueve años, bolchevique a los diecisiete, en 1912, en unión de Ordjonikidze, emisario de Lenin, se pone en contacto con los diversos grupos clandestinos, con el fin de organizar la famosa conferencia de Praga, de donde surge el partido bolchevique que triunfará en 1917. Detenido a su regreso, cuenta en su haber tantos años de prisión como de actividad clandestina. Destacado combatiente durante la guerra civil, sus cualidades humanas contribuyen a su designación como secretario del Comité central, función delicada, si las hay, que asume de 1920 a 1921.
Parece que el desfile de personajes de la vieja guardia bolchevique por el banquillo de la infamia haya terminado después del tercer proceso, del 2 al 13 de marzo de 1938, y de la aparición ante el Tribunal de Nicolás Bujarin, a quien Lenin llamó “el niño mimado del partido”. Nacido en 1888, hijo de maestros, es un estudiante brillante y un militante precoz: bolchevique desde 1906, es arrestado en diversas ocasiones, pero logra evadirse, y, finalmente, emigra en 1910. Convertido en revolucionario profesional, vive en Polonia y más tarde en Austria, de donde es expulsado al producirse la declaración de guerra; se refugia en Suiza y posteriormente en Noruega y, en octubre de 1916, pasa a Estados Unidos, donde edita Novy Miry entra en contacto con Trotsky, que colabora en dicha publicación. Después de febrero de 1917, se traslada a Rusia pasando por Japón y Siberia, desde su regreso, es uno de los dirigentes bolcheviques. En agosto de 1917 es elegido miembro del Comité central, en diciembre pasa a desempeñar el cargo de redactor jefe de Pravda y, a partir de 1919, es miembro del Comité ejecutivo. Durante los años 20 el partido le considera como su principal teórico.
Alexis Rykov: cincuenta y siete años. Hijo de campesinos, estudiante, es detenido por primera vez a los diecinueve años por haber organizado una manifestación el 1º de mayo. Es de los primeros militantes profesionales de Iskra, partidario de Lenin y bolchevique de la primera hora, después de la escisión de 1903. Organizador de comités clandestinos, en 1905 participa en el congreso de Londres; a los veinticuatro años es elegido miembro del Comité central. Más tarde regresa a Rusia, donde lleva a cabo una infatigable labor organizadora que precipita su detención; liberado por la Revolución de 1905, es diputado del soviet de San Petersburgo; detenido de nuevo en varias ocasiones, logra al fin evadirse. En agosto de 1917 es miembro del Comité central y, al estallar la revolución, comisario del pueblo en el ministerio del Interior; en 1918 pasa a ocupar el cargo de presidente del consejo de Economía nacional y en 1923 es designado miembro del Comité ejecutivo.
Nicolás Krestinski: cincuenta y tres años. Comienza a miliar a los dieciocho años, durante su época de estudiante; viejo bolchevique desde 1903 sufre también los efectos de la represión: permanece varios años encarcelado y vive en el exilio. En 1914 milita en la organización comunista de la fábrica Putilov. En 1917 dirige a los bolcheviques del Ural y en agosto del mismo año se le elige miembro del Comité central. De 1919 a 1921 es secretario del Comité central y miembro del Comité ejecutivo.
Christian Racovski, setenta años, destaca más como revolucionario europeo que ruso. Nacido en Bulgaria, militante socialista a los dieciséis, realiza brillantes estudios de medicina en Francia. Es una conocida figura de la II Internacional; desde 1893, está personalmente ligado tanto a Jules Guesde como a Rosa Luxemburg y, a partir de 1913, a Trotsky. Diputado en Rumania, redactor-jefe del periódico socialista rumano, polemiza contra los socialistas franceses durante la guerra. La Revolución lo saca de la cárcel: en 1919 es designado miembro del Comité central y, hasta 1923, desempeña el cargo de presidente del Consejo de comisarios del pueblo de la República soviética de Ucrania.
Junto a estos personajes de primer plano, los demás acusados no representan, sin embargo, el papel de meros comparsas: al lado de Zinoviev y Kamenev se sientan, en 1936, hombres como Mrachkovski, nacido en prisión, bolchevique desde 1905, dirigente de un grupo de activistas durante la guerra civil, y más tarde comandante de la región militar del Volga; Dreitser, oficial durante la guerra civil y uno de los jefes del ejército rojo que luchó contra Kolchak. En 1937 comparecen, en unión de Piatakov, Muralov, agrónomo convertido en revolucionario profesional, antiguo combatiente de 1905, jefe de los guardias rojos que ocuparon el Kremlin en 1917; Boguslavski, viejo bolchevique, destacado activista durante la guerra civil y más tarde presidente del consejo restringido de la R.S.F.S.R.; y Drobnis, zapatero, militante a los quince años, con seis años de cárcel, dos condenas a muerte y… una ejecución por parte de los rusos blancos durante la guerra civil, ejecución a la que sobrevivió después de haber sido acribillado a balazos.
En 1938, durante el tercer proceso, comparece junto a Bujarin un grupo de hombres con una historia similar: Rosengoltz, cuarenta y nueve años, militante desde los once, detenido a los dieciséis, delegado al congreso del partido a los diecisiete, organizador del Ejército Rojo, miembro del comité militar revolucionario y comisario del pueblo, Iagoda, miembro del partido a los diecisiete años, deportado a los veintiuno, uno de los responsables de la organización militar del partido en 1917, uno de los fundadores y más tarde dirigentes de la Cheka, que se convertirá en GPU y luego en N.K.V.D.; Fayzulla Jodiaev, uno de los primeros comunistas en tierras musulmanas, Zelenski, responsable del partido en la capital inmediatamente después de la insurrección victoriosa, y los antiguos comisarios del pueblo Grinko y Chernov.
Al lado de este núcleo de responsables, comparecen también otros comunistas más jóvenes, los verdaderos comparsas: Ter Vaganian, armenio, veinticuatro años en 1917, considerado por Lenin como un teórico, los obreros bolcheviques Chestov y Livchitz, militantes clandestinos convertidos en ingenieros en las universidades obreras después de la guerra. Finalmente, otros hombres de los que únicamente se conoce lo que dicen de sí mismos, simples desconocidos que adquieren, sin embargo, cierta importancia durante el proceso: un tal Arnold, que dice haber recibido “la marca ignominiosa del bastardo” y que ha sido, sucesivamente, vagabundo, desertor del ejército ruso y luego del americano, y condenado por robo, y que, al volver a la U.R.S.S. en 1023, se afilia al partido, al propio tiempo que se declara francmasón y protestante; o un tal Hrasche, austríaco o checo, comunista en el 17, que desaparece para regresar más tarde en un convoy de prisioneros rusos.
El Libro Los procesos de Moscú, de Pierre Broué, se puede consultar gratuitamente aquí.
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