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¿Por qué los socialistas tenemos que hablar de justicia?

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JACOBIN

LILLIAN CICERCHIA

A los socialistas no nos basta con señalar los muchos defectos del capitalismo: tenemos que explicar nuestra visión positiva del futuro y cómo está a la altura de nuestros ideales de justicia.

Fresco de la Works Progress Administration, obra de Victor Arnautoff, situado en la Coit Tower de San Francisco, 1934. (VCG Wilson / Corbis vía Getty Images)

Después de décadas al margen de la vida política, en los últimos años el socialismo ha vuelto a ser un tema de debate serio. Entre los teóricos políticos contemporáneos, está madurando el debate sobre si el socialismo de mercado, la renta básica universal, la democracia de la propiedad, el comunismo de consejo o una utopía posttrabajo deberían ser nuestra visión del futuro postcapitalista. Pero este debate rara vez se basa en una filosofía política.

Lo que yo entiendo por «filosofía política» es una teoría de la justicia, una ética sistemática o una concepción ampliamente compartida de la libertad humana. Lo que hacen los filósofos políticos es desarrollar conceptos que nos ayuden a distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. Los socialistas han tenido históricamente una relación complicada con este proyecto. Sospechamos que es burgués, cosificador del statu quo, o simplemente reformista.

Es hora de pasar página a este conjunto de sospechas. Necesitamos no sólo diagnósticos de la injusticia sistemática, sino recetas de justicia, libertad y buena vida. Necesitamos que estas recetas sean universalistas, no sectarias, convincentes para los inconversos y esperanzadoras para el futuro. También necesitamos restaurar nuestra propia convicción de que el socialismo es posible, deseable y justo.

¿Socialismo versus justicia?

Permítanme comenzar aclarando las objeciones socialistas tradicionales a teorizar sobre la justicia. La primera preocupación de que la justicia es un ideal burgués está bien fundada. Las reivindicaciones sobre la justicia tienen lugar en un terreno social en el que existen profundas divisiones sociales que los ideales liberales como la libertad y la igualdad hacen mucho por oscurecer. No es fácil utilizar los mismos ideales que ocultan las divisiones sociales para defender la transformación fundamental de la sociedad.

En segundo lugar, como resultado, las reivindicaciones sobre la justicia pueden tender a reificar el statu quo. Es demasiado fácil tomar al pie de la letra las intuiciones de la gente sobre la justicia. El mercado moldea nuestros valores, sentimientos e intuiciones morales de una forma que refuerza el statu quo, lo que mistifica toda una serie de problemas sociales. En este contexto, no es creíble apelar a las normas existentes o a los deseos y preferencias reales de la gente en relación con esas normas para legitimar los ideales socialistas.

La tercera objeción es que la naturaleza burguesa del ideal y sus muchas distorsiones ideológicas conducen a una estrategia política irremediablemente reformista. La idea de «justicia» en el capitalismo legitima la dominación capitalista a través de la ley, los tribunales y el sistema parlamentario; de modo que comprometerse a mantener una estructura política que refuerce el apoyo a tales instituciones hace casi imposible cuestionar su base social de manera fundamental. Un cambio radical requiere cuestionar algunos valores fundamentales que la gente tiene ahora.

Pero los socialistas de hoy deberían considerar cómo plantean nuestros adversarios políticos el problema de la relación del socialismo con la justicia. Los liberales también argumentan que el socialismo y la justicia son incompatibles, pero por razones diferentes.

En primer lugar, los liberales argumentan que el socialismo presupone una idea de la vida buena, que es antiliberal. El socialismo obliga a cada individuo a compartir el proyecto vital de construir una sociedad sin clases que busque armonizar los intereses individuales en un ideal de bien común. Los críticos dicen que la posición socialista niega de hecho el pluralismo sobre los ideales de la buena vida que requiere la democracia. Al exigir que los individuos se identifiquen completamente con una misión social que es mayor que ellos mismos, el socialista rechaza desde el principio el hecho de la diversidad irreconciliable en la vida humana. En un mundo sin clases, los socialistas imaginan que desaparece el ámbito de la contestación, la comunicación y la diversidad humanas. Este mundo imaginario borra las diferencias sociales negando el hecho del pluralismo que preserva el liberalismo.

La segunda objeción liberal es lo que yo llamo la objeción «¡No seas un patán estadounidense!» Dice así: «Ustedes tienen un mal caso de capitalismo allí (¡parece bastante brutal!), pero hay variedades de capitalismo que no ven y sus objeciones sólo se aplican al tipo de capitalismo desenfrenado e inhóspito para la vida humana al que ustedes están acostumbrados». Es famoso el argumento de Karl Popper de que no sólo hay dos posibilidades —capitalismo o socialismo—, sino muchas posibilidades dentro del capitalismo. (Existen, por ejemplo, las versiones más humanas del capitalismo que se encuentran en los países nórdicos). El socialismo, por el contrario, tiene muy pocas variedades. Es la racionalización definitiva de la sociedad, que elimina de la mesa política el pluralismo de valores y la diversidad ideológica.

La tercera objeción liberal es que los abusos del poder político son más fáciles de evitar en un sistema capitalista que en uno socialista. Si entendemos el socialismo como la propiedad pública de los medios de producción y la planificación central, entonces el socialismo incorpora la corrupción a las instituciones estatales. Una estructura estatal que no permite la independencia de los centros de poder en competencia, como el mercado, pone a los individuos a merced de una camarilla gobernante que puede utilizar esa estructura para enriquecerse sin supervisión.

Los votantes de una democracia capitalista, por otra parte, pueden elegir entre mejores o peores respuestas a los problemas económicos, lo que hace que los funcionarios del Estado respondan mejor a los ciudadanos. Lo que subyace a esta libertad política es una mayor capacidad de elección en cuanto a bienes, servicios y oportunidades de empleo. Si uno no está obligado a aceptar lo que el Estado le proporciona, éste depende más de la aprobación pública, lo que hace menos probable que la corrupción persista o se generalice. Por el contrario, el socialismo simplemente crea una burocracia grande, opaca y que no rinde cuentas, hostil a las críticas externas.

Qué podría significar un socialismo democrático

El hilo conductor de estas objeciones es que la política socialista es intrínsecamente antiliberal, porque los socialistas no reconocen la conveniencia de tener una concepción de la justicia que permita el disenso, la deliberación democrática y las libertades civiles.

Los socialistas tienen que abandonar su reticencia a hablar de justicia y explicar sin rodeos por qué el socialismo es compatible con los valores liberales, por dos razones.

En primer lugar, no está claro cómo puede construirse la esperanza en el futuro a través de un modo puramente negativo de crítica social. Por «negativa» me refiero a la postura crítica que diagnostica pero se niega a desarrollar recetas positivas. Karl Marx se negó célebremente a escribir «recetas para las cocinas del futuro»: rechazaba la idea de que debamos intentar decir en detalle cómo será una futura sociedad socialista. Se supone que esta actitud genera realismo político y deliberación democrática a medida que avanza un movimiento revolucionario, de modo que descubrimos cómo es el socialismo en el proceso de construirlo.

¿Pero no es extraño que la izquierda en 2022 se aferre a esta postura? Muchos de nosotros nos hemos vuelto casi apocalípticos sobre la multiplicación de las crisis del cambio climático, el estancamiento mundial y la migración, y sin embargo, una idea clara e inmediata de una alternativa socialista a la economía capitalista mundial que está causando estas crisis sigue estando fuera de nuestro alcance.

Si la situación política es tan mala como muchos piensan, entonces ¿puede la izquierda permitirse realmente no emplear cocineros en la cocina? Si hemos perdido incluso la capacidad de ser previsores, no veo qué añade a la discusión esta prohibición histórica de nuestros cocineros, excepto desmoralización, desentendimiento político y, como resultado, fatalismo.

En segundo lugar, los socialistas siempre han buscado la hegemonía política y no sólo económica, lo que implica convencer a la mayoría de la sociedad de que el liderazgo político de los trabajadores beneficia a todos. Aunque uno no sea obrero, debería poder encontrar deseable el socialismo. Sin una idea convincente de justicia, no hay muchas esperanzas de hacer realidad ese objetivo mayoritario.

Esto no quiere decir que el individuo sea más importante que el colectivo (es decir, el «individualismo»). Pero los socialistas tienen que demostrar que los individuos pueden prosperar igual de bien en otro tipo de estructura social. Nos corresponde a nosotros decir que pueden y deben esperar algo más rico y más cálido de una concepción de la libertad humana que la que ofrece el capitalismo.

Muchos de los argumentos liberales contra el socialismo se basan en el supuesto de que el socialismo debe ser una economía centralizada de arriba abajo. El argumento de que el socialismo es homogeneizador, socava la diferencia social y, por tanto, niega la política, debería ser menos convincente una vez que uno se toma más en serio la política del socialismo. Como preguntó recientemente Aaron Benanav, ¿por qué no puede el socialismo del futuro «estar compuesto de planes parciales superpuestos, que interrelacionen actividades necesarias y libres, en lugar de un único plan central?». La planificación podría ser cualitativamente diferente a la del pasado, dejando un margen más limitado a los mecanismos de mercado pero incorporando otros valores a la corriente principal de la vida económica. Uno podría hacer planes para desarrollos tecnológicos que aumenten la productividad laboral, ahorren tiempo y creen un excedente, pero si se democratizara la inversión, uno podría mezclar este plan con otros planes. Por ejemplo, los ciudadanos podrían proponer concursos para la inversión pública del excedente en las artes o en el cuidado de niños y ancianos. El socialismo requerirá una estructura política democrática que facilite este cambio social masivo, que tendrá que asumir que el pluralismo es un hecho básico de la vida política.

Después de todo, puede haber variedades de socialismo que dependan de cómo la gente transforme las estructuras institucionales ya existentes. Es muy posible que el socialismo norteamericano sea diferente del socialismo europeo, que a su vez será diferente del socialismo sudamericano, porque sus instituciones estatales y sus necesidades de desarrollo son muy diversas. Por ejemplo, puedo imaginarme un gran e ilustre proyecto de construcción de un ferrocarril eléctrico a través de las Grandes Llanuras de Norteamérica, donde los granjeros de allí tienen un consejo que coordina el precio del grano con el consejo de ganaderos del suroeste que envía ganado a Chicago. Puedo imaginarme el sistema de codeterminación en Alemania, en el que el control de la gestión pasa totalmente a manos de los trabajadores, mientras que los sindicatos se hacen responsables de las políticas activas del mercado laboral, que coordinan con un consejo de inversión.

Hay muchas formas de conseguir un socialismo que no dependa de una autoridad central especialmente vulnerable a la corrupción. Los controles y equilibrios pueden seguir existiendo en el socialismo. Una teoría política socialista que aproveche este potencial trataría de dotar a los individuos de la capacidad de negociar las diferencias en lo que valoramos o en el énfasis en cómo distribuimos e invertimos el excedente de nuestro trabajo colectivo.

Proyectar nuestras esperanzas

La concepción asocialista de la justicia debería ofrecer buenas razones para una gran apuesta existencial: ¿Por qué debería la gente apostar por una transición más allá del capitalismo? La gente debe creer que esa transición eliminará los incentivos para que cambiemos a peor y, en cambio, nos ayudará a adaptarnos a mejor. Tiene que estar segura de que las libertades civiles, por ejemplo, no desaparecerán.

¿Es la «justicia» necesariamente reformista, como dicen algunos socialistas? Tal vez, pero no irremediablemente. Una transición socialista probablemente requerirá muchas reformas que amplíen las capacidades de las personas para actuar libremente en el presente, para darnos más gente con la que trabajar, creando más de la aceptación y la experiencia que una futura sociedad libre sin duda necesita. Todo esto es necesario para orquestar una ruptura con algo tan serio como los imperativos dominantes de un sistema económico global. No hay camino de la reforma a la revolución que no amplíe tales capacidades, haciendo que los individuos que ahora existen sean «aptos para gobernarse» a sí mismos.

No es fácil determinar qué reformas conducen en la dirección de la ruptura. Pero la gente necesita ser capaz de ver crecer las semillas del socialismo en el proceso, confiar en que son terreno fértil para la justicia, para poder desplazar sus horizontes hacia la libertad. Negar la importancia de la justicia en este proceso histórico significa negar que el socialismo deba intentar legitimarse moralmente a los ojos de la mayoría. Es autodestructivo, ya que convierte al socialismo en un marcador de posición vacío en el que la gente proyecta el miedo y la incertidumbre en lugar de, como escribió Otto Neurath en una ocasión, sus esperanzas de un lugar en el que la persona amable pueda sentirse como en casa.

LILLIAN CICERCHIA

Investigadora posdoctoral de Filosofía en la Universidad Libre de Berlín. Estudia economía política, feminismo y teoría crítica.

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