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Lysenko: genética y estalinismo

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El Viejo Topo

Adrià Casinos y Jean-Pierre Gasc

Hace ya más de cuarenta años, Dominique Lecourt (1974) se preguntaba sobre la oportunidad de abordar de nuevo la cuestión Lysenko. Justificaba la decisión de hacerlo a causa de que si bien durante un largo intervalo diversos estudios habían visto la luz, en gran parte podían entenderse como ataques al socialismo o al marxismo en general. Consideraba que aunque ciertos de esos estudios pudieran ser más o menos rigurosos, el último objetivo que se traslucía era la lucha ideológica, tratando de demostrar que el marxismo implicaba necesariamente dogmatismo, y que el materialismo histórico no era en absoluto una ciencia (para Lecourt, al menos en aquel momento histórico, lo era, sin lugar a dudas). Es cierto que más o menos por ese año (1974) comenzaba una de las batallas más intensas de la lucha ideológica asociada a la Guerra Fría, con ciertas particularidades desde el lado occidental. En efecto, mientras la derecha ideológica se agrupaba en torno a Popper y sus ideas, digamos filosóficas, sobre la “sociedad abierta”, ciertos sectores progresistas del pensamiento occidental consideraban que el marxismo era mucho más que un dogma de estado, pudiendo ser su método una ayuda importante de cara a abordar determinados problemas científicos. Sin intención de generalizar en el conjunto de las ciencias, puede afirmarse que al menos en biología la pretensión estuvo claramente presente. Por ejemplo, Stephen Jay Gould hablaba de las raíces marxistas de su hipótesis de los equilibrios interrumpidos, ideología, el marxismo, que le había transmitido su padre (Gould y Eldredge, 1977). Semejante afirmación levantó tal polvareda que cabe preguntarse si dicha hipótesis no hubiera sido mejor aceptada sin la boutade de Gould. Fue realmente sorprendente cómo científicos de las universidades estadounidenses consideradas más de élite adoptaban posiciones más que comprensivas con el marxismo (Casinos, 2016). En ese contexto Lewontin (1976), contemporáneamente con Lecourt, publicó uno de los estudios más rigurosos sobre el lysenkismo, que si bien comportaba una decidida denuncia de la estafa llevada a cabo por el charlatán disfrazado de genetista, sacaba también a la luz el trasfondo ideológico de ciertos análisis del conflicto, sobre todo en su momento álgido, hacia 1948.

En este momento, cuando se han cumplido 70 años de la famosa sesión de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS (VASKhNIL, por sus siglas en ruso) de agosto de 1948, que supuso el apogeo de Lysenko, la situación es totalmente diferente. El contexto en el que Lecourt y Lewontin desarrollaron sus respectivos análisis ha desaparecido. Podríamos ir incluso más allá en la afirmación y decir, lisa y llanamente, que aquel mundo ya no existe. Como consecuencia de la desaparición del socialismo real, y de la propia Unión Soviética, el marxismo ha dejado de ser una ideología de estado. Se vuelve a la situación de un siglo atrás. Si entre 1917 y 1991 (la corta centuria, en términos de Hobsbawm, 2008) la lucha ideológica se transmutó, al menos en apariencia, en un fenómeno de antagonismo entre bloques, en la actualidad, en buen análisis marxista, la contradicción principal se vuelve a rebelar con toda su crudeza como la que enfrenta capital y trabajo. Siempre existente, por supuesto, pero camuflada durante aquel período de confrontación.

Desprovisto en consecuencia el marxismo de su estatus, digamos, oficial, aquella confrontación ideológica ha adquirido diferentes características. De entrada, desde el punto de vista social o político, el marxismo no está en su mejor momento, en la medida en que hay voces que lo consideran la razón profunda de los errores (y crímenes ¿por qué no decirlo?) cometidos, y del hundimiento del bloque socialista, como resultado de un colosal fracaso socio-económico. En consecuencia, los teóricos neoliberales se afanan por los aspectos más prácticos y han bajado la guardia en lo que respecta a la estigmatización del marxismo teórico, lo cual no es obstáculo para que uno de los grandes representantes del capitalismo (Warren Buffet) afirme que sí que existe la lucha de clases y que los suyos la están ganando. Como no hay mal que por bien no venga, y a causa de esa bajada de guardia, nos hemos librado de la tabarra de Popper y su sociedad abierta. Hubo un ministro franquista (Gonzalo Fernández de la Mora, 1924-2002) que, hace casi 50 años, habló del crepúsculo de las ideologías. Ahora se encontraría a sus anchas. Hasta aquí una de las razones para retomar el tema.

Pues bien, dejando por un momento los aspectos ideológicos aparcados, hemos creído que una nueva revisión de lo que significó Lysenko, y sus más o menos partidarios, era necesaria por motivos que, en otro momento, se habría considerado adicionales o secundarios. Y es que el telón ideológico había ocultado con frecuencia un debate biológico de especial importancia, como es la herencia de los caracteres adquiridos.

Los autores del presente texto, que ya contamos con bastantes decenios de vida, aunque educados en dos países diferentes, Francia y España, crecimos intelectualmente en el contexto del neodarwinismo, para el que una de sus mayores herejías era la susodicha herencia adquirida. Es cierto que, periódicamente, cual hidra de mil cabezas, surgían supuestas nuevas pruebas de lo que podríamos llamar también herencia lamarckiana; pero también es cierto que normalmente desaparecían sin pena ni gloria, dejando un poso de duda en el mejor de los casos.

La situación por lo que hace a esa hipótesis biológica ha cambiado radicalmente en los últimos años, como consecuencia de los avances en epigenética. Diríamos que en el momento presente se han acumulado demasiados hechos empíricos como para seguir escondiendo la cabeza debajo del ala y porfiar en blandir simplemente la ortodoxia neodarwinista. Curiosamente, como veremos en el capítulo correspondiente, algunos de esos hechos eran ya conocidos; simplemente estaban arrinconados. Los estudios epigenéticos han permitido retomarlos y analizarlos de nuevo. A partir de ellos, la impresión que podemos transmitir en el día de hoy es que una determinada cantidad de casos empíricos solo pueden explicarse admitiendo la posibilidad de una herencia somática, sobre la que habría que ser muy cuidadosos en lo que respecta a su posible alcance y/o continuidad.

Y todavía ha habido una tercera razón para haberse planteado la presente revisión. Estas hipótesis han ocasionado, al parecer, un cierto revuelo en Rusia, en el contexto del cambio ideológico que sucedió a la desaparición de la URSS, que ha comportado pasar de predicar el internacionalismo, a fomentar un chovinismo que cada día aparece como más evidente. A socaire de esa situación, hay círculos que han optado por reivindicar a Lysenko y sus propuestas. Digamos que han decidido recuperar a un supuesto Lysenko científico incomprendido, víctima de la inquina de Occidente, echando un tupido velo sobre su actividad represora sobre los mendelianos (en especial, Vavilov) que, por su carácter, que solo puede calificarse de criminal, es absolutamente injustificable. Intentaremos mostrar que la superchería que representó el lysenkismo no es explicable aunque los datos epigenéticos demostraran de manera fehaciente que existe herencia de los caracteres adquiridos. Es decir, estaríamos una vez más ante una politización de la cuestión científica. Véase, a título de ejemplo, el análisis de Kolchinsky (2017).

Cabe añadir que la estafa que supuso el digamos lysenkismo en la URSS fue mucho más allá del propio Lysenko y de sus más inmediatos acólitos. Aparte de los que por miedo o buena fe creyeron en la “nueva biología” o en el “darwinismo creativo”, hubo toda una cohorte, que se podría llegar a calificar de asociación de malhechores, de la que Trofim Lysenko fue solo el miembro más conocido. Pero otros personajes, más o menos asociados a él, como O. Lepeshinskaya, I. Glushschenko, G. M. Boshian, V.R. Williams, en el campo supuestamente científico, o I. Prezent en el “filosófico”, merecen inscribirse con letras mayúsculas en la historia infamante de la ciencia. Durante años falsificaron supuestos datos experimentales para justificar su estatus, obtenido a partir de una formación y conocimientos que ni siquiera pueden calificarse de mediocres, saboteando objetivamente el proceso revolucionario que decían defender. Su responsabilidad en los desastrosos resultados en política agrícola o en el retraso científico que acumuló el país solo puede calificarse de criminal. Como criminal fue el comportamiento hacia los científicos que denunciaban sus supercherías. Y no vale justificarlos como una especie de consecuencia lógica del estalinismo. La responsabilidad individual es, en cualquier circunstancia, irrenunciable. En ningún caso la actuación de esos personajes puede leerse en términos de la coacción existente en aquellos años en la Unión Soviética ya que, por lo que hace al terreno científico, fueron ellos los que crearon la coacción, dado que nadie les obligaba a desarrollar la monumental estafa científica que llevaron a cabo.

En el caso concreto de Lysenko, Fisher (1948) decía que previamente a la famosa sesión, ya mencionada, de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas, de la que nos ocuparemos oportunamente, tenía dudas sobre si aquel era: a) un científico vanidoso y egoísta, con puntos de vista extravagantes; b) un campesino ignorante, obsesionado por la mejora de la agricultura en su país, impaciente ante la supuesta lentitud de la genética clásica, y obsesionado por la obtención rápida de resultados prácticos; c) un político ambicioso y dogmático, que se aprovecharía de la ideología en la que creería para medrar. A consecuencia de su informe de 1948 ante la Academia, a Fisher no le cabe la menor duda de que Lysenko se ajusta a la posibilidad c.

En efecto, la posibilidad c se podría admitir, con matices, pero en parte también la b. Probablemente Lysenko no fue más que un oportunista, sin ninguna motivación ideológica. Tampoco nunca debió ir más allá de su condición de campesino con una ligera formación técnica, que supo encumbrarse. Ideológicamente, a lo sumo se sentiría vinculado al obrerismo puesto en marcha por el estalinismo, que compensaría su resentimiento con respecto a sus colegas con formación académica. Parece significativo que nunca fuera militante del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética), cuando es evidente que en los años de su máxima influencia, no solo se le hubiera admitido con los brazos abiertos, sino que habría sido encumbrado a lugares de responsabilidad. Por qué no fue nunca militante, es algo misterioso, que refuerza la sospecha de que ideológicamente tuviera las cosas tan poco claras como en el campo científico. En cualquier caso, su no vinculación con el partido parece que la utilizaba en sus últimos años como forma de desmarcarse de la represión de la que habían sido objeto sus oponentes (Graham, 2016). Volveremos sobre ello.

Ese análisis de Lysenko probablemente podría hacerse, en mayor o menor medida, extensivo a muchos de los antes citados para explicar el gran fraude, a la ciencia y al país, que llevaron a cabo.

Por supuesto que a lo largo de la historia de la ciencia ha habido muchos fraudes y de muchos tipos. Sin embargo, debe admitirse que el que supuso el lysenkismo, y otras supercherías que en el campo biológico tuvieron lugar en la Unión Soviética por los mismos años, alcanzaron unas dimensiones sin precedentes, por la forma global como se impusieron y las consecuencias que generaron. Sin olvidar que no se trataron de hechos aislados, sino que hubo una conexión y mutuo apoyo entre el personaje principal que nos ocupa, Trofim Lysenko, y los demás falsificadores en el campo de las ciencias biológicas o de la filosofía, ya mencionados. Sin lugar a dudas, cada uno de ellos era plenamente consciente de la acción delictiva de sus colegas, pero también eran conscientes que protegiéndoles a ellos, funcionaría el principio de la omertà.

(…)

¿Cómo abordar en este momento, desde una perspectiva histórica, lo que supuso Lysenko y sus seguidores? A nuestro parecer es imposible hacerlo si no se toman en consideración los tres trasfondos en los que se basó toda la, digamos, artimaña.

En primer lugar, resulta innegable que hubo una base científica, unas raíces sustentadas en tendencias neolamarckianas, que si bien en otros países estaban más o menos superadas, en la Unión Soviética habían pervivido y fueron recuperadas por el lysenkismo, con el pretexto de que se acordaban con el materialismo dialéctico, la ideología del estado. A causa de su indefinición como sistema concreto, en cualquier momento se podía utilizar como arma arrojadiza contra tal o cual opinión.

En segundo lugar, actuó la pretensión de crear una supuesta ciencia de clase, una ciencia “proletaria” que, en el fondo, se basaba más en la procedencia social de sus practicantes que en otra cosa: científicos de extracción obrera enfrentados a los de origen burgués. En relación con las raíces ideológicas, cabe preguntarse lo siguiente: dado el prolongado período histórico durante el que el lysenkismo estuvo vigente (alrededor de 30 años), ¿tuvo la ideología siempre la misma importancia? Es evidente que la presión ideológica sobre la ciencia en general, y no solo la biología, se hizo especialmente aguda a partir de 1948, con los inicios de la Guerra Fría. Sin embargo, el proceso se inicia bastante antes, con lo que se ha llamado la bolchevización del estado (término no demasiado afortunado, ya que el proceso se edificó precisamente sobre la eliminación de la vieja guardia bolchevique). Si bien existió una cierta tolerancia, en el caso que nos ocupa, con respecto a la genética mendeliana, ya hubo científicos de otras áreas que en la década de 1930 pagaron con destierro, prisión o incluso muerte sus planteamientos no acomodaticios.

De hecho, se trató de un fenómeno generalizado. A partir de 1930, aproximadamente, y a pesar del origen social de la mayor parte de los dirigentes revolucionarios (clases acomodadas), se asiste a una exaltación de las raíces “proletarias” y a un desprecio, cuando no desconfianza, hacia intelectuales y científicos. Parecería que esta actitud sectaria estuvo especialmente presente en los cuadros medios de la primera generación postrevolucionaria, procedentes de las clases populares.

Por último es también innegable el trasfondo económico, de tal manera que podemos preguntarnos qué podría haber sucedido sin la necesidad imperiosa que tenía la agricultura soviética de mejorar su rendimiento de forma acelerada. A su vez esta necesidad no se puede desligar del proceso de colectivización que, en muchos aspectos, fue un rotundo fracaso. No vamos a entrar en las razones que causaron ese fracaso, pero sí decir que se habría podido evitar, al menos en parte, con una cierta comprensión de la psicología de las masas campesinas. Sobre todo porque previamente se había dado una reforma agraria que había cumplido con una de las consignas revolucionarias: la tierra para quien la trabaja. Son los conflictos que tan bien reflejó Mijaíl Sholojov en su novela Tierras roturadas.

Pero tampoco hay que establecer una relación biunívoca entre las raíces económicas que estuvieron en la base del lysenkismo y los problemas creados por el establecimiento de la propiedad comunal de la tierra. Aun sin esos problemas, se hubiera planteado otros, como la necesidad imperiosa de aumentar la producción mediante la incorporación de tierras vírgenes y/o la de obtener variedades de cereales capaces de resistir a las duras condiciones climatológicas de gran parte del territorio soviético.

Tampoco debe olvidarse que tanto en la URSS como en los demás países del llamado socialismo real, hubo un interés y una preocupación, legítimos y sinceros, por los aspectos aplicados de la ciencia. Ya desde los primeros años posteriores a la Revolución, se originó un debate entre los que optaban por una ciencia más práctica y los supuestos “teóricos”. Dicho debate muy pronto trascendió del ámbito académico, perdiendo su significado metodológico, ideologizándose, y llevando a una grave contradicción: la ideología empujaba la ciencia hacia los aspectos aplicados, pero le negaba un desarrollo autónomo que debiera permitirle alcanzar los objetivos exigidos. Rápidamente lo aplicado se transformó en progresista y lo teórico en reaccionario.

Algunos análisis han apuntado a que Stalin habría colocado la ideología por encima de la realidad científica y de las necesidades económicas. No es de recibo. Si bien resulta enigmático por qué un individuo terriblemente desconfiado como él dio durante largos años su apoyo acrítico a Trofim Lysenko, era esperable que en un primer momento lo respaldara. La causa sería que Lysenko se reclamaba de la escuela de Michurin, cuyas experiencias permitían una lectura de transformación genética por influencia ambiental, principios con los que Stalin comulgaba, como veremos, Además, de ser ciertos y operativos, hubieran podido significar un atajo para conseguir rápidos éxitos en la producción agropecuaria. Por supuesto que los principios lysenkistas, con su verborrea de que estaban de acuerdo con los del materialismo dialéctico, eran una buena base ideológica en que fundamentar parcialmente la colectivización agraria forzosa. Ahora bien, ¿hasta qué punto el gobierno soviético, y en especial el propio Stalin, no tuvieron noticias del fracaso de diversas iniciativas emprendidas por Lysenko y los suyos? Solo es comprensible por una ocultación masiva de resultados o una falsificación de igual calibre de las iniciativas. Lecourt (1976) se empecina en aducir que hubo éxitos innegables por parte de aquellos, que ayudan a comprender lo mencionado y otras cosas, como la sesión del verano de 1948. Hablar de éxitos resulta como mínimo exagerado. Como veremos en su momento, algunas consecuciones importantes de la llamada agrobiología en la URSS fueron simplemente el resultado de la aplicación de técnicas empíricas tradicionales, que incluso a veces conducían a un rotundo fracaso, cuando se pretendían trasladar fuera del contexto geográfico y climatológico en el que habían nacido.

Si la filosofía debe inspirar a la ciencia, debe hacerlo esencialmente desde el punto de vista sociológico, en referencia, por ejemplo, a la responsabilidad social del científico y su producción. La ideología, con ropaje filosófico, no puede jugar el papel de una limitación a la metodología. Por supuesto que la tentación a ejercer dicho papel no ha estado solo presente en el marxismo, pero las particulares condiciones generadas por el estalinismo agudizaron la cuestión al extremo.

A continuación la historia de una fenomenal estafa, que afectó a diferentes áreas de la biología en la URSS, cuyos implicados usaron y abusaron del sistema estalinista para protegerse y eliminar, físicamente o por reducción al ostracismo, a cualquiera de sus colegas que hubiera podido ponerlos en evidencia.

Fragmento del prólogo del libro de Adrià Casinos y Jean-Pierre Gasc Genética y estalinismo. Herencia de caracteres adquiridos e ideología.

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