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El tiempo detenido

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La pretendida ‘modernidad’ se estrella contra las pruebas del retraso de siglos que se constata en América Latina y particularmente en Chile.
Luis Casado evoca el tiempo detenido, o el tiempo que no pasa.
Que aproveche.


Escribe Luis Casado,
POLITIKA

Leyendo a Alexis de Tocqueville no puedo dejar de recordar a Úrsula
Iguarán, ese arquetipo de coraje, amor y generosidad que ilumina Cien
Años de Soledad.

García Márquez la describe de tal modo que las selfies salen sobrando,
para no hablar de las imágenes de alguna cámara de seguridad de esas
que hubiesen podido impedir la muerte anunciada de Santiago Nasar, o
al menos saber a ciencia cierta quien diablos se garchó a Ángela Vicario, misterio que no tuve la ocasión de dilucidar preguntándole al autor del
libro. García Márquez, con una pluma certera, pinta a Úrsula de manera
inolvidable:

“Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas
partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de
tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de
madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.”

Úrsula, heroína improbable, feminista a su modo y antes de la hora, se
preguntaba:

“…si no era preferible acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran tierra encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la
gente estaba hecha de fierro para soportar tantas penas y mortificaciones; y preguntando y preguntando iba atizando su propia ofuscación, y sentía
unos irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como forastero, y de
permitirse por fin un instante de rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces aplazado de meterse la resignación por el fundamento, y
cagarse de una vez en todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo un siglo de
conformidad.”

La épica Úrsula solía decir que en Macondo el tiempo no pasaba, sino que se daba vueltas en redondo. No solo ella. A Pilar Ternera…:

“Un siglo de naipes y de experiencia le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad.”

Si Alexis de Tocqueville me recuerda estas reflexiones relativas al tiempo es porque en su libro El Antiguo Régimen y la Revolución (1856) evoca las reivindicaciones del clero, detallándolas de tal modo que parecen
cogitadas ayer. Tocqueville pretende que tanto el clero como la nobleza
disponían, en pleno absolutismo, de muchas libertades de las cuales se
servían con frecuencia y desparpajo:

“Muchos eclesiásticos eran hidalgos de sangre, y transportaban a la Iglesia el orgullo y la indocilidad de las gentes de su condición.

Tal vez por eso se dio el trabajo de leer los Cahiers des Doléances que el
clero garrapateó en 1789, año en que Louis XVI convocó los Estados
Generales, asamblea que reunió la nobleza, el clero y el tercer estado (la burguesía y los miserables).

Permitiéndose una reflexión que respalda el materialismo de su
contemporáneo Karl Marx, Tocqueville afirma:

“Si uno quiere hacerse una idea justa de las revoluciones que puede sufrir el espíritu de los hombres
como consecuencia de los cambios que intervienen en su condición, hay que releer los cuadernos de dolencias del clero en 1789.”“El clero se muestra a menudo intolerante y a veces testarudamente apegado a varios de sus antiguos privilegios; pero por lo demás, –tan enemigo del despotismo, tan favorable a la libertad civil y tan amante de la libertad política como el tercer
estado o la nobleza–, proclama que la libertad individual debe estar
garantizada no con promesas sino con un procedimiento análogo al habeas corpus.

Dos siglos más tarde, nuestro amigo Roberto Garretón presentó miles de demandas de habeas corpus, todos rechazados sin miramiento alguno por una Justicia arrodillada ante la dictadura cívico-militar chilena, esa que ahora alaba e intenta poner de moda un pazguato llamado Bolsonaro.

En 1789 las reivindicaciones de la curia iban aun más lejos. Según los cuadernos de la época el clero:

“Exige la destrucción de las prisiones del Estado, la abolición de los tribunales de excepción, pide la publicidad de todos los debates, la inamovilidad de todos los jueces, la admisibilidad de todos los ciudadanos a todos los
empleos, que deben estar abiertos solo al mérito; un reclutamiento militar menos opresivo y menos humillante para el pueblo y del cual nadie pueda
exceptuarse; el fin de los derechos señoriales que, surgidos del régimen
feudal son contrarios a la libertad; la libertad ilimitada del trabajo, la
destrucción de las aduanas internas (peajes, N .del T); la multiplicación de
las escuelas privadas (independientes de la Iglesia, N del T): habrá una –
dicen los cuadernos– en cada parroquia, y será gratuita; habrá
establecimientos de beneficencia pública en el campo, como las oficinas y
talleres de caridad; así como toda suerte de estímulos a la agricultura.

Todo esto es de una candente actualidad, particularmente en Chile, en
donde la escuela es un ‘bien de consumo’, los jueces y la Justicia una
variable de ajuste y los peajes un impuesto venido directamente de la
Edad Media. La cuestión de fondo, no resuelta, sigue siendo la
Constitución de la dictadura que perpetúa el secuestro de los derechos
ciudadanos. En 1789 el clero tenía claro que la Carta Fundamental era la clave:

“En la política propiamente dicha, (el clero) proclama más alto que
nadie que la nación tiene el derecho imprescriptible e inalienable de
reunirse para hacer las leyes y votar los impuestos.”

La soberanía reposa en el pueblo y no en un monarca o un grupito de
oligarcas incrustados en el Parlamento. De ahí que no fuese una sorpresa que los Estados Generales decidiesen transformarse en Asamblea
Constituyente y le diesen a Francia su primera Constitución republicana.En el Chile del 2019 esa hazaña figura entre las tareas pendientes.

Observador agudo, Tocqueville –conocido como uno de los más preclaros ideólogos del liberalismo– previene y aconseja:

“Hay que estudiar en sus detalles la historia administrativa y financiera del antiguo régimen para comprender a qué prácticas violentas o deshonestas
la necesidad de dinero puede reducir a un gobierno (…) una vez que el
tiempo consagró su poder y lo liberó del temor a las revoluciones, esa
última defensa de los pueblos”.Como te decía, leyendo a Tocqueville no
puedo dejar de pensar en Úrsula Iguarán. En Chile el tiempo da vueltas
en redondo. Parece que es hora de preguntarle a Dios, sin miedo, si de
verdad cree que la gente está hecha de fierro para soportar tantas penas y mortificaciones. Si no ha venido ya el tiempo de permitirnos por fin un instante de rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces
aplazado de meternos la resignación por el fundamento, y cagarnos de
una vez en todo.

No lo digo yo, lo dice Tocqueville: al pueblo siempre le queda la última defensa de las revoluciones. Hay una imprescindible, imprescriptible, inalienable e impostergable, que consiste en devolverle al país su calidad de
República y a la nación el beneficio de la democracia.

Para que el tiempo no siga detenido. En ambos sentidos de la palabra.
©2019 Politika | diarioelect.politi

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