Por Chris Read | Jacobin, 3 de septiembre de 2017
Traducción: Juan Fajardo para marxists.org
La Revolución de Octubre fue impulsada por la disatisfacción de las masas ante el desgaste de los logros de Febrero.
Durante la Revolución de Febrero el imperio ruso gozaba de un grado de unidad sin precedentes. Todas las clases, etnias y grupos nacionales alabaron el derrocamiento de Nicolás II. Los armenios, los chechenios, los chukchis, finlandeses, georgianos, kazajs, polacos, y uzbequis celebraron la caída del zar al lado de los campesinos, los intelectuales, administradores, banqueros, y hasta algunos terratenientes.
Pero aquella solidaridad no podría durar.
Un año más tarde, la Rusia zarista se había dividido y continuaría haciéndolo hasta que, en su momento más álgido en 1919, por lo menos una veintena de organismos se reclamaban sobre todo o alguna parte de lo que fue una vez un imperio unido. La lucha que siguió incluyó algunos de los más bárbaros episodios de antisemitismo jamás vistos en Europa hasta entonces y que cobraron diez millones de vidas.
La polarización de la población imperial cambió la historia, pero mientras que los historiadores le han prestado mucha atención a sus consecuencias –en especial al auge de auto-determinación nacional y a la victoria bolchevique– en gran medida han ignorado el proceso de base.
El examinar qué le pasó a la unidad de Febrero no ayuda a comprender mejor la Revolución Rusa y nos presta nuevas perspectivas sobre el papel de la economía y de la vida social en la radicalización política.
Una fachada rajada
El apoyo a la Revolución de Febrero fue inicialmente contundente pero aquella alianza pronto mostró grietas. Los políticos de izquierda estaban divididos en cuanto a la I Guerra Mundial pero tenían poca influencia sobre el primer Gobierno Provisional. En efecto, el clima en los centros revolucionarios de Petrogrado y Moscú, y en las ciudades principales y en las aldeas era aún altamente patriótico.
Los historiadores suelen pasar por alto el grado en que la Revolución de Febrero incluyó opinión pro-bélica, por lo menos en cuanto que los rusos deseaban defender sus territorios imperiales del ataque alemán y aliado. La guerra había perdido mucha de su popularidad, pero nadie estaba dispuesto a rendirse. Los ciudadanos se sentían resignados a luchar pero rechazaban a aquellos a quienes consideraban responsables por el aprieto nacional –en especial al zar, a la zarina, y al imaginado partido pro-germano a la cabeza de la corte y del gobierno. Muchos revolucionarios, por lo menos al comienzo, derrocaron a Nicolás para re-energizar el esfuerzo bélico, no para traer el colapso del imperio.
Claro, en febrero hubieron protestas por la paz en las calles al igual que pro-bélicas, pero como nos cuenta N. N. Sukhanov, el brillante diarista de la urbe revolucionaria, aquellos portando lemas anti-bélicos fueron recibidos con amenazas y a menudo fueron echados de las manifestaciones. Nadie fuera de la élite quería la guerra, pero los ciudadanos comunes deseaban la ocupación alemana aún menos. Esperaban detener la guerra por cualquier medio salvo la rendición, así que pensaban que aquellos activistas que clamaban por la paz pertenecían a la conspiración pro-germana.
Pronto brotarían otras divisiones críticas. Todos los partidos aceptaban la necesidad de una Asamblea Constituyente democráticamente electa pero aquel acuerdo no resolvía el problema inmediato de quién debería gobernar.
La izquierda reconocía a los recién conformados soviets como instituciones claves. Sin embargo, no anticiparon el arreglo de poder dual que emergería más adelante. Ciertamente, el gobierno provisional parecía representar la única estructura concebible. Estaba construido sobre la unidad nacional de Febrero y prometía gobernar hasta que se llevaran a cabo las elecciones para la Asamblea Constituyente. Solo cuando volvió Lenin expresó alguien alguna duda sobre aquel camino.
Entre tanto, los arquitectos de la dimisión de Nicolás –un grupo de políticos liberales de la Duma, altos mandos militares y miembros de la élite– no tenían ideas compartidas acerca de qué seguiría a la caída de Nicolás. Muchos, incluso Pavel Miliukov, querían un nuevo zar, en la persona Miguel, hermano de Nicolás. La resistencia popular, empero, pronto desilusionaron a los monarquistas. En un conocido incidente, los obreros abuchearon a Miliukov cuando este habló a favor del nuevo zar.
El deseo de evitar la expansión de la revolución, no promoverla, unía a la élite. La total destrucción de esa ilusión desempeña un papel integral en nuestra historia de polarización. El anhelo de unidad nacional frente a la invasión alemana fue prontamente mostrado como ingenua y sin substancia.
Mientras que mucha de la población celebró la Revolución de Febrero, estaban abrazando aspectos contradictorios. Los terratenientes creían que traería un renovado esfuerzo bélico y esperaban que una ola de chovinismo hundiría la revolución. Los mandos militares esperaban un incremento en la moral, otorgándoles más victorias militares en el año venidero. Los empresarios esperaban que calmaría el descontento obrero mientras que los obreros creían que sus condiciones de vida por fín mejorarían. Los campesinos querían castigar –y, a final de cuentas, derrocar– a los latifundistas. Estos desacuerdos explosivos empezaron a manifestarse de inmediato.
El gobierno incierto
El gobierno provisional encarnaba el espíritu de Febrero. Mientras que otros has examinado sus políticas, yo tengo mayor interés en su evolución. Increíblemente, aún luego de cien años, no tenemos un recuento definitivo de su actuación.
En un comienzo el gobierno consistió de liberales quienes creían que deberían guiar al país hacia la democracia, pero esa promesa presentaba un dilema fatal. Si establecían un sistema democrático los votantes probablemente los abandonarían a favor de la izquierda. Desde los primeros instantes de la revolución la mayoría, quizá el 80 por ciento, apoyó a partidos de izquierda tales como los Socialistas Revolucionarios y los socialdemócratas.
Desde los partidos Democrático Constitucional y Octubristas hasta sus aliados nacionalistas, los liberales del gobierno provisional sabían que enfrentaban ser aniquilados si se realizaran elecciones nacionales. Los izquierdistas lo sabían también y les despertaba sospechas de que sus socios de coalición no cumplirían sus promesas. Sin embargo, la unidad de todas las fuerzas anti-zaristas se mantuvo por un tiempo.
La primera brecha de envergadura en esa unidad surgió cuando Lenin volvió del exilio y proclamó “ningún apoyo al gobierno provisional.” Aunque no llamaba por su derrocamiento inmediato, estaba tomando el lógico siguiente paso revolucionario.
A su entender, unidad con la burguesía era útil en la lucha contra el zarismo pero, una vez que se fue el zar, la unidad con la burguesía devino el principal enemigo del pueblo. Las fuerzas revolucionarias radicales no debían inmiscuirse con ellos. El socialismo reformista, opinaba Lenin, le permitía a los izquierdistas el dejar al proletariado a las mercedes del capitalismo.
Mientras que la polarización ideológica de la élite política empezó a desarrollarse con lentitud –pero con velocidad creciente– el proceso paralelo entre el campesinado impulsó la revolución.
Polarización militar
Debemos hacer notar, empero, que la polarización –una consecuencia subestimada de la abolición tardía del servidumbre en el campo– había sido la norma por largo tiempo en la sociedad rusa. A fin de cuentas, poco podría cerrar la brecha entre el latifundista y el siervo. Aunque la sociedad y la economía rusas evolucionaban en el Siglo XX, una amplia separación aún dividía a la gente común de la élite.
Aquella polarización tradicional persistió a través de la revolución en un área crítica: los militares. Como muchos estudios han hecho notorio, el ejército estaba estrictamente dividido y los oficiales hacían cumplir esa jerarquía con severa disciplina.
La conscripción había amainado esto un tanto puesto que los intelectuales conscriptos y los oficiales de clase media simpatizaban con los rangos menores. En eso se oponían a muchos de sus colegas quienes creían que tenían que golpear a los soldados para que obedezcan o, como sugirió Kornílov, fusilarlos por indisciplina.
Ni siquiera Febrero pudo traer unidad al ejército. Mientras que la nación celebraba los soldados tomaron violentas represalias en contra de los mandos más severos. Desde el comienzo, los soldados y los marinos tuvieron roles crucial en la revolución. Sus experiencias comenzaron con una polarización que solo se hizo más amplia. En ello, estaban solo un paso delante de los obreros rurales y urbanos, quienes pronto estarían polarizados por la creciente violencia, declive en el nivel de vida, y los torpes intentos de la élite por contener el impulso revolucionario.
La lucha por el control
El extraordinario poder, ingenio, instinto estratégico y persistencia de las masas rusas a lo largo de 1917 no tienen paralelo en la historia. Son uno de los aspectos de la revolución que podemos celebrar incondicionalmente. En las aldeas, las fábricas, los navíos de guerra, y en los cuarteles, extraordinarias batallas políticas locales llegaron a punto de ebullición.
Los ejemplos más impactantes provienen del campesinado. En su mayoría, la sociedad educada y las élites modernizantes pensaban que los campesinos eran una traba al progreso. Presentaban a las masas rurales como temorosas, deferentes, y astutas, estrechas, codiciosas, y tomadas por la tradición, la religión y la superstición.
Los intelectuales de derecha. Incluso el mismo zar Nicolás II, idealizaban estas mismas cualidades, creyendo que los campesinos representaban un baluarte de valores tradicionales frente a las ambiciones de los radicales. Muchos en la izquierda compartían ese punto de vista y veían a los trabajadores rurales como conservadores ignorantes interesados únicamente con conseguir un pequeño fundo propio.
Marx famosamente describió a los campesinos como “la clase que representa la barbarie dentro de la civilización.” Más adelante desarrolló un punto de vista más sofisticado pero la izquierda estaba más familiarizada con sus escritos tempranos. Trotsky y Gorky compartían su punto de vista y odiaban al campesinado.
Los liberales también desconfiaban de ellos, refiriéndose a los campesinos como temnye liudi –las masas oscuras.
Sin embargo, a lo largo de 1917 esta gente supuestamente retrograda sorprendió a sus simpatizantes en la inteligentsia por su astuta actividad revolucionaria. Mientras que cada región y pueblo tenía matices propios, las estructuras principales de esta política mayormente auto-generada compartían muchas características.
En primer lugar, los campesinos se agruparon para conformar comités de pueblo. También llamaban a estos organismos comités campesinos, aunque a veces se permitía la participación de no-campesinos de confianza: así maestros, sacerdotes, y hasta terratenientes se vieron participando en las actividades de los comités. Los trabajadores rurales rápidamente excluyeron a cualquiera, proveniente de aquellos grupos, que tratase de dominar la organización.
Una vez que los campesinos se dieron cuenta de que no enfrentarían supresión inmediata, sus comités empezaron a escalar sus actividades. Ilegalmente recolectaron leña –tradicionalmente una irritante para los terratenientes– y empezaron a invadir pastizales y a sembrar en tierras privadas. Exigieron remuneraciones más altas y alquileres más bajos.
Reconocieron que, a pesar de que ansiaban desesperadamente la redistribución de las tierras, la hora del “Reparto Negro” aún no había llagado. Pero, a medida que transcurrían los meses y no llegó ninguna represalia, sus acciones se tornaron más atrevidas.
Podemos dividir el período entre las revoluciones de febrero y octubre en tres momentos. La fase inicial, que transcurrió desde la abdicación de Nicolás a lo largo del verano, presenció la creciente radicalización. Siguiendo a la represión armada de las Jornadas de Julio, elementos reaccionarios y derechistas en el gobierno intentaron dar marcha atrás sobre las conquistas populares. Irónicamente, tal como la Revolución de Febrero en sí, el asunto inauguró un período de nueva radicalización.
Antes de julio, los campesinos creían que sus victorias continuarían hasta que conquistasen la repartición de las tierras. En cambio, después de julio se dieron cuenta de que precisamente eso era lo que sus enemigos estaban tratando de evitar. Aquello llevó a los campesinos –y a los obreros– a un período de radicalización defensiva durante la cual profundizaron la revolución para salvarla.
Para los campesinos eso significó tomar la tierra y usar la violencia en contra de los terratenientes más intransigentes y hostiles. La escalada de actividad campesina de formar un comité hasta la violenta confiscación de la tierra demuestra como la polarización asumió forma activa. También recalca el hecho de que intentos de detener la revolución solo reforzaron el proceso.
La actividad obrera siguió el mismo patrón. A comienzos de marzo las clases trabajadoras urbanas ganaron antiguas batallas: disminuyeron las horas de trabajo y conquistaron sueldos más altos. Pero, al igual que en sus camaradas rurales, las acciones radicales de los trabajadores urbanos incrementaron y su polarización creció a medida de que se hizo claro que el gobierno deseaba quitarles esos derechos. Para fines del verano y comienzos de otoño, sus reivindicaciones habían pasado bastante más allá de reclamos salariales. Querían el control y las tomas de fábricas se hicieron cada vez más comunes.
Gracias al extenso trabajo de unos cuantos historiadores tenemos una muy buena comprensión de cómo ocurrió aquello. Más que la política, el impulso principal para la radicalización fue la inflación. Los incrementos salariales de marzo pronto fueron barridos y la presión de producir para la guerra, especialmente en Petrogrado, nulificó la limitación sobre las horas laborables. Los obreros y sus familias pronto se hallaron tan miserables como siempre.
Esa situación estimuló la militancia, la cual a su vez generó resistencia patronal, con los patrones cerrando las fábricas en represalia. Algunos empresarios reconocieron que los cierres de fábrica tenían el propósito de amedrentar a la mano de obra hasta la sumisión; en otros instantes, los patrones aducían que carecían de combustible o insumos para mantener la producción.
La respuesta de los obreros sorprendió a sus administradores y hasta, quizá, a ellos mismos. En vez de darse por vencidos, se instalaron y empezaron a administrar sus propios sitios de empleo. Se desató una lucha de clases en torno a la propiedad de las fábricas. El desempleo propulsó esa polarización. El cierre de una fábrica significaba que los trabajadores y sus familias –quienes subsistían de semana en semana a base de ínfimos sueldos y quienes no tenían ahorros o fondos para huelgas en los cuales apoyarse– enfrentarían la miseria.
Mientras que los trabajadores rurales y urbanos asumían posiciones más radicales, el gobierno se esforzaba por mantener su legitimidad.
Hacia Octubre
Los principales eventos que condujeron a Octubre en ciudad y campo compartieron un aspecto crítico más. A medida que el gobierno provisional absorbía más de los llamados socialistas moderados, sus votantes de volcaban en contra de ellos.
Eso cumplió lo que Lenin predijo en abril. Había argumentado que el gobierno era un ente esencialmente burgués, capitalista e imperialista. Como tal, advirtió Lenin, no debería ser apoyado. Sus fatídicas últimas semanas mostraron lo fehaciente de los problemas predichos.
La reivindicación de los campesinos por la tierra había escalado pero el gobierno –con una mayoría de ministros socialistas y una alta proporción de Socialistas Revolucionarios (SR), supuestamente orientados al campesinado– ignoró o se opuso activamente a las tomas de tierras en nombre de la unidad nacional. Muchos de los gobernadores provinciales que ordenaban medidas represivas pertenecían a los SRs. Esto desilusionó a los campesinos y el partido se dividió entre miembros moderados y un ala de izquierda que acabó uniéndose a los bolcheviques en plenamente apoyar las tomas de tierras.
Algo parecido estaba ocurriendo en las fábricas. Ministros mencheviques y SRs estaban supervisando la represión de las huelgas y ocupaciones. En consecuencia, los obreros se volcaron hacia los bolcheviques. Los socialistas moderados habían fallado en desenredarse de la trampa del gobierno provisional al apoyar una administración cuyos intereses capitalistas estaban directamente opuestos a aquellos de sus votantes.
La historia nos cuenta que la acción revolucionaria puede emerger de factores económicos y sociales tanto como de factores políticos. Para la gente común rusa en los campos y las fábricas la privación fue una fuerza radicalizante. Más aún, dadas las circunstancias precisas, la naturaleza supuestamente no-revolucionaria y el supuesto localismo fatal de los campesinos podían ser superados. El estado podía contra una o unas cuantas aldeas en rebelión pero decenas de miles alzándose simultáneamente venció al gobierno. Estos factores crearon un una ola de malestar que los político no podían más que tratar de correr.
A medida de que se hacía evidente que Lenin y sus correligionarios eran el único partido dispuesto a luchar al lado de los obreros y campesinos, las masas revolucionarias los llevaron al poder. La Revolución Rusa verdaderamente fue un movimiento desde abajo, en los cuales los líderes e intelectuales tuvieron que mantenerse a la altura de las aspiraciones del pueblo.