por Franco Machiavelo
Vivimos una segunda ola del estallido social, no necesariamente en las calles con fuego y barricadas visibles, sino en la conciencia colectiva que se rehúsa a rendirse. Un estallido que arde por dentro, que se expresa en el desencanto, la apatía, la rabia contenida y el hartazgo frente a un modelo que promete democracia, pero entrega obediencia y desigualdad.
La democracia neoliberal es una ficción cuidadosamente administrada: los pueblos pueden votar, pero no decidir. Las estructuras de poder —económicas, mediáticas y financieras— han domesticado la política. Se nos dice que vivimos en libertad, mientras se nos encadena al consumo, al endeudamiento y a la precariedad disfrazada de modernidad.
No puede haber democracia real donde reine la injusticia social. Hoy esa verdad resuena más que nunca en un país donde las alzas son pan diario, las pensiones una burla, los sueldos una condena y la educación y la salud siguen siendo privilegios. El pueblo fue engañado con promesas de igualdad que se disolvieron entre pactos, maquillajes y reformas cosméticas.
Existe una contradicción monstruosa: la dictadura neoliberal y la democracia representativa parecen haberse reconciliado, fusionándose en un híbrido donde la apariencia de libertad legitima la continuidad del abuso. La dictadura impuso el modelo; la democracia lo perpetuó. Una mano armó la jaula, la otra le puso flores.
Hoy, la lucha de clases no es un concepto antiguo ni un discurso de museo. Está en la señora endeudada por comer, en el joven que trabaja sin contrato, en el anciano que sobrevive con una pensión de miseria, en el estudiante que ve su futuro hipotecado. Está también en la rabia de quienes ya no creen ni en los partidos ni en los mesías políticos, porque comprendieron que las élites —sean de derecha o de “izquierda moderada”— beben del mismo vaso del poder.
El estallido social vigente no es un recuerdo del 2019: es una advertencia. Una señal de que la historia no se apaga, solo espera su momento. La reconciliación entre democracia y dictadura económica es una traición a la dignidad, y la única respuesta posible sigue siendo la organización, la conciencia y la resistencia.
Más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas, pero no por acuerdos entre élites, sino por el rugido incontrolable del pueblo que decidió despertar, otra vez.
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