Juan Ramón Duchesne Winter
Nueva Sociedad, enero de 2018
Puerto Rico entró en bancarrota total en 2016 y pasó al control de una Junta de Supervisión Fiscal compuesta por banqueros y financistas buitres nombrados por el Congreso de Estados Unidos. Luego, en septiembre de 2017, uno de los huracanes más destructivos generados por el cambio climático global postró al país indefinidamente y casi acabó con su sistema eléctrico. Se informa que un promedio de 2.000 personas abandonan la isla a diario. Los análisis de la prensa hablan de una literal desaparición de Puerto Rico.
No es necesario ser nacionalista para que se nos erice la piel cada vez que los medios avisan que está desapareciendo el país al que pertenecemos. Pero titulares del estilo de «Puerto Rico se vacía lentamente» ya encabezaban varias veces al mes los artículos noticiosos desde mucho antes del huracán María. La población ya había descendido de 3,8 a 3,4 millones en la última década. La angustia por su potencial desaparición es un síndrome antiguo en la isla desde que la catástrofe de la colonización española exterminó al pueblo taíno que la habitaba. Tras la desaparición de los taínos, los cronistas españoles de los siglos XVI y XVII advertían, angustiados, sobre el despoblamiento crónico y rogaban por el repoblamiento del territorio. Pasó el tiempo y la población se centuplicó. Despoblar y repoblar parecen ir de la mano.
Con la ocupación norteamericana en 1898 (que se extiende hasta el día de hoy) volvió la angustia de desaparecer, esta vez, por los trastornos causados por medidas draconianas del nuevo régimen, entre muchas otras, el desplazamiento de la pequeña agricultura independiente por el monocultivo agroindustrial de propiedad extranjera, así como la imposición del inglés como lengua de enseñanza y de uso oficial. Pero en este caso parecía imposible que el poder colonial norteamericano aplicara con éxito el esquema de sustitución de población (nativos por blancos) que en sus fronteras oeste y sur, y luego en Hawái y en Alaska, convirtió la colonización en anexión para amasar uno de los países con mayor territorio del mundo. El fundador del nacionalismo puertorriqueño, Pedro Albizu Campos, aducía que los yanquis no querían los pájaros sino la jaula pero se habían topado con que la población puertorriqueña era demasiado numerosa.
El nacionalismo fue liquidado a punta de masacres y penas carcelarias interminables. Hacia 1945, el proyecto desarrollista dejó atrás el modelo del monocultivo, creció sin pausa y alcanzó su cenit antes de terminar la década de 1970. Entonces cayó la macacoa. En 1980 empezó a desinflarse el globo. A partir de ahí persistió sin gran impulso lo que Haroldo Dilla, en su libro Ciudades en el Caribe: comparación de La Habana, San Juan, Santo Domingo y Miami (Flacso, 2014), resume como «una prosperidad subsidiada que oculta la realidad de una economía agotada». La transferencia masiva de subsidios federales y la emigración ocultaron los daños de un sistema inviable. Tan efectivo fue el ocultamiento que, de hecho, no se puede negar que dentro de ese globo se creó la clase media proporcionalmente más numerosa del Caribe, se alcanzaron tasas de educación universitaria de 18 % (más altas que en Alemania y Francia) y el producto interno bruto (PIB) per cápita fue 3 veces mayor que el promedio de todos los países latinoamericanos, lo que le permitió a San Juan ocupar el lugar 16 entre 50 ciudades latinoamericanas, solo superada por Miami en el Caribe.
Pero, por otro lado, tampoco se puede negar que el desarrollismo acarreó considerable pobreza relativa y absoluta, mayormente por vía de la exclusión de importantes sectores. Esto no pudo paliarse siquiera con la altísima emigración de la cual resultó que hoy casi 5 millones de puertorriqueños vivan en EEUU frente a los poco más de 3 millones que permanecen en la isla. Pese a esa válvula de escape, persiste una ocupación laboral de solo 48 %, 10 puntos más baja que el promedio latinoamericano y 17 puntos más baja que la de EE UU, y persiste la extrema desigualdad, que arroja un coeficiente Gini de 57, similar al de Paraguay y, como advierte Dilla, «sólo superado por Brasil, que con 60 es el país más inequitativo del planeta». Se conoce el hecho de que Puerto Rico es dos veces más pobre que Mississippi, el estado más pobre de EE UU. En términos absolutos, la pobreza sigue imperante en la isla, como lo ha documentado ampliamente Linda Colón en su libro Pobreza en Puerto Rico. Radiografía del Proyecto Americano (Nueva Luna, 2005). De esa desigualdad, agravada con las frustrantes expectativas de alto consumo implicadas en el modelo desarrollista, deriva una amenazante anomia y descomposición social.
San Juan ocupa el lugar 25 entre las ciudades más violentas del mundo, y el primer lugar en el Caribe, por encima de Kingston. La tasa de asesinatos quintuplica la de EEUU y ocupa el lugar 16 a escala mundial. Tan deletérea como todo esto es la sustitución de las mejores tierras agrícolas por zonas urbanizadas que ocupan el 27 % del territorio y la caída de la producción agrícola al 1 % del PIB, lo que ubica a Puerto Rico como uno de los países con mayor precariedad alimentaria en términos de autosustentabilidad, a lo que se agrega la destrucción extensa e irreversible de las zonas naturales de acopio de agua.
Extrajimos la mayoría de estos datos del libro de Dilla que además documenta la conclusión impresionante de Carl Soderberg, exdirector de la división Caribe de la Agencia Federal de Protección Ambiental de EE UU quien concluye que «Puerto Rico implica para el mundo una carga ecológica insostenible» tras considerar que la isla alberga a 750 automóviles por cada mil habitantes que consumen más gasolina que los siete países centroamericanos sumados y que «cada boricua, como promedio, aporta al calentamiento global un 230 % más que el resto de los terrícolas». Soderberg refirió que en la imagen satelital nocturna del Caribe y Centroamérica, Puerto Rico brillaba más que Ciudad México, que tiene 20 millones de habitantes, lo cual delataba su descomunal consumo de energía eléctrica y de combustibles fósiles.
Ya no es así, esa luz delatora está muy atenuada; el huracán que ocasionó en septiembre de 2017 el colapso energético más extenso y prolongado en la historia de la jurisdicción norteamericana remacha un síncope anunciado años atrás, al cual han contribuido los cinco jinetes de la catástrofe: 1) el cambio climático resultante de la crisis ecológica global en que desemboca toda la sociedad agroindustrial moderna (no solo el capitalismo); 2) la involución global de la economía hacia el neoliberalismo, que propicia la acción criminal de los financistas buitres para alimentarse de la autodestrucción del capital y la corrupción endémica que la acompaña; 3) el desgaste del modelo desarrollista de prosperidad subsidiada con exención de impuestos a las corporaciones, alto consumo, crecimiento metastásico, depredación del espacio natural y exclusión socioeconómica; 4) la incapacidad cada vez mayor de los gobernantes de turno; y 5) el status colonial, un factor importante pero relativo a lo antes mencionado.
Sin constitución como alternativa electoral, existe una izquierda neonacionalista con presencia sindical, profesional y estudiantil, sobre la huella del autodisuelto Partido Socialista Puertorriqueño. Esta izquierda ha incorporado la catástrofe del huracán a un discurso que explica de esta forma la historia reciente de la isla: desde hace cuatro décadas, el universo de electores isleños que vota por el Partido Nuevo Progresista (PNP), que postula la anexión del país a Estados Unidos como un estado pleno, amenaza con convertirse en mayoría absoluta y definitiva. Durante ese mismo tiempo, ese sector anexionista ha sido contenido a duras penas por el Partido Popular Democrático (PPD), que busca mantener al país indefinidamente vinculado a la metrópolis como un territorio no incorporado, el cual según dicta una decisión vigente del Tribunal Federal, «pertenece a, pero no es partede» EEUU. Ambos partidos están inextricablemente ligados al proyecto desarrollista fracasado.
La izquierda neonacionalista ha decidido desde hace décadas que más puede el miedo a la anexión que el deseo de la independencia –electoralmente muy minoritario–, por lo que ha optado, sin decirlo explícitamente, por practicar una suerte de entrismo que consiste en apoyar al PPD para transformarlo, aunque no llega a entrar por completo. Este sector ha encontrado un paladín formidable en la actual alcaldesa de San Juan, Carmen Yulín Cruz, perteneciente al PPD, tras su elocuente denuncia de la inoperancia de la ayuda post-desastre de diversas agencias del gobierno federal de EEUU y su valiente postura ante las indignidades racistas expresadas por el presidente Donald Trump respecto de Puerto Rico.
El discurso del mal menor de la izquierda neonacionalista insiste en que la causa primaria de la bancarrota, del desastre, del subsiguiente colapso y de todos los antecedentes deletéreos que hemos mencionado es, ya no tanto el régimen colonial de la isla, como aducirían el nacionalismo o el independentismo históricos, sino la gestión del sector anexionista como tal, al cual anteponen un lenguaje antinorteamericano mongo que solo aspira a tener un chusco look antiimperialista, como el reggaetón de Calle 13, que incluye atolondrados guiños a figuras de marca antinorteamericana de la región como Raúl Castro, Nicolás Maduro y Daniel Ortega. La ironía es que su estrategia de repudio a la anexión como objetivo principal los llevará próximamente a apoyar a Yulín como candidata salvadora a la gobernación, dándole así por enésima vez un cheque en blanco a un partido que defiende la continuidad perpetua del presente proyecto desarrollista tanto o más que el que ocupa la gobernación actualmente (PNP), pues lo que más les importa a los neonacionalistas es que el PPD funcione como el dique que contiene a las fuerzas de la anexión. El discurso de Yulín ante la bancarrota, el desastre y el colapso es que todo ello responde, antes que nada, a la perfidia entreguista del sector anexionista, mientras que ella y su partido exigen mayor respeto de los yanquis, sin pretender de ninguna manera, claro, alterar el actual sistema. Mientras tanto, los neonacionalistas se ilusionan con las apenas insinuadas promesas de Yulín, nunca cumplidas por sus copartidarios populares, de que gestionará una fórmula de status con mayor autonomía frente a EEUU.
Además de esta izquierda neonacionalista, están el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP), que representa la demanda histórica de independencia y nunca obtiene más del 3 % de los votos, si bien suele elegir algún representante o senador en la legislatura colonial, y el Partido del Pueblo Trabajador (PPT), que pone el acento en un programa alternativo al modelo desarrollista neoliberal más que en el reclamo específico de la independencia y el repudio a la anexión; electoralmente se mantiene en una posición marginal. Más allá de la política partidaria existen sectores ecologistas, que practican la autogestión comunitaria y la autosustentabilidad agraria y que buscar forjar con talento y sensibilidad una alternativa al sistema agroindustrial moderno y que apuestan a otro tipo de civilización, entendiendo las urgencias reales de la era del antropoceno.
Mientras tanto, los financistas buitres de la Junta de Supervisión Fiscal que efectivamente controla el país, y el gobernador de turno que pretende mantener los votos, compiten entre sí para ver quién se queda con las piltrafas del sistema de energía eléctrica que su incuria y corrupción redujeron a la máxima precariedad frente a los eventos climáticos, y cada quien trata de capturar los beneficios de la privatización inminente. El país podría quedar postrado ante quien controle la distribución de una energía eléctrica escasa, precaria y astronómicamente costosa que solo promete insistir en la obsoleta quema de combustibles fósiles para seguir abonando al cambio climático que trae más y mayores huracanes. Caso ilustrativo si los hay del capitalismo carroñero de desastres magistralmente denunciado por Naomi Klein.