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Una mirada al “problema del indio” en la pintura rioplantense

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Los “pintores viajeros” como Monvoisin y Rugendas y los locales Della Valle y Blanes configuraron una estética sobre los pueblos originarios en conflicto por la frontera durante la creación del Estado Nación. Cómo dialogaban esas obras con la literatura de época y las diferencias con los artistas que crearon el imaginario del Norte tras el Centenario

Juan Batalla                                   

Infobae, 31-10-2021

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El caballo blanco, puro, galopa raudo sobre el barrizal, lleva un indio a cuestas que levanta una cruz como si fuera una lanza. El corcel robado, al igual que los elementos clericales que los otros salvajes portan, observa al espectador, pero no lo hace buscando complicidad o aprobación, sino que revela el horror, interpela su moral, y su gesto parece decirle “irán por ti”.

El caballo blanco transmite una pureza que no supera a esa cautiva, que cae sobre su peso rendida sobre otro salvaje, en otro caballo, con sus pechos al aire, cubierto su medio cuerpo por una tela nívea como su piel. Y en esta escena de horizonte eterno, la luz parece surgir de ella. Y ella, la cautiva, y él, el caballo de mirada hiriente, protagonizan una obra potente, cruda y que ponía en evidencia “el problema del indio”, aún cuando estos ya habían sido mancillados en las que habían sido sus tierras.

La vuelta del malón (1892) de Ángel Della Valle es considerada la primera obra de arte genuinamente nacional y fue realizada expresamente para la Exposición Universal de Chicago, que celebrara el cuarto centenario de la llegada de Colón, donde obtuvo un premio. No resulta extraño entonces su temática, teniendo en cuenta el fin con el que fue creada, aunque no deja de ser una declaración de principios que la primera “genuinamente nacional” se “centrase en el problema del indio”.

Sin embargo, no fue la primera pieza en eso de representar al salvaje por estos lares como tampoco en revelar una escena de rapto, ya que remitía a una tradición que comienza en la mitología griega, y dialogaba a su vez con el pensamiento imperante de la Generación del ‘80, y el imaginario literario que Esteban Echeverría ya había planteado en su poema La cautiva varias décadas antes.

Al otro lado del río (de la Plata), otro figura de la pintura como Juan Manuel Blanes había desandado ya ese camino e incluso en poco años había dado un giro en la manera de representar al indio, ya no tanto como el salvaje sin remedio, sino desde un costado más humano, como se revela en la transición desde su pintura El malón, de 1875, a la alegórica La cautiva, de 1880. Veremos como las diferencias entre la conceptualización del “problema del indio” entre Della Valle y Blanes no son solo estilísticas, sino que responden a una lectura política, con fundamentaciones literarias, de cada uno de los países.

Como práctica militar, el malón surgió durante las batallas por la frontera, en la que los pueblos originarios atacaban de manera sorpresiva y veloz con un cuerpo que se movilizaba a caballo a diferentes objetivos, pudiendo ser otras etnias, pero sobre todo a las poblaciones, fortificaciones y estancias de los criollos, con el fin de aniquilar al adversario, al usurpador, como también saquear cuantos bienes fuera posible, desde caballos a ganado y hacerse de alimentos, y secuestrar a mujeres jóvenes y niños, quienes podían ser útiles para sus intereses futuros.

La figura de la cautiva, sacada de la realidad, simboliza en la pintura de manera metonímica la destrucción de los valores cristianos civilizatorios. No se trataba sólo de representar el robo de una mujer, sino también lo que eso significaba para la construcción patriarcal del orden familiar y el rol de la mujer como madre destinada a reproducir. En la pieza de Della Valle esta construcción es aún más evidente con el robo de las piezas de las iglesias.

Arte para construir una nación

El contexto histórico es crucial al entender el momento en que fueron creadas. En el caso argentino, la extensión de la frontera tuvo -hasta la avanzada final de la Campaña al Desierto de Julio A. Roca, entre 1878 y 1885- varios pasos desde la época de la colonia, con Juan José de Vértiz en 1779. La segunda, en 1823, con el gobernador de Buenos Aires Martín Rodríguez como jefe y la tercera con Juan Manuel de Rosas, en 1833, como comandante.

En «La revista de Río Negro», Blanes retrata la Campaña al Desierto con Roca y sus solados al frente y a los costados otros componentes de la sociedad, como un clérigo adoctrinando a los indios. La obra de 1896 fue a pedido del Ministerio de Guerra y se encuentra en el Museo Histórico Nacional de Argentina.

En «La revista de Río Negro», Blanes retrata la Campaña al Desierto con Roca y sus solados al frente y a los costados otros componentes de la sociedad, como un clérigo adoctrinando a los indios. La obra de 1896 fue a pedido del Ministerio de Guerra y se encuentra en el Museo Histórico Nacional de Argentina

Así, el problema de los malones y la lucha por las fronteras de Buenos Aires llega hasta finales de la década de 1870, pero en Uruguay el proceso fue diferente. No solo más breve por lo geográfico, sino anterior y ya para 1833, durante el gobierno de Fructuoso Rivera, se realizaba la aniquilación de las últimas tribus. Por otro lado, desde la época de Artigas se había generado un mestizaje que convertía a esos salvajes en seres más cercanos, aún con un espacio relegado en el funcionamiento social.

La pintura responde así a un pensamiento de época, que a su vez se entrelaza con la literatura. En el caso argentino es irremediable no encontrar paralelismos entre La cautiva (1837) de Echeverría, como con La vuelta de Martín Fierro (1879), segunda parte del exitoso poema gauchesco de José Hernández o incluso en el cuento Marta Riquelme, aparecido en El ombú (1902) de Guillermo Enrique Hudson, nacido en Quilmes -pueblo que surgió tras la deportación de los indios Kilmes de los valles Calchaquíes, obligados a marchar desde Tucumán-, quien se radicó en Londres, donde realizó una obra nostálgica sobre Argentina.

La construcción de sentidos de aquel desierto se estableció en el poema épico de Echeverría, en el que relata el rapto de un soldado y su esposa por parte de los salvajes y las penurias que atraviesan en el desierto para escapar de la tribu, y se fortalece con el Facundo (1845) de Domigo F. Sarmiento, donde su autor exclama “¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que se ve? La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte”.

Esta dicotomía de civilización versus barbarie queda asociada entonces a la ignorancia contra los avances, la cultura y la libertad. El pasado contra el futuro; en sí, una extensión de las guerras entre federales y unitarios. Y la Campaña al Desierto, entonces, es una campaña hacia la nada, a lo inhabitado, hacia aquello que debe -en el pensamiento de Sarmiento y Juan Bautista Alberdi- ser poblado.

Otra pieza literaria de aquellos días, publicada como apostillas en 1870 en el diario La Tribuna, fue Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, que difiere del resto por su costado personal, donde el narrador no se coloca en el lugar del que todo lo sabe al formar parte de la experiencia del propio Mansilla en su negociación con un cacique para la firma de un tratado de paz con el gobierno argentino. El general tuvo una mirada más sensible hacia los pobladores originales, al considerarlos productores de una cultura propia -sistema de comercio, tradiciones, idioma, religión, etc- y los dota de cualidades hasta ese momento inexistentes.

En estos libros el cuerpo femenino se configuró como territorio de disputa, una mercancía que resumía los ideales que buscaban ser destruidos. Sin embargo, Echeverría le otorga una fuerza a su cautiva que Hernández, retira. En el poema del ‘37 ella llega a asesinar para subsistir, posee una fuerza de determinación única, mientras que en el ‘79 es el guacho quien lleva a cabo la acción más trascendental, la de ser el salvador de la mujer, y creando así un imaginario donde lo masculino predomina; un tipo de lectura que se mantuvo como canónica hasta este siglo, con novelas como Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara o, incluso, la obra Las Cautivas, de Mariano Tenconi Blanco que puede verse estos días en el teatro de La Ribera, donde se presenta una relación romántica entre una cautiva y una salvaje, que desafían sus propios orígenes, tribales y burgueses, ambos patriarcales.

Para cuando Hernández escribe La vuelta poco queda de las tribus rebeldes que aterrorizaban a los pueblos y así lo describe: “Las tribus están deshechas; / Los caciques más altivos / Están muertos o cautivos, / Privaos de toda esperanza, / Y de la chusma y de lanza, / Ya muy pocos quedan vivos”.

En la Banda Oriental algunas de las obras emblemáticas son El charrúa (1853), en la que Pedro P. Bermúdez recrea un indio heroico que resiste al español, y sobre todo Tabaré, de Juan Zorrilla de San Martín (1887), que narra el idilio amoroso y el choque de culturas entre un indio y una española. Entre ambas piezas se realiza una nacionalización del indio, que si bien nunca deja de ser salvaje configura la sangre local y la herencia.

Entonces, al no haber “problema del indio” por estar ya erradicados de sus lugares y a su vez haber ingresado a la sociedad, Blanes plantea en su cautiva una pieza donde el indio se presenta mucho más humano, que admira a la blanca castiza, que incluso se tira al piso para observarla en un acto de inferioridad y proponiendo una intimidad que en la pintura de Della Valle y la literatura de esta parte del Río de la Plata no existía. Por su puesto, sobre todas estas figuras sobrevuela la del conquistador paraguayo Ruy Díaz de Guzmán, primer mestizo, hispano-guaraní, en registrar la historia de la región, aunque su trabajo estuvo más relacionado al litoral y el entonces Alto Perú.

En Blanes se produce, en poco años, un cambio en su perspectiva de la representación del “problema del indio”. En obras como el Rapto de una blanca (s/f) y El malón (1875), que se suponen de la misma época o año, realizó puestas más cercana a las realizadas por los “pintores viajeros” como Rugendas y que luego Della Valle llevaría al paroxismo de lo simbólico.

Antes de su cautiva y su indio humanizado, realiza, en 1879, otra obra que dialoga con la literatura de Zorrilla de San Martín, El ángel de los charrúas, que toma el mismo nombre del poema homónimo escrito dos años antes. Aquí también la representación bordea la interioridad del personaje y se acomoda al ideal de la pureza del poblador originario desaparecido. “¡Cayó una raza inocente / para no alzarse jamás!”, finaliza.

Es una pieza oscura, donde se recrea la soledad de una mujer apoyada en una roca, mientras observa un pedazo de tela de una prenda de un conquistador, como tratando de entender qué ha sucedido, enmarcando así un gran vacío: la noche que ha llegado para sumir todo en las sombras.

También de 1880, Blanes presenta otra perspectiva con La vuelta de la cautiva y El regreso de la cautiva, algo así como un capítulo dos y tres. En La vuelta la mujer se arrastra por el piso ante las puertas de un hogar que no se le abre mientras unos curiosos observan, y en El regreso está de espaldas a la toldería, sollozando. En estas piezas, como en el cuento Marta Riquelme de Hudson, se recrea lo que significaba para una mujer perder “la gracia” y ser corrompida por los salvajes. La cautiva, desde el momento que era capturada, era estigmatizada, perdía su condición de mujer civilizada y cristiana, en una traslación de los que representaba lo salvaje hacia su propia existencia. La postura de las mujeres de las obras de Blanes tienen

El pintor uruguayo vuelve a utilizar la estructura de La cautiva en su El resurgimiento de la Patria (1889), con una pieza donde las similitudes con la pieza que se encuentra en Colección Fortabat son notables: la mujer como la esperanza, como símbolo, pero esta vez no sobre el, sino sobre la base sólido de la piedra, mientras el indio otra vez en el piso, servicial, aprecia a aquella que surge, cerrando así un círculo estético-conceptual entre la obra original y ésta, donde la originario forma parte fundacional del estado nación en crecimiento.

Los pintores viajeros y la mirada Europea

Las piezas de Della Valle o Blanes no fueron las primeras en ingresar al “problema del indio”, y correspondieron, como marcaba la época, a los pintores viajeros europeos. Uno de los casos más conocidos fue el francés Raymond Monvoisin, una figura que había estudiado con la élite parisina, viajado por África y trabajado para Luis XVIII, quien en su paso por Buenos Aires realizó obras importantes como Soldado de la guardia de Rosas y Porteña en el templo, y comenzó se Retrato de Juan Manuel de Rosas de “entrecasa”, que se llevó en su huida a Chile -cuando creía que el Restaurador de la leyes lo había mandado a matar- y terminó en su regreso a Francia luego de un paso por Perú y Brasil.

Si bien no es parte de la iconografía regional, por haber sido producidas y expuestas en Francia, las obras El naufragio del joven Daniel y Elisa Bravo Jaramillo de Bañados, mujer del cacique (ambas de 1859) mantienen la mirada europea sobre la barbarie, mirada que es la gran influencia en los primeros trabajos de Blanes y en la de Della Valle. Las piezas están inspiradas en una historia, nunca comprobada, que tras un naufragio, los sobrevivientes fueron asesinados por los mapuches y la joven Elisa, la cautiva, tomada como “esposa” del cacique.

“La estructura de ambas obras presenta el proceso de corrupción del cuerpo ‘civilizado’ de Elisa Bravo y dan cuenta, de manera soterrada, de los diversos niveles y alcances de la imaginación imperial de la época – imaginación proyectada tanto por el artista metropolitano como por el público chileno de mediados del siglo XIX”, escribe la historiadora del arte Josefina De La Maza, en el ensayo Del naufragio al cautiverio: Pintores europeos, mujeres chilenas e indios Mapuche a mediados del siglo XIX.

Y agrega: “Si bien el artista viajó por un largo periodo de tiempo a través de Sudamérica, sus viajes estuvieron permeados por un complejo conjunto de prejuicios sobre el continente. Medianamente solapados al retratar a las elites de distintos países, estos prejuicios tomaron forma en un pequeño grupo de obras que presentan una mirada particularmente significativa acerca del Cono Sur. Soldado de la guardia de Rosas (1840s), Gaucho federal (1842), Los refugiados del Paraguay (1842 y 1859), Caupolicán prisionero de los españoles (1859) y, sobre todo, El naufragio del joven Daniel y Elisa Bravo…”.

En Chile también hubo otros viajeros, exploradores y científicos, más cercanos al costumbrismo -Eduard Poeppig, Otto Grashof y María Graham- que no ingresaron en “el problema del indio” de la misma manera que lo hizo en Andanzas de un alemán en Chile: 1851-1863, Paul Treutler, ingeniero minero de profesión, que presentó sus experiencias y una serie de ilustraciones sobre lugares, tradiciones, pero sobre todo, de los salvajes, con su familias, trabajo minero e incluso un Rapto de una doncella.

Más allá de estos autores, que trataron de documentar -salvo Grashof, que sí vivía del arte- hubo un alemán que resultó crucial en la construcción del imaginario: Mauricio Rugendas, quien mantuvo relaciones con Monvoisin en Chile tras llegar de Perú. Johann Moritz Rugendas o Rugendas, a secas, fue uno de los primeros pintores que buscaron la América desconocida para vender en Europa: recorrió y pintó en Brasil, Haití, México, Chile, Perú, Bolivia, Argentina y Uruguay.

Rugendas, que realizó una veintena de ilustraciones sobre La cautiva de Echeverría, pintó dos piezas en particular, entre las más de 3000 que componen su “aventura por América” y forman parte del acervo de la Colección Estatal de Gráficos en Múnich, como El rapto de la cautiva (1845) y Rescate de una cautiva (1848), obras algo caóticas en composición, con el dramatismo propio de lo romántico y rostros proto expresionistas.

Entonces, Monvoisin construye una obra de corte romántico que dialoga, sobre todo con Della Valle, al presentar una clara dicotomía entre lo civilizado y bárbaro, algo que Blanes también realiza, aunque con una abordaje diferente. Blanes apunta a la alegoría.

En el grabado de Treutler como en El rapto… de Rugendas, la cautiva extiende sus brazos al cielo, al igual que lo haría Blanes, en una demostración de desesperación, de pedido de ayuda hacia el cielo, espacio simbólicamente cristiano y de donde podía provenir la ayuda ante la barbarie.

Una iconografía con ribetes mitológicos

Ovidio relató en La metamorfosis el mito griego en el que la princesa fenicia Europa era secuestrada por Zeus en forma de toro, para llevarla hasta la isla de Creta, donde tendrían tres hijos. Esta historia tuvo sus representaciones no solo en antiguas vasijas helénicas y frescos romanos, también fue llevada al lienzo por Tiziano (1560), Rembrandt (1632), Rubens (1636 – 1637), quien además realizó Rapto de las hijas de Leucipo y Rapto de Oritía.

Le siguieron, entre otros, Erasmus Quellinus (1638), François Boucher (1734), Francisco de Goya (1772), y más acá en el tiempo, Picasso y en esta parte del mundo una escultura de Fernando Botero se sitúa en las calles de Madrid, Medellín y Chicago.

O sea, el tema del rapto ha sido una constante en la historia del arte desde el siglo XVI al menos. Incluso si miramos los nombres de los artistas, la gran mayoría pertenecen al canon de los grandes. Pero como todo cambia, también lo hizo el abordaje a esta operación de secuestro y en especial en la mano del francés Evariste Vital Luminais, entre 1870 y 1890.

En el XIX, Luminais, reconocido por sus obras acerca de la historia francesa temprana, da un giro al enfoque, alejándose de lo mitológico para poner como el raptor a las tribus nórdicas y romanas, poniendo énfasis en los desnudos femeninos, que se presentan sexuales en contorsión, en medio de la escena. El rapto (1887-1889), que fue adquirido por el MNBA en 1897 durante la presidencia de Schiaffino, es una prueba de este academicismo que también se presenta en Della Valle y Blanes.

El “padre de los galos”, como se lo llamó, continúa con esta tradición en muchísimas obras, como Las cautivas, donde los bárbaros son los romanos, y Piratas normandos en el siglo IX, donde representa a los vikingos escandinavos durante la ocupación del noroeste de Francia. Así, se produce en cambio de lo mitológico a los histórico-alegórico de corte clasicista, que tuvo su influencia al otro lado del Atlántico, donde históricamente se apreciaba a los francés por sobre cualquier otro y así se representó en las colecciones privadas, por ejemplo, que dieron vida al Bellas Artes argentino.

El cambio de paradigma

A inicios del XIX, para Schiaffino, que pidió La vuelta del malón a la familia de Della Valle para el naciente Bellas Artes cuando el artista falleció, el objetivo era educar el ojo y nada mejor que ese cuadro monumental. Con ese ojo. El ojo.

En una Buenas Aires rural en lo que las artes plásticas se refiere -los cuadros se exhibían en pinturerías, por ejemplo- y el coleccionismo -que Rosas había llamado “cosa de gringos” y las siguientes administraciones siguieron mirando, en su mayoría, como una pérdida de tiempo- necesitaba fortificarse.

Pero llegó el XX y la Generación del ‘80 recibió el Centenario con un cambio profundo en la mirada del indio. No en sí con los del Sur, que ya habían sido exterminados para dar sus tierras a las familias patricias que las comenzaron a explotar para la agricultura y la ganadería con mano de obra mestiza y del gaucho domesticado (a pesar de ser el héroe nacional de Hernández), sino hacia el Norte.

La creciente inmigración necesitaba la consolidación de una imagen nacional. Así lo planeaban intelectuales como Ricardo Rojas o Leopoldo Lugones, quienes llamaban a construir el primer nacionalismo cultural a partir de la apelación a prácticas, valores y tradiciones del pasado. Pero ese pasado ya había quedado claro en la literatura y la pintura sobre lo que sucedía en el desierto pampeano y hacia abajo: no eran tiempos de revisionismos, lógicamente. En lo pictórico, por ejemplo, estos temas quedaban en evidencia con Sin pan y sin trabajo, de Ernesto de la Cárcova, realizado dos años después de La vuelta del malón,

Así que la literatura comienza, sin buscarlo, a arman un tejido de la patria chica regional. Manuela Gorriti llevó la tea que continuaron Joaquín Castellanos, Juan Caros Dávalos y hasta los Cancioneros de Juan Alfonso Carrizo en el Norte, mientras que Ricardo Güiraldes reconstruía su pampa; Horacio Quiroga miraba hacia la selva, Mateo Booz al litoral, y Roberto Payró y Rodolfo Arlt presentaban la alteridad de Buenos Aires, provincia y ciudad.

En lo pictórico, los modernos del grupo Nexus también suman en la construcción de este imaginario a partir de una recuperación de lo tradicional, los folclórico, pero ya con un lenguaje cercano al impresionismo que se mixturaba con el academicismo de sus predecesores, quienes habian sido maestros de varios de ellos a fin de cuentas: Fernando Fader en Córdoba, Pío Collivadino en la ciudad, la Entre Ríos gauchesca y rural de Cesáreo Bernaldo de Quirós, los criollos de Carlos Ripamonte, etc.

A su vez, comenzaron a generarse fenómenos político-sociales que durante la primera mitad del siglo cimentaron las bases de los museos provinciales de Tucumán y Salta o el municipal de La Rioja, y también aventuras individuales de un grupo de artistas como Pompeo Boggio, Jorge Bermúdez, José Antonio Terry, Ramón Gómez Cornet, Laureano Brizuela y Francisco Ramoneda en Santiago del Estero, Catamarca y Humahuaca, respectivamente, que permitieron el crecimiento de un espacio artístico. Luego, sería el tiempo de Berni, Raquel Forner, Antonio Gramajo Gutiérrez, Lino Enea Spilimbergo, entre tantos otros.

La tradición entonces, la aceptación de lo originario, se produjo a través de la cultura de Buenos Aires hacia el Norte, donde la huellas de la colonia aún persistían y conformaron un criollismo nacional que se reconoció como autóctono e identitario, de la misma manera que se resaltó la diversidad de la cultura de un pueblo, en su sentido más extenso, que no solo le pertenecía ya a la mirada porteña, aunque esto no significó que la metrópolis no sea desde donde se realizara la autenticación de las estéticas y discursos, en una especie de unitarismo cultural que se mostraba federalizado porque, a fin de cuentas, el arte de los pobladores originarios, en sus vasijas y telares -por ejemplo-, es aún hoy visto desde una perspectiva antropológica.

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