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País inclusivo, país potencia, país corrupto: ¿cuál es Brasil?

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País inclusivo, país potencia, país corrupto: ¿cuál es Brasil?

En las últimas décadas, Brasil ha proyectado imágenes contradictorias, que la crisis actual hace más evidentes: el presidente obrero, el motor económico de la región, las desigualdades persistentes y una clase política corrupta.

Pablo Stefanoni

La Nación, 4-6-2017

http://www.lanacion.com.ar/

«Tá difícil competir.» El tuit oficial de la serie House of Cards sintetizó en tres palabras la situación de incertidumbre que vive Brasil, en medio de delaciones diarias que transforman en simples reos a los poderosos de ayer. La megacorrupción destapada con el caso Lava Jato parece no despegarse de uno de los estereotipos con los que los latinoamericanos leemos a nuestro vecino: todo allí es «mais grande», dicho en un mal portugués.

El territorio que acogió la corte imperial portuguesa que escapaba de las tropas de Napoleón; el país de la rebelión de Canudos, brutalmente reprimida, en ese sertão nordestino y pobre a menudo invisible; la nación cuyo presidente más importante en el siglo XX, Getúlio Vargas, se suicidó con un tiro en el corazón presentó siempre diversos claroscuros: desarrollo envidiable y desigualdades insoportables; actitudes de potencia global y repliegues al grotesco de su clase política. Siempre fue un país de contrastes: desde la Amazonia hasta megalópolis como San Pablo, con récord de helipuertos para los ricos. Desde universidades de excelencia hasta el analfabetismo históricamente naturalizado.

De esas imágenes variadas y contradictorias, y hasta indescifrables, están construidas les lecturas latinoamericanas sobre un Brasil a la vez cercano y lejano que hoy vive una grave crisis que afecta su propio lugar como potencia regional. Repasemos algunas de ellas.

Un obrero en el poder

En 1989 Luiz Inácio Lula Da Silva pegó en el palo. Tras una épica campaña electoral perdió por 47% a 53% con Fernando Collor de Mello, que tiempo después sería expulsado del Planalto a través de un impeachment mientras centenares de miles en las calles gritaban «Fora Collor!». Pero lo logró en 2002. Y la historia del ex obrero migrante del Nordeste brasileño, transformado en obrero metalúrgico en el cordón industrial de San Pablo, que definió sus primeros años de vida como «un pozo de ignorancia» y comenzó a ganarse la vida como limpiabotas, captó la simpatía de los latinoamericanos, incluso los que no adherían a su ideología de izquierda.

Pero no sólo se trataba de Lula. El Partido de los Trabajadores, fundado en 1980, revivía en América Latina la potencia del Partido Laborista británico, capaz de articular a sindicatos de trabajadores e intelectuales en una fuerza de masas, en el caso del PT influida por la Teología de la Liberación y diferentes sensibilidades de izquierda en un proyecto socialista democrático sin parangón en la región. La parábola cerraba. Lula-lá, la consigna electoral que significaba «Lula allá», en el Palacio presidencial, representaba las aspiraciones de millones de brasileños pobres de llegar también allá, con él. Por eso, cuando en un viaje, ya como presidente, Lula se subió a la carroza de la reina de Inglaterra, alguien escribió que millones de nordestinos sintieron que se subían con él.

Fueron muchos quienes, fuera de Brasil, lamentaron no tener un partido como el PT. Para una izquierda latinoamericana con dificultades para crecer entre la clase obrera, el partido brasileño era una especie de meca. Tras la crisis de 2001, en la Argentina algunos reclamaron a Víctor De Gennaro y a la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) que construyeran un PT. Y hoy pocos recuerdan que incluso Elisa Carrió se involucró en conversaciones con De Gennaro y Luis Zamora tras las cuales declaró: «La verdad, para formar un PT en la Argentina primero habría que tener industrias, obreros, recrear las universidades con nuevos intelectuales. Y de eso no tenemos casi nada».

Soft power

La novena economía del planeta también es, para algunos, un subimperialismo, retomando una terminología de los años 60. Pero, al mismo tiempo, el antiguo territorio imperial portugués aparece como el motor de la integración regional. No tanto latinoamericana como sudamericana, el espacio en el que los brasileños pueden desplegar su soft power sin la influencia de México y sin una presencia tan fuerte de Estados Unidos, aunque no han abandonado su presencia en Centroamérica y el Caribe.

Uno de quienes analizó esta tensión respecto del lugar de Brasil en la región fue el uruguayo Raúl Zibechi, autor de Brasil potencia. Entre la integración regional y un nuevo imperialismo (2012). Petróleo, represas, tierras forman parte del entramado de esta potencia intrarregional y la cara simpática de Lula ayudaba a presentar la expansión con la máscara de la solidaridad latinoamericana. No obstante, para el autor uruguayo no existe determinismo en el futuro: «Aún no sabemos si el Brasil Potencia se convertirá en un nuevo imperialismo».

Las tensiones están a la vista: Evo Morales, cuando nacionalizó los hidrocarburos en 2006, eligió precisamente un campo de Petrobras para ir personalmente a colocar la bandera boliviana y la petrolera brasileña demandó a Ecuador, parte del eje bolivariano, ante la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya por una disputa por renegociación de contratos. Los propietarios de tierras «brasiguayos» en Paraguay son otra de las caras de la «expansión» brasileña: su presencia como propietarios en los campos sojeros pueblan las historias de abusos de los campesinos paraguayos. Ni hablar de Odebrecht.

Pero, al mismo tiempo, Brasil apareció como el motor de una integración sudamericana más abarcativa -y menos ideológica- que la promovida por Caracas. Lula fue clave en la diplomacia presidencial y sus iniciativas contribuyeron a los grados de autonomía regional respecto de Washington en la década del «giro a la izquierda continental». Uno de sus éxitos, aún embrionarios, fue la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Pero hoy, como escribió Alejandro Frenkel, Brasil pasó de ser un factor de estabilidad a un «elefante en el bazar sudamericano». La «marca Brasil» se devaluó y Andrés Malamud pudo escribir en este diario que Brasilia carece de los tres recursos claves de poder: fuerza, dinero y encanto. En realidad, dice Malamud, encanto alguna vez tuvo.

¿Izquierda vegetariana?

En la región era común contraponer a Lula, de políticas moderadas y buenos modales, al radical y autoritario Hugo Chávez. En un artículo sobre las dos izquierdas latinoamericanas, Álvaro Vargas Llosa, el hijo del novelista, distinguió entre izquierdas carnívoras (populistas y retrógradas) y vegetarianas (democráticas y modernas). Colocó a Lula en el segundo bloque. El gobierno del PT podía ser caracterizado, sin faltar a la verdad, como una socialdemocracia con las bases plebeyas que la europea perdió. Pero no siempre esta visión desde afuera coincidía con la de dentro.

Detrás de las formas moderadas, se jugó en Brasil una fuerte «lucha de clases» que los sectores privilegiados percibieron como una amenaza. La palabra clave es «orkutización», en referencia una red social de Google, Orkut, crecientemente utilizada por brasileños de origen popular. «La ?orkutización’ va más allá de la Red, para convertirse en una metáfora que refiere al ascenso social de millones de brasileños -y al desembarco popular en universidades, aeropuertos y otros espacios sociales otrora más cerrados-, alentado durante los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff», escribió el politólogo Jean Tible.

Resulta llamativo que mientras en la región se consideraba «vegetarianos» a los gobiernos del PT, en Brasil crecieran los epítetos en la prensa contra la «dictadura sindical» y más curioso aún que, durante la gestión económicamente bastante ortodoxa de Rousseff, se comenzara a hablar incluso de comunismo. Los discursos revanchistas y racistas tiñeron parte del espacio anti-PT y se entremezclaron con demandas contra la corrupción de carácter más republicano.

Corrupción y circo

El impeachment contra Rousseff proyectó la peor imagen del país, incluyendo la de una clase política completamente desacoplada de un país-potencia que se propuso influir en la agenda global. El New York Times no encontró mejor título que «Circo y corrupción en el Congreso de Brasil» para una crónica que recuerda la presencia de acusados de homicidio y tráfico de drogas entre los parlamentarios.

La nota la dio el diputado Jair Bolsonaro, quien dedicó su voto a «los militares del 64» y más concretamente al torturador de Rousseff, Carlos Alberto Brilhante Ustra, «el pavor de Dilma». Y no fue su único «exabrupto». En una ocasión, el parlamentario le dijo a una colega de la Cámara que no la violaba porque ella «no lo merecía» a un tipo como él. Otros hablaron de sus nietos, de Dios, del comunismo? En ese congreso está también el famoso payaso Tiririca, quien en el spot de campaña decía «no sé qué hace un diputado, pero vótenme y después les cuento». En 2010 fue el diputado más votado y en la siguiente elección fue reelecto. «Tal como funciona el sistema electoral en Brasil, ese voto en chiste termina eligiendo no sólo a Tiririca, sino también a varios diputados del Partido de la República, un partido de ultraderecha extremamente corrupto que usa la imagen de Tiririca (suerte de Piñón Fijo en la Argentina), para esconder a sus verdaderos candidatos», dice el periodista y académico Bruno Bimbi. Tiririca fue uno de quienes, puño en alto, votó por el impeachment a Rousseff, que no tenía por causa la corrupción sino la acusación de haber maquillado las cuentas fiscales.

El actual es uno de los congresos más conservadores de la historia democrática brasileña. La bancada BBB concentra este conservadurismo. Las tres letras refieren al buey (agroindustriales), la Biblia (evangélicos) y la bala (ex integrantes de fuerzas de seguridad y partidarios de la mano dura).Y es quizás el más explícitamente corrupto. Decenas de parlamentarios están investigados por el megacaso de corrupción conocido como Lava Jato. El artífice del proceso a Rousseff, Eduardo Cunha, está preso.

Hoy, en medio de la ciénaga del Lava Jato y las delaciones premiadas, Brasil proyecta la imagen de la corrupción infinita. De un gobierno, el de Michel Temer, festejado por el bloque antipopulista y hoy transformado en amigo incómodo. De un Lula que -tras años de codearse con empresarios poderosos- vuelve a presentarse como el obrero nordestino despreciado por las élites. De una Dilma que luego de años de pragmatismo político vuelve a colocarse, al menos para el PT y algunas izquierdas de la región, los lentes de marcos gruesos de guerrillera de los años 70. Y de unos jueces-estrella dignos del mani pulite italiano. En Italia, tras la caída del sistema político vino Silvio Berlusconi. En Brasil quién sabe.

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