Inicio Cultura y Arte El tren, el tren (y algo más). Anécdotas de los años 50

El tren, el tren (y algo más). Anécdotas de los años 50

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Hechos reales, buenos, malos y pésimos, vividos por un ‘cabro chico’ de apenas 12 años de edad a finales de los años 50.

 * (Extracto de novela “Con los ojos de mi padre”, del mismo autor de este artículo)

Arturo Alejandro Muñoz

PRIMERA PARTE

El Chile del año 1956

En ese año inicié los viajes ferroviarios entre Curicó y Santiago, que ocuparían mi mente y mi tiempo durante cinco calendarios.

A la sazón –problema aún no resuelto en nuestro país- mi dentadura presentaba grandes carencias, las que iban más allá de cualquier posibilidad de tratamiento odontológico que los profesionales de Curicó podían realizar, ya que era preciso efectuar trabajos de ortodoncia que, en ese entonces, se encontraban sólo en Santiago.

Uno de mis incisivos se negaba a descender desde su cápsula y amenazaba salir, tarde o temprano, a la altura de la nariz, incrementando mi aspecto de fealdad que ya era cosa cierta e innegable (pues las hermanas menores de mi madre me lo recordaban cada vez que se enojaban conmigo), aunque yo no mostraba preocupación por detalles tan ínfimos ya que mi mayor anhelo radicaba en mejorar mi estado atlético para integrar la selección de fútbol de mi colegio. Además, a los once años de edad, las mujeres representaban un horizonte insignificante y desechable. Si hubiese seguido pensando igual durante el resto de mi vida, seguramente habría evadido los principales problemas que estragaron mi existencia.

Pero en el Chile de esa época, ser homosexual, feo y pobre constituía un insulto total, tanto como ser feo, gordo, chico, calvo y funcionario público en el grado 14 de la Escala de Remuneraciones. Ambos estados se aproximaban al cero social absoluto, con algunas excepciones, claro, pero estas correspondían sólo a los políticos profesionales (me refiero a las dos  últimas categorías, no a la de los homosexuales que, estoy seguro, tienen mucha más dignidad que los manoseados hombres públicos).    Ahora bien, ser ‘versero’, mentiroso y político significaba que una agregaduría en alguna embajada chilena en Centroamérica, o en África Central, estaba esperando a la vuelta de la esquina. Así era de extraño este país nuestro, queridos amigos.

En fin, regresemos al relato.

El doctor Ugaz –único odontólogo confiable en Curicó, según mi padre- recomendó que visitase un especialista en la capital, por lo que mi madre me llevó hasta la ya conocida calle Reñaca para usar la residencial de la abuela como centro de operaciones. Desde allí me condujeron una mañana al Hospital “José Joaquín Aguirre” para ser examinado por el doctor Juan Colin, profesor en la Escuela Dental de la Universidad de Chile, quien ordenó una multiplicidad de exámenes y radiografías que deberían tomarse en el mismo establecimiento asistencial.

La conclusión de todo ello fue que mi pobre boca necesitaba una urgente reparación, como paso previo al tratamiento de ortodoncia que los profesionales del “José Joaquín Aguirre” se encargarían de efectuar -y que se prolongaría por cuatro o cinco años como mínimo- lo que exigiría controles periódicos cada quince días, sin interrupciones de ningún tipo.

Ahí comenzaron mis viajes y un largo período de aprendizaje vivencial.

El tren de las 15:30 horas de los días viernes, procedente de San Rosendo con destino a Santiago, se transformó en mi segundo hogar.

Ese mismo tren era el que utilizaba para regresar a Curicó, desde la Estación Central, los días lunes a las 13:20 horas, por lo que llegué a conocer casi íntimamente a todos y cada uno de los inspectores, ayudantes, vendedores, comerciantes ambulantes, cantantes populares, mendigos, ciegos (con y sin acordeón), cojos y vivarachos que hacían del ferrocarril su modus vivendi, así como internalicé los nombres de las estaciones que se ubicaban en ese trayecto cual si fuera un  tesoro de sapiencia.

Santiago, Lo Espejo, San Bernardo, Nos, Buin, Linderos, Paine, Hospital, San Francisco de Mostazal, Graneros, Rancagua (y su ramal a Coltauco), Los Lirios, Rosario, Rengo, Roma, Requinoa, Pelequén (ramal a Las Cabras), Polonia, San Fernando (ramal a Pichilemu), Tinguiririca, Chimbarongo, Quinta, Teno, Sarmiento y, por fin, Curicó y sus tortas, son las estaciones que aún revolotean en mi antigua alma infantil que se obstina en permanecer incólume en esta  armadura ya vieja.

El viaje en aquel tren de itinerario, que paraba en cuanta estación mal oliente y tirillenta hubiese al costado de la línea férrea, demoraba casi tres horas en realizarse, con locomotoras que eran verdaderos monstruos negros y enormes que disparaban humo por sus cuatro costados, expulsando carbón a cinco kilómetros a la redonda con el que teñían caras y manos de aquellos pasajeros que gustaban viajar con las ventanas abiertas (entre ellos, por cierto, quien escribe estas líneas, el que llegaba a su destino convertido en un famélico habitante de Etiopía, con sus ropas echas un asco y los ojos brillando de felicidad).

¡Tres años! ¡Dos viajes cada mes! ¡Inviernos y veranos!

¡Y mi dentadura jamás alcanzó la belleza y perfección que mi madre deseaba! Pero, no por desidia o incapacidad de los profesionales santiaguinos, sino por mis propias torpezas y díscolas rebeldías.

En aquellos tiempos era yo un esmirriado alumno del Liceo de Hombres de Curicó, quizás el más bajo de estatura en el Primer Año de Humanidades, pero el más hábil…¡qué duda cabe! Los viajes periódicos a Santiago en el último carro de Tercera Clase del tren de las 15:30, me otorgaron enormes ventajas comparativas con respecto al resto de mis condiscípulos que vivían comprimidos entre el cerro Condell y el río Guaiquillo, sin otro cielo que aquel estrecho espacio que esculpía la bóveda celeste entre la cordillera y la calle paralela a la vía férrea.

A la sazón, gobernaba el país el ex – general Carlos Ibáñez del Campo –a quien apodaban “el caballo Ibáñez”, o el “paco” Ibáñez- hombre adusto y autoritario, de triste fama política ya que a comienzos del año 1930 fue uno de los instigadores de la primera dictadura que yo escuchara de labios de mi abuelo, y que fue expulsado por las fuerzas vivas del país luego de un sinnúmero de huelgas, paros y violentos enfrentamientos callejeros. El año 1952, el “paco” Ibáñez retornó a La Moneda gracias al voto mayoritario de los electores,  pero ya no era el milico duro de los años treinta, pues la clase política nacional había logrado “amansarle”, transformándolo en un miembro más de lo que Arturo Alessandri Palma, el año 1925, había llamado “la canalla dorada del Senado”.

Ibáñez del Campo pertenecía a un partido hoy inexistente, el Agrario Laborista, cercano a los grupos nacistas y fascistas criollos, muy amigo del argentino Juan Domingo Perón (tan fascista como él), recibiendo el apoyo de los movimientos de derecha que veían en su gallarda apostura militar una opción frente al avance del socialismo que encabezaban Salvador Allende y Raúl Ampuero, ya que los poderosos empresarios carecían de líderes naturales salidos de sus filas, por lo que apostaban a cualquier dirigente de ideas cercanas a las propias, como ocurriría seis años después con Jorge Alessandri Rodríguez (hijo del indomable Arturo Alessandri Palma).

Pero no eran esas, épocas de controversias serias ni profundas…todavía. Había terminado la “era Radical-Socialista” del llamado “Frente Popular” que contó con tres gobiernos seguidos: Pedro Aguirre Cerda, Juan Antonio Ríos y Gabriel González Videla quien, precisamente, puso brusco fin al matrimonio forzado de radicales con comunistas, ordenando el apresamiento de estos últimos y su detención en el campo de Pisagua (en el norte grande), merced a la “Ley de Defensa de la Democracia” que el Congreso votó favorablemente, dejando al partido comunista fuera de la legalidad institucional.

Después de eso, llegaron Ibáñez y mis viajes ferroviarios.

Sin embargo, había una organización que crecía en fuerza y número, amenazando la tranquilidad gubernativa del ex – militar,  remeciendo al país con sus peticiones. Se trataba de la CUT, la Central Unica de Trabajadores que dirigía Clotario Blest, hombre extremadamente cristiano  e independiente en lo político, que fue capaz de poner de pie a Chile en la huelga nacional del año 1957.

Y digo “poner de pie”, equivocadamente, porque debería decir que “logró dejar Chile a pie”, ya que la nación paralizó sus escuálidos servicios de transportes el mes de Abril del 57 en una huelga histórica que sólo sería igualada el año 1973, cuando los transportistas, mineros y empresarios protagonizaron el gran paro nacional que inició el tambaleo del gobierno de Salvador Allende, prolegómeno del golpe militar de septiembre de ese trágico año.  

Pero no nos adelantemos, ya que aún estoy arriba del tren de las 15:30.

Ahh…ese bendito engendro de fierros, pernos, cadenas y carbón koke, llevaba en los vientres de sus carros de tercera clase a la más variada, insigne, irrepetible e invencible caterva de vagos, malandrines, vivarachos, quirománticos, cantantes, poetas, mendigos y vendedores viajeros que pueda haberse encontrado en la Historia de nuestro país, los que hacían de aquel itinerario su rutina laboral sempiterna.

Con apenas doce años de edad a cuestas y un físico que habría sido la envidia de cualquier fakir hindú, logré ser aceptado en esa comunidad marginal gracias a mi pertinaz e irresponsable audacia infantil, amén de la continuidad que ellos veían en mi presencia quincenal, la que consideraban un asunto digno de destacar y respetar.

Creo que he olvidado algo importante. Yo viajaba solo. Nadie de mi familia me acompañaba en esos trayectos, pues mi madre, mujer pragmática y decidida, había optado por dejar que el destino natural que traza el curso de todas las cosas  se encargara de mi aprendizaje. Solamente dos veces, en los primeros dos viajes, ella me acompañó hasta Santiago, ida y regreso, interrogándome a cada rato sobre el lugar en el que nos encontrábamos y la micro que deberíamos tomar, dónde era necesario bajar, qué calle seguir, a quién acudir en caso de necesidad, cuáles eran los números telefónicos que resultaban indispensables conocer en el supuesto que todo me hubiese fallado y, por último, si no había otro remedio…”te subes a un taxi y le pides al conductor que te lleve a la calle Reñaca, en Plaza Italia; tu abuela pagará la carrera”.

 

Al quinto viaje yo era un verdadero experto y, les juro, nunca he vuelto a sentir en mi vida esa libertad personal que inundaba mi cuerpo no bien subía al tren y me acomodaba en uno  de los asientos de madera del último carro, saludando a mis “amigos”  que llevaban canastos con bebidas (“malta, bilz y pilsener”), bandejas mostrando las exquisitas “sustancias” de Chillán, “empolvados”, tortas curicanas, “chilenitos” y “causeos”, productos que vendían como pan caliente en menos de tres horas. Además, por supuesto, del consabido “nescafé” y de los periódicos del día que voceaban junto a las revistas de aquella época (el “Ecran”, el “Okey”, la revista “Estadio”, el “Vea”, “O`Cangaceiro”, “Rosita”, “Simbad el Marino”, el “Peneca”, “En Viaje”, y otras que no recuerdo).

Fue en esos traslados hacia y desde la capital, que conocí a un tipo de mujeres distintas a aquellas que veía diariamente en las calles de Curicó, en las avenidas santiaguinas y en el cine de la época. Eran hembras dicharacheras, pintarrajeadas, de muslos gruesos y bocas flojas que mostraban sus pieles blancuchas como ofertas siempre expuestas al libre consumo en ese escaparate público que eran los pasillos del convoy, recibiendo las miradas masculinas lanzadas de reojo por los pasajeros que intentaban obtener una sonrisa proveniente de las damas que, por lo general, viajaban en grupos de tres o cuatro, inundando el carro con los aromas del “pachulí” que acostumbraban a usar como perfume.

– Son las “putas” que van a Santiago –me dijo una tarde el “Bayoneta”, vendedor de bebidas- Hoy es jueves y deberán regresar a sus prostíbulos mañana viernes en la tarde, con las autorizaciones de Sanidad para trabajar el fin de semana en el “Marú”.

– ¿En Curicó no hay “Sanidad”? –pregunté intrigado.

– Sí hay, pero las conocen demasiado bien y a veces no les otorgan los permisos. Por ello, mejor van a Santiago –respondió con cierto molesto desenfado.

– Ahhh, ya.

Me miró con cara de asombro, pues mis ojos retrataban fidedignamente la ignorancia que culebreaba en mi mente, ya que ninguno de esos términos –putas, Sanidad, prostíbulos y “Marú”- estaban en mis exiguos registros de adolescente niño.

– No tenís la más “maraca” idea de lo que te estoy diciendo, ¿verdad? –agregó el “Bayoneta” con la cara llena de risa picaresca y burlona- P’tas que “soi” cabro chico. Es mejor que me siente un rato a tu lado y te explique cómo funciona esta huevada de mundo.

Cuánto le agradezco hoy a ese bendito vendedor de “malta, bilz y pilsener” por haberme acompañado pedagógicamente entre las estaciones de Curicó y Polonia, entregándome su visión personal respecto al funcionamiento del mundo real en que esas mujeres –que dicho sea de paso yo consideraba bastante feas- desarrollaban un oficio de alto requerimiento en un mercado muy particular puesto que “el hombre tiene que cumplir con ellas su sagrada misión natural, ya que no encuentra una disposición similar en la mayoría de las hembras que le rodean”.

– Pero, ¿qué hacen esas mujeres específicamente? –recuerdo que pregunté, todavía ignorante.

– Se acuestan con un hombre en la misma cama, sin ser esposos, se desnudan y se acarician hasta que llega el “gran momento” –respondió el “Bayoneta” en voz casi susurrante, entornando los ojos y pasando la lengua por sus labios como si degustara un exquisito trozo de carne asada.

– ¿Gran momento? –mi estupor debe haberle parecido la mayor estupidez conocida por él.

– Gran momento, cabro ahuevonado, significa que el hombre le mete el pito entre las piernas  y mueve el culo hasta que la “mina” ponga los ojos en blanco. Cuando eso ocurre, el “gallo” sabe que ha cumplido con su tarea y entonces, recién, puede “irse” también.

– ¡¡Noooo!! –exclamé, estupefacto- ¿Así es cómo se hace en las películas?

– Mira, estoy seguro que me estai entendiendo a medias, no más. Espérame un rato, voy al coche comedor para traerte una revista alemana que tiene fotografías espectaculares. Después que las veas, comprenderás lo que he estado tratando de explicarte.

Entre las estaciones de Pelequén y Rancagua aprendí más que en toda mi vida anterior gracias a esas oscuras fotos en blanco y negro que mostraban a una mujer desnuda recibiendo el cariño físico del macho que hacía verdaderas contorsiones en una cama. Sólo me llamó la atención que ambos llevaran antifaces y pudieran hacer todas esas cosas frente a otro hombre que tomaba las fotografías.

– ¿Viste? Ese es el “gran momento” –dijo el “Bayoneta” complacido por mi capacidad de aprendizaje, retirando la revista de mis manos para esconderla, doblada, entre las botellas de gaseosas.

Desde aquella tarde, fui otra persona. Estaba feliz por haber descubierto un asunto de tanta relevancia y significación para la existencia masculina; y cuando asistía al cine curicano junto a mis amigos les explicaba en voz baja, de una butaca a otra, que después de los sosos besos que Randolph Scott le daba a la rubia Marta Hyer, venía “el gran momento”, pero que el director de la película ordenaba a todos sus ayudante dejar el set de filmación para que los dos actores pudieran “mover sus culos” sin la odiosa presencia de los curiosos; sólo se autorizaba el trabajo del fotógrafo, seguramente un viejo que estaba acostumbrado a observar cómo la gente joven realizaba su tarea de apareamiento natural.

– Así es como nacen las guaguas después –afirmaba muy ufano a mis compañeros de butacas que me miraban con los ojos y las bocas desmesuradamente abiertas, quizás por descubrir que tenían un amigo tremendamente maduro e informado- Después, en el barrio, les puedo explicar cómo funciona eso.

Más rápido de lo que hubiese siquiera soñado, fui convirtiéndome en el centro de interés de todos los grupos de chiquillos que paseaban por la Plaza de Armas de Curicó los domingo en las mañanas, luego de haber asistido a la misa de doce que era un rito ancestral en los pueblos provincianos al sur del río Maipo.

Consciente de la trascendencia que el asunto tenía entre mis pares, dediqué parte importante de mi tiempo libre para adentrarme en los misterios de la relación física hombre-mujer, colocando el tema abiertamente en las manos de mis amigos ferroviarios quienes, con grandes sonrisas, se agolpaban frente a  mi asiento para satisfacer las necesidades “espirituales” que escapaban de mis preguntas directas y simplonas.

A finales de ese año 1956 era ya un experto en la materia, recibiendo el reconocimiento de mis compañeros de curso en el Liceo de Hombres y múltiples invitaciones para asistir a las fiestas de los sábado en la noche, que llamábamos “malones”, y que generalmente se realizaban en la casa de una niña, con los padres de la chiquilla presentes durante todo el baile, danzando en el “living” iluminado “a giorno”, moviéndonos al compás de la música que escapaba del toca discos cuya aguja robaba la voz del cantante grabada en el acetato.

Esas fiestas juveniles comenzaban cerca de las nueve de la noche y terminaban, sagradamente, a la una de la madrugada a más tardar.

Lo mejor venía al regresar a casa, bajo el bruñido fulgor de las estrellas que rebotaba en las calles vacías y tranquilas, pues deteníamos nuestro camino en la Plaza de Armas amparándonos en las frías sombras de las ancianas  palmeras que la rodeaban y de los majestuosos árboles interiores que escondían el quiosco de música, a cuyas espaldas coleaban los peces multicolores en medio de las hojas de loto que humedecían sus verdes bordes en el espejo de agua que colmaba la fuente principal.

Allí, con la noche tranqueando cansinamente hacia la alborada gris de una madrugada aún lejana, repasábamos los acontecimientos vividos en el “malón” reciente y disfrutábamos con la esperanzadora posibilidad de transformar la sonrisa que una determinada niña nos había regalado en medio del baile y las bebidas, en futuro “pololeo” serio y romántico.

Pero eso habría que comprobarlo al día siguiente, en la función de “matinée” de las dos de la tarde en el cine “Victoria”. Hablábamos de ello con la emoción de un sentimiento puro y honesto escarceando nuestras ilusiones, encendiendo los que fueron nuestros primeros cigarrillos que compartíamos en grupo, pasando el pitillo de una mano a otra hasta consumirlo absolutamente.

Era el rito de los “machos”. Conversar a las dos de la madrugada de un domingo aún feto, en plena Plaza, ocultos por las sombras arbóreas, fumando un “pucho” y hablando cosas de hombres…pero de hombre muy hombres.

Obviamente, teníamos nuestros propios “modelos” para imitar, ya que no éramos, ni con mucho, lo suficientemente adelantados en materias creativas para dar nacimiento a estilos propios y sólidos. Menos aún en una provincia quieta y tradicional, donde los ejemplos de la “gran metrópolis” santiaguina llegaban con meses –y a veces, años- de retraso, pues no existía la televisión y la prensa se caracterizaba por un acartonamiento aún mayor que  el actual (en este país “cartucho”, hijos queridos, jamás…JAMÁS, ha existido libertad de prensa y de información…J-A-M-Á-S), y si en vuestros caminos alguna vez surge un imbécil que discuta eso, tengan la certeza que se han topado con una rémora humana que vive anodinamente bajo la pretendida protección del dinero de la Iglesia y de la satisfecha orgía financiero-moral de sus instituciones laicas, que son administradas por individuos decimonónicos que corresponden al tipo de seres que Jesús llamó “sepulcros blanqueados por fuera, podridos por dentro”. Ese es el ejemplar típico de quienes “predican moral con el marruecos abierto”, escandalizándose ante cuestiones como el divorcio y el sexo juvenil, pero manteniendo amantes ocultas y revolcándose con ellas en cualquier “motel parejero” que encuentren en su camino, siempre que esté alejado de su casa y sea convenientemente discreta su localización.

En fin, todo esto ya lo había descubierto tempranamente gracias a mis vivencias de transhumante quincenal que ocupaba, por propia decisión, un asiento de madera en el último carro de un tren que llamaban “el ordinario de las 15:30 horas” porque se detenía en todas las estaciones existentes pero que, otras personas –esas que he calificado de “cartuchas”- habrían asegurado que el calificativo de “ordinario” graficaba la sordidez de las circunstancias que se vivían en los pasillos del “caballo de hierro”.

Oh, perdón por el “lapsus”. Habíamos quedado en que mi grupo de amigos tenía sus propios modelos a imitar, sacados por cierto del celuloide norteamericano que invadía las salas de cine nacionales sin competencia de otras producciones, tal como ocurría con la música popular y otras expresiones sociales que alarmaban a los adultos.

Nuestro ídolo máximo era, sin duda, James Dean y su actuación fenomenal en la película “Rebelde sin causa”, seguido por el magnífico Marlon Brando, protagonista inigualable del film  “Nido de ratas”. Después venían figuras menores, importantes pero secundarias, como Kirk Douglas, Burt Lancaster y Jeff Chandler.

¿En las mujeres? Sólo una, una y nada más. Brigitte Bardot, la francesita responsable de nuestras primeras grandiosas erecciones con sus desnudos parciales en “Y Dios creó a la mujer”, dirigida por el suertudo de Roger Vadim que se casaría con ella y luego contraería matrimonio con otras beldades, entre ellas Jane Fonda.

Esa película, exhibida con censura “estrictamente para mayores de 21 años” y calificada por los lameculos laicos de la Acción Católica como “altamente inconveniente incluso para adultos”, pude presenciarla merced a ser amigo del “Tamarindo”, quien vivía en una casa cercana a la de mis padres junto a dos ancianas que le habían recogido de los faldeos del cerro “Condell” cuando tenía apenas cinco años de edad, y trabajaba en el cine “Victoria” como boletero en la ventanilla que vendía entradas para el balcón y la galería (segundo y tercer nivel del cine, respectivamente).

Lo malo fue que, al salir del “Victoria” esa tarde –con mi pequeño miembro endurecido al máximo- me topé a boca de jarro con mis padres, quienes venían abandonando el sector de “platea” en ese mismo momento.

¡Para qué contarles el escándalo familiar que se armó con ese incidente! ¡Ni qué decirles respecto de la paliza que me propinó mi padre esa noche, a “poto pelado” en la intimidad de la pieza que compartía con Pablo, mi hermano menor!.

Bah, la Brigitte bien valía cinco correazos.

Desgraciadamente, mi madre era un mujer pragmática y decidida (creo que ya se los había dicho), por lo cual estimó que unos cuantos chicotazos no bastarían para enderezar el carácter preocupante de un adolescente que deseaba vivir lo que correspondía a un hombre adulto.

Ella argumentó que, además, habían gastado demasiado dinero en mis viajes quincenales al Hospital José Joaquín Aguirre, dejándome las puertas abiertas para insertarme en grupos de hombres mayores, de dudosa moral y oficios desconocidos, que trabajaban en los ferrocarriles. “Las ventas en la suelería han bajado ostensiblemente –recuerdo que dijo- Ahora podemos matar dos pájaros de un tiro, ya que debemos poner coto de una vez por todas a las locuras que hace este niño”.

Así, antes de la llegada de la Navidad, yo sabía que el año entrante –1957- mis aventuras como pasajero del tren ordinario de las 15:30 horas podrían pasar a la historia, ya que mis padres me habían matriculado en un internado de Santiago, con lo cual se abaratarían mis gastos de traslados al hospital cada dos semanas, con menos costos económicos y, además, porque “los curas se van a encargar de transformarlo en un hombre de bien”.

  • Vas a sufrir mucho al comienzo –habíame asegurado mi madre- Pero, pasados los años, me agradecerás esta decisión. En el Internado del Colegio “Juan Bosco” aprenderás aquello que nosotros no hemos sido capaces de enseñarte. Hijo, para ti han terminado los años de vagancia e irresponsabilidad, Tienes que madurar, nosotros sólo podremos dejarte como herencia una buena educación.

 

En mi último viaje a Santiago ese mes de diciembre realicé algo que nunca antes había osado ni pensado. Descendí del  micro que había tomado en la Estación Central y caminé, pesaroso, por la esquina de Alameda con Ricardo Cumming, donde alzaba su imponente estructura de dos pisos de concreto gris el colegio que la Orden Salesiana bautizó con el nombre de “Gratitud Nacional Juan Bosco”, ocupando casi toda una manzana ya que contaba también con una iglesia (en plena esquina) y una sala de teatro oculta tras un portón de fierro, la que servía como salón de actos y cine dominical.

Observé las altas ventanas enrejadas del segundo piso y la enorme puerta de madera, con doble hoja de maciza construcción, pensando que el maldito colegio se asemejaba más a una cárcel de menores que a un establecimiento educacional.

Audaz e irrespetuoso como era ya en aquellos jóvenes años, me acerqué al ingreso del edificio e ingresé a la sala de la recepción que me maravilló por su amplitud, por la altura de su techo y el brillo increíble de su límpido piso embaldosado. No había gente en ese instante, ni empleados para consultarles lo que se me había atravesado en la cabeza súbitamente, como una forma “chamullera” de indagar algo más respecto de aquel desolador sitio de castigo.

Por fin, un cura joven con expresión beatífica apareció quizás de dónde y me preguntó si se me ofrecía algo.

– Es que….tengo una tarea –mentí- Vengo de Curicó y necesito saber cómo se llama el Rector de este colegio.

– ¿El Rector? Es el padre Raúl Silva Henríquez –me respondió casi en oración contrita, juntando sus manos en actitud de paz – Menciona en tu tarea que el padre Raúl es un hombre santo.

El cura me obsequió una estampa de San Juan Bosco y me acompañó hasta la puerta, empujándome sutilmente a la libertad de las calles sin saber que esas eran mis últimas actividades como hombre libre.

Terminado el período de clases, solicité a mi madre su autorización para trasladarme a la residencial de la abuela en la calle Reñaca y pasar allí mis vacaciones de verano, con el podrido pretexto de conocer mejor las calles de Santiago ya que debería estar muy al tanto de los recorridos de la locomoción colectiva si al año siguiente, estando interno, tendría que batírmelas solito para ir al hospital que se ubicaba en la avenida Santos Dumont, bastante lejos del establecimiento educacional de los salesianos.

De esa laya abandoné Curicó y asenté mis reales posaderas en la capital de la república, vagando de un sitio a otro cada día, aprendiendo más y más de la vida callejera e integrándome a los grupos de curiosos que en plena Alameda formaban la platea ocasional que avivaban la cueca a los “charlatanes” y ambulantes.

Al llegar el mes de marzo de 1957, estaba listo para asilarme en el “Juan Bosco”. Pero esa es otra historia.

 

 

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