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El pueblo unido de Cali es el terror de los poderosos

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Jacobin

JUAN CÁRDENAS

El pueblo de Cali sabe dónde está parado y cómo funciona su territorio. La tenacidad de su resistencia no se explica solo en el marco de la oposición a la reforma tributaria: estamos ante un acumulado histórico de luchas, resistencias y aguantes colectivos que parecen haber encontrado, por fin, una ocasión para aflorar al unísono.

El señor Mora es el director de recursos humanos de uno de los grandes ingenios del valle del río Cauca, al suroccidente de Colombia, y es famoso por sus singulares tácticas de comunicación con los empleados. Al menos dos veces al mes, este astuto hombre de negocios se pasea por los cientos de hectáreas que cubren los monótonos dominios del ingenio y se dedica a repartir helados entre los trabajadores que cortan la caña en medio del calor sofocante. Una vez que ha logrado atraer a una buena cantidad de corteros sedientos alrededor de su camioneta 4×4, Mora da inicio a su ya tradicional sermón acerca de los beneficios de trabajar en su empresa.

¿Dónde los van a tratar mejor?, pregunta a sus empleados, que aprovechan para descansar unos minutos, se secan el sudor y asienten con los ojos perpetuamente arrugados por el sol mientras chupan su helado. Ustedes son como hijos de esta empresa, dice Mora, que siempre acaba la charla motivacional con una advertencia: nada empaña el bienestar de los trabajadores salvo los indígenas. Si los indios, dice, logran quedarse con todo esto, si el gobierno no hace nada y esa gentuza se apodera del ingenio, ustedes lo van a perder todo. Los indios son unos inútiles que solo quieren la tierra para cultivar comida para ellos. Los indios son sus enemigos, remata Mora, que solo deja de sonreír en ese instante. Luego recupera el buen humor habitual y continúa su recorrido por los cañaduzales, repitiendo aquí y allá la operación de los helados y el sermón.

Esas advertencias se comprenden mejor si tenemos en cuenta que, en los últimos veinte años, estos mismos corteros se han unido en varias ocasiones a las protestas organizadas por los indígenas, que emprendieron un proceso lento pero sostenido de ocupación de tierras de los ingenios.

En 2008, el paro conjunto de la minga y la huelga de corteros, que reclamaban una mejora salarial y un cambio en las leoninas condiciones de contratación, afectó profundamente la producción de azúcar y etanol y el bloqueo de la vía Panamericana mantuvo paralizada a toda la región durante semanas. Entonces, como ahora, se produjo una escalada en la violencia policial. Entonces, como ahora, se escucharon las mismas justificaciones de los atropellos y crímenes de las fuerzas del estado contra la población civil: terrorismo, vías de hecho, vandalismo.

Es en ese marco donde hay que entender la estrategia de Mora. Se trata no solo de impedir cualquier posible alianza entre sectores históricamente excluidos, sino de cultivar una narrativa de odio y división con un chivo expiatorio perfecto: los indígenas, caricaturizados como enemigos del progreso material de los corteros.

Esta estrategia paternalista es solo un minúsculo ejemplo de toda una cultura señorial colombiana que se remonta a los tiempos coloniales y se basa, por ello, en la invención fantasiosa de unas relaciones supuestamente armónicas entre explotadores y explotados, una demagogia igualitaria –con nuestro voseo contagioso como lingua franca– que a duras penas logra disimular la violencia racial y de clase inscrita en los cuerpos de todos nosotros.

La gente como Mora, sin embargo, prefiere verse a sí misma como un agente del bienestar y del progreso, gente emprendedora que genera cientos de empleos y contribuye a la prosperidad regional; un papel como mínimo dudoso a la luz del carácter deficitario de unos ingenios que hace mucho que no viven del azúcar, sino del amparo de unas leyes proteccionistas que nos obligan a los colombianos a comprarles el biodiesel a un precio elevadísimo (con la consecuente alza en el coste de la gasolina, una de las más caras de la región).

En otras palabras, si la producción de azúcar ya no es rentable ni competitiva en términos internacionales, si el etanol se obtiene a unos costes muy por encima del promedio regional, ¿por qué sigue creciendo este monocultivo en el valle? Eso por no hablar de la devastación medioambiental que ha supuesto la acelerada expansión de la caña  durante el último siglo, con gran perjuicio para las fuentes de agua, la biodeversidad y la desertización paulatina de la tierra.

Cali, en efecto, está sitiada por la caña. Caña hasta donde llega la vista: desde la cordillera central hasta la occidental, caña y más caña, un auténtico mar muerto de fibra verde sacudida por el viento que funciona como una especie de sustancia aislante, pero también como una sucesión de telones monocromos donde se juega el teatro barroco de la ilegalidad: es allí, en los cañaduzales, donde los grupos armados ligados al narcotráfico van a desaparecer los cadáveres, donde se cierran negocios turbios y los señores del traqueteo intercambian bienes y servicios. Es allí donde, en agosto de 2020, fueron asesinados cinco niños que simplemente jugaban a elevar cometas en circunstancias todavía por aclarar, el lugar donde los forajidos y los endeudados tratan de burlar a sus perseguidores.

Y es a través de sus laberínticos caminos por donde la droga que se extrae en las montañas llega hasta las rutas del Pacífico, rumbo al resto del mundo. La gente de Cali sabe que el cañaduzal es mucho más que ese símbolo de orgullo con el que las élites señoriales del valle han tratado de empalagar al país. El cañaduzal es la tapadera perfecta, el parapeto ideal para cualquier actividad non sancta, pues su sola presencia blanquea hasta las operaciones más sospechosas. Y si el telón de caña no basta, el fuego de las quemas en época de zafra, el fuego que todo lo purifica, se encarga de culminar la labor en medio de un olor arrebatador a miel quemada. Como único indicio urbano de la gran llamarada nocturna, al día siguiente cae sobre los barrios del sur una delicada ceniza negra que flota en las piscinas de los ricos y percude las sábanas de los pobres tendidas al sol.

Pero los corteros que pasan todo el día en el cañaduzal saben que hay mucho más después de la quema: animales calcinados y toda esa materia que se resiste al fuego, uno que otro diente, fragmentos de hueso y hasta trocitos de prendas de ropa que surgen en medio de la tierra humeante. Todo paisaje es, al fin y al cabo, una máquina social y económica que suele ocultar sus condiciones de producción detrás de una postal idílica.

El pueblo de Cali sabe dónde está parado, cómo funciona su territorio, quiénes mandan, quiénes llevan y quiénes traen. En definitiva, el pueblo de Cali conoce cuál es la economía política, legal e ilegal, que sostiene toda su vida cotidiana. Y es por ese conocimiento, por esa experiencia concreta sobre cómo se administran históricamente la injusticia y el hambre, que hoy tenemos a la gente movilizada, tomando las calles y soportando una de las oleadas de violencia policial más atroces que se recuerden en la historia reciente del país.

Estas manifestaciones no se explican solo en el marco estrecho de la oposición a la reforma tributaria o en la coyuntura de crisis social provocada por la pandemia. Estamos ante un acumulado histórico de luchas, resistencias y aguantes colectivos que parecen haber encontrado, por fin, una ocasión para aflorar al unísono, apenas un año y medio después de un primer estallido interrumpido por la emergencia sanitaria. Y para horror de todos los señores Mora de la región, se ha vuelto a producir la tan temida alianza entre sectores populares.

A esta hora marchan juntos el movimiento estudiantil y los indígenas misak que prendieron la mecha con el derribo de la estatua de Sebastián de Belalcázar hace unos días; los maestros, los trabajadores y los miles de jóvenes desempleados, sin acceso a la educación, a quienes el estado les está negando el futuro. Marchan las asociaciones vecinales, el activismo feminista, los sindicatos, las distintas expresiones del movimiento negro, marchan los músicos, los artistas y buena parte del personal médico estaría marchando si no estuviera atendiendo a los enfermos de COVID-19 que ya no caben en las salas de emergencia, mientras el gobierno anuncia que no enviará vacunas a Cali si no cesan las protestas. Marchan los sin techo, los hambrientos, los desarrapados que no caben en ninguna denominación colectiva, los que no tienen nombre ni mucho menos apellido.

Con la ciudad militarizada en manos de Eduardo Zapateiro, un general de bolsillo de la extrema derecha que ha suprimido toda autoridad civil en el manejo del orden público, las redes se han llenado de videos y testimonios que dan cuenta de las acciones criminales de la policía y el cuerpo de antidisturbios. Ráfagas indiscriminadas disparadas contra las casas de barrios populares, desfile de tanquetas del ejército, decenas de desaparecidos, disparos certeros en los cuerpos de jovencitos inermes, saqueos y destrucción realizados por manifestantes o por infiltrados de la propia policía, la violación de una niña de doce años en un puesto policial, la masacre de cinco jóvenes y los más de treinta heridos en el sector de Siloé y el Lido, donde la situación anoche era de guerra urbana abierta.

El registro de horrores y atropellos a los derechos humanos crece cada hora y cabe esperar lo peor de parte de este gobierno ahora que las organizaciones sociales y distintos convocantes al paro han declarado que la movilización continúa.

En las calles de Cali, como en todo el país, flota una atmósfera de esperanza, pero también de incertidumbre; de rabia y dignidad furiosa, pero también de miedo. Un miedo animal a que el ejército y la fuerza pública, fieles a una reconocida tradición nacional que ha llenado nuestra literatura de imágenes atroces, masacren una vez más al pueblo que juraron defender.

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