EL PORTEÑO
por Juan Barría Leal
En los artículos anteriores hemos descrito, en términos generales, cómo el Partido Comunista de Chile (PCCH) fue transformando sus prácticas políticas de acuerdo con al menos dos ciclos históricos diferentes. El primero va desde la década de los años veinte hasta 1973, cuando el PCCH es parte de la respuesta de la clase obrera a las condiciones que impone el capital y se caracteriza por la centralidad que tenía el fortalecimiento del sindicalismo y de las luchas de los trabajadores.
Posteriormente, bajo las condiciones que impone la dictadura a los trabajadores, la organización cambia el acento en la composición de los militantes para nutrirse esencialmente de pobladores; es decir, pasa de la actividad política en la empresa a la ocupación del territorio como campo de lucha. El trabajador ya no puede ejercer presión en su lugar de trabajo, pero puede levantar cierta resistencia en sus territorios, donde convergen también la Iglesia Católica y las ONG con militancia diversa y raíces en la clase media ilustrada.
El retorno de la democracia comienza a ser una necesidad para los Estados Unidos y la clase dominante chilena, dado que las protestas nacionales habían alcanzado niveles de confrontación y organización que hacían suponer, a aliados y enemigos, que se podía producir una situación de crisis total que la dictadura cívico-militar no podía —o no sabría— resolver sin ahondar en el enfrentamiento. La transición democrática fue un pacto de la élite nacional con los Estados Unidos y administrada por un contingente de dirigentes que se encontraban en el exilio bajo la estrategia de reunir a todos los actores políticos excluyendo al PC, un diseño muy bien formulado por Edgardo Boeninger.
El planteamiento era simple pero efectivo: quienes se habían planteado la lucha contra la dictadura militar como una lucha que incluía terminar con el aplastamiento de los trabajadores y del mundo popular, terminar con la subordinación del pueblo frente a la élite y avanzar hacia una democracia popular, debían quedar fuera del escenario político nacional. Esto afectará directamente al Partido Comunista, también al MIR, al FPMR, al Movimiento Juvenil Lautaro, e incluso a sectores socialistas como los Socialistas Comandantes y el sector de Almeyda, que serán admitidos nuevamente con la reunificación del Partido Socialista, pero como sectores de menor importancia, condenados a desaparecer.
La élite nacional, apoyada en los Estados Unidos y con dirigentes políticos nacionales y provenientes del exilio, logra dar continuidad al modelo neoliberal de desarrollo capitalista. Mantener este modelo estaba por encima de cualquier otra consideración. Los derechos de los trabajadores y su nivel de vida eran secundarios: recuperar la democracia legitimaba la explotación de los trabajadores, “había que esperar”.
Muchos han justificado su elección preferencial por los ricos con la caída de los socialismos reales; sin embargo, la toma de postura por la mantención de una forma de capitalismo basada en el rentismo y la extracción de la riqueza de la masa laboral no fue inocente. Ya había sido implementada en el propio país y sus consecuencias estaban muy estudiadas; también eran conocidas las consecuencias del modelo en la Inglaterra de Thatcher y en los Estados Unidos de Reagan, y aun así se optó conscientemente por continuar ese camino. Una evidencia clara de ello es el abandono del Programa de Gobierno de Patricio Aylwin apenas llegaron a sentarse en el gobierno.
Sólo hasta 1997 Chile recupera el nivel de productividad de 1973, pero el nivel de ingresos, jubilaciones, educación, salud y vivienda continuó esperando, mientras la diferencia entre los más ricos y los más pobres crecía. En Chile, el 10% más rico posee dos tercios de la riqueza del país.
La democracia como castigo: el tercer cambio
A partir de 1990, la izquierda que rechazaba el modelo y el papel que los trabajadores tenían asignado en él comienza a vivir un creciente proceso de retroceso en todos los campos, pues la persecución no terminará con la democracia. De hecho, la izquierda será más perseguida que los torturadores del dictador.
Se crea el Consejo Coordinador de Seguridad Pública (la Oficina), un organismo cuyo objetivo no era encontrar a los torturadores, asesinos y agentes de inteligencia de la dictadura, sino destruir a las organizaciones de izquierda, fundamentalmente al FPMR Autónomo y al Movimiento Juvenil Lautaro. En paralelo, las ONG y la Iglesia Católica se retiran de las poblaciones, y su personal pasa a constituirse en funcionarios públicos. Este proceso termina por desarticular, con asombrosa rapidez, las estructuras de sobrevivencia que se habían levantado en sectores específicos de la Región Metropolitana y de Valparaíso.
Los nuevos administradores no necesitaban ollas comunes ni comités del “comprando juntos”; había que normalizar el país, y la pobreza organizada no es bien vista en el Fondo Monetario Internacional.
Por último, los medios de comunicación que habían jugado un papel relevante en la lucha contra la dictadura son desfinanciados y abandonados para poder sostener a El Mercurio. Todas estas acciones no eran inevitables: eran parte de una estrategia para dejar al pueblo sin opciones, sin sustento económico cooperativo, sin alternativas políticas no institucionales y sin medios de información propios.
Se permitió a la socialdemocracia gobernar a condición de demostrar que podía golpear militarmente a los sectores populares, terminar con las formas de resistencia y fortalecer la riqueza de los empresarios. Y lo ha demostrado a cabalidad hasta el día de hoy, con Gabriel Boric.
En este nuevo escenario —que en lo grueso continúa dominando la escena nacional— el PCCH lo enfrenta con varias dificultades. En primer lugar, ha perdido militantes y continuará perdiéndolos durante toda la década de los noventa: militantes profundamente vinculados a la Política de Rebelión Popular de Masas, que era mucho más que una política militar; era una propuesta de insubordinación del mundo popular frente al poder, y así era vista por sus cuadros mejor formados.
Pero también pierde militantes que, habiendo llevado adelante dicha política, carecen de la formación necesaria para reinterpretarla y darle nueva vida. Por el contrario, al avanzar la década, ven cómo se consolida la política de la Concertación y abandonan la militancia política, no sólo del PCCH, sino de cualquier partido.
Son la generación joven de la protesta, nacida entre las décadas de 1960 y 1970. Personas que hoy tienen entre 55 y 65 años: la clásica generación de los ochenta, que debería constituir una gran parte de los militantes del PC, pero que, a lo sumo, votan por él, tienen un cuadro tallado en madera de Allende, guardan en un cajón una vieja y desteñida bandera de la JJ.CC., se reúnen con viejos camaradas a relatar batallas, critican la marcha del país, se asombran de que el pueblo queme un supermercado —“porque nosotros no hacíamos eso”— y se emocionan hasta las lágrimas con Jeannette Jara.
La consecuencia práctica de este vacío generacional será la pérdida de la organización y de sus vínculos con los sectores poblacionales. El militante comunista de las generaciones anteriores a 1950 había desarrollado su actividad política para sostener el partido en una especie de retroalimentación constante dentro de un sistema cerrado basado en la clandestinidad.
Esto se hizo evidente cuando se produjo el atentado a Pinochet: la reacción de la dictadura fue apresar, torturar y encarcelar a los militantes del partido, con lo cual regionales y comunales enteros fueron desmantelados, y la vida partidaria en esas regiones prácticamente se detuvo. En lo real, la mayoría de los militantes adultos del partido no actuaban en un frente de masas específico; en simple, muchos hacían vida partidaria, pero dejaban el club de fútbol, la junta de vecinos, el centro de madres. Esto fue analizado largamente por el PC en distintos encuentros partidarios.
Esta pérdida de los elementos jóvenes que se habían incorporado a la lucha contra la dictadura sólo se superará a partir de 2005. Entre 1990 y 2005, el PCCH sufre un proceso de erosión permanente entre sus militantes y el mundo popular. Este proceso, muy poco conocido, llegó al extremo de que en algunas regiones de Chile el Partido Comunista era apenas un local en torno al cual un grupo de compañeros y compañeras a duras penas reunía dinero para pagar el arriendo, colgar la bandera, hacer reuniones y sostener alguna vida partidaria.
En Valdivia, por ejemplo, durante el período 1989–2000, el PC contaba con un número variable de militantes activos —es decir, que participaban de una base, pagaban cotizaciones y compraban El Siglo—, pero no más de diez, más algunos ayudistas cuya labor central era mantener el local. En términos simbólicos, esos militantes clavaban una bandera en medio de la ciudad para decir: “aún existimos”, cuando se suponía que el fin de la historia había llegado y el mundo consistía en un capitalismo rentista envuelto en una democracia blanca, occidental y a medida de los ricos.
En ese período, el PCCH estuvo muy cerca de la extinción. Pero la historia, a veces, premia la constancia. En Chile, el agotamiento del modelo económico impuesto en 1980 llevó a una nueva generación a buscar referentes políticos que les permitieran reaccionar contra el modelo. Ese movimiento será conocido como la Revolución Pingüina del 2006.
El nuevo PCCH: de la rebeldía al pacto
Los hijos y nietos de una generación de comunistas que habían abandonado el partido y las JJ.CC., pero que habían crecido escuchando las historias de lucha, comienzan entre 2000 y 2005 a acercarse nuevamente al PCCH, sobre todo en las ciudades con fuerte movimiento estudiantil universitario y secundario. Son estos jóvenes quienes le dan un nuevo aire al partido a través de su incorporación a las JJ.CC. de Chile. Con su llegada, la organización recupera músculo, aunque su composición social cambia.
Ya no son trabajadores sindicalizados ni pobladores auto-percibidos como tales: son elementos del mundo popular —de poblaciones, barrios y villas— que se aglutinan en torno a la identidad estudiantil. Dicha identidad resulta mucho más transaccional que la de trabajador o poblador: el estudiante pasa, no permanece; transita a la universidad, al instituto, al trabajo o al desempleo, pero no constituye por sí mismo un segmento de clase.
Esta generación lucha por modificar el sistema educativo como forma de ampliar su participación en el sistema y, aunque se reclame antisistema, su lucha en términos objetivos es una lucha por ampliar su participación dentro de él. Busca asegurar que la inversión educativa realizada por sus familias tenga un correlato efectivo en ingresos y estatus futuros.
Esto no elimina el potencial revolucionario de su lucha, pero el movimiento estudiantil es un movimiento sectorial, con intereses propios, y ha sido el único que no ha interrumpido su actividad tras el fin de la dictadura. Basta recordar que en 1992 el paro general de las universidades y las tomas de campus fueron prácticamente totales.
Los jóvenes estudiantes-militantes que llegan a la universidad son quienes impulsan el movimiento estudiantil del 2011, junto con el Movimiento Autonomista y luego La Zurda, con quienes disputan espacios universitarios.
A partir de 2010, el PCCH pacta con la Concertación su incorporación paulatina al sistema de partidos, dejando de ser un partido extraparlamentario. De ahí surgen apoyos a candidaturas al Congreso e incorporaciones discretas a gobiernos.
Esta generación experimenta ese cambio: su experiencia de lucha está en el campo estudiantil, no en los sindicatos ni en la resistencia poblacional. Son estudiantes acostumbrados a negociar con rectores, decanos, alcaldes y diputados; conviven con amigos de derecha, califican a trotskistas y anarquistas de “ultrones”, aspiran a que su carrera profesional potencie su desempeño político y comprenden muy bien las necesidades del poder.
En 2025, esta generación se acerca a los cuarenta años y ha fortalecido su presencia en el Partido Comunista gracias a la incorporación de sus amigos y compañeros de universidad, que golpearon las puertas de la organización cuando, en el segundo gobierno de Bachelet, el partido debió aportar con su propio contingente profesional. Hoy constituyen mayoría, aunque deben convivir con los mayores —ya septuagenarios— dedicados a los temas de derechos humanos, cuya presencia no altera el hecho de que el PCCH es hoy un partido de clase media profesional, urbana y estatal.
Su alta votación en ciertas comunas parece confirmarlo. De ahí que las diferencias actuales entre el PCCH, el Frente Amplio y el Partido Socialista sean de acento y forma, pero no de fondo.
El PCCH ha pasado a formar parte del espectro político de una clase social que siempre ha buscado separarse del resto de los trabajadores y que sólo en momentos críticos —cuando su nivel de vida decae— une fuerzas con el pueblo. Un caso concreto fue el motín popular del 2019: el PC se mantuvo vacilante ante la oferta de una nueva Constitución, deseando más garantías para un proceso transparente, pero considerando esa la salida institucional. Una vez pactada, la Primera Línea quedó sola; se acabaron las marchas y las acciones de arte, y la lucha continuó, como siempre, en la periferia poblacional.
La clase media se retiró de las calles una vez satisfecha su perspectiva, mientras aún se disparaba en las poblaciones del país.
Esperar que el Partido Comunista pueda conducir un movimiento político ya no socialista, sino patriótico, es no comprender los cambios sociales que han operado en su interior. Cuando Jeannette Jara dice que es una socialdemócrata, no miente y no se equivoca de partido.
Mantener al PCCH como “la izquierda” es una necesidad del sistema. A la derecha, el PC le permite contar con un adversario estable e inmutable, un enemigo visible que sostiene su propia estructuración fascista, al estilo de Republicanos. Si no tuvieran al PCCH, tendrían que inventarlo.
Para el sistema en su conjunto, el PC marca la línea de lo tolerable: es la frontera civilizatoria; más allá están la barbarie, el anarquismo, la quema de supermercados, el saqueo y —como dijo una primera dama— “los extraterrestres”.
Pero también la izquierda no parlamentaria, antisistema o de corte popular se beneficia de su existencia: el PCCH constituye el gran traidor y el responsable de la falta de avance de la izquierda y de su casi total desaparición de la escena política nacional.
Funciona como el mito freudiano del padre: sería bueno que, de una vez, diéramos por muerto al padre, y que la izquierda se concentrara en salir de su estado agónico con un proyecto unitario y popular, con objetivos realizables que permitan al pueblo alcanzar los triunfos que merece.












No es necesario pertenecer al partido comunista para ser comunista es más muchos pueblos tenían una idea comunista mucho antes que se constituyera el partido como tal. Así que si desaparece da lo mismo. Y es probable que sea para mejor. En un futuro cercano podría venir otro partido más comprometido con las causas justas, y no chaquetero como este.