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El cine como arma de la revolución

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Jacobin

OSCAR ARIEL CABEZAS

El nombre de Raymundo Gleyzer (1941-1976) condensa la pasión del cineasta y del militante guevarista que quiso pensar el cine como arma de la revolución. El programa cinematográfico del argentino sigue concitando interés en la potencia política de la imagen y el cinema.

ecordar a Gleyzer hoy es traer a la memoria otra época: una en la cual las imágenes eran vistas como un campo ideológico en disputa. En el léxico de los militantes revolucionarios de la década de los sesenta, la lucha de clases también era la lucha por la imagen. La revolución necesitaba de su propio cine, pensaba Gleyzer, uno que pudiera formular una alternancia al paradigma industrializado de Hollywood. Sin ello, la lucha de las clases subalternas se mantendría subsumida en la industria del comercio y entretenimiento del cine capitalista.

Epígono del cine social latinoamericano, Gleyzer combinó el marxismo y las imágenes de la América Latina explotada para forjar un proyecto social y político único: el Cine de la Base. En un contexto lejano, pero no tan distinto, debemos recordar el ejemplo que asentó Gleyzer y volver a pensar la potencia política de las imágenes y el cine.

La lucha por la imagen

La historia de Gleyzer aparece en el contexto convulsionado de la década de los sesenta, y en particular del cine social latinoamericano o Tercer Cine. Ese cinema revolucionario dejó sus primeros hitos en los filmes de  Fernando Birri, como Los inundados (1961), llegando hasta el film de Miguel Littin Las actas de Marusia, de 1976. Pero, sobre todo, el caso paradigmático y revelador para Gleyzer y para la época fue el film documental que realizaron Fernando Pino Solanas y Octavio Gettino, La hora de los hornos (1968). Si bien Gleyzer no compartía la militancia peronista de Solanas y Gettino, tanto ellos como los demás compañeros cineastas persiguieron un modelo común: un cine que pretendía despertar las revoluciones en América Latina. 

Además de Birri, Gettino y Solanas, hubo un cuantioso numero de cineastas embarcados en el mismo proyecto del cine revolucionario. Los nombres de Glauber Rocha, Santiago Álvarez, Tomás Gutiérrez Alea, Jorge Sanjinés, Raúl Ruiz y Paul Leduc son algunos de los muchos que tomaron posición respecto de las imágenes filmográficas. Con todas sus diferencias estéticas y políticas, el cine social latinoamericano reunía a artistas, intelectuales y creadores sensibles a la pobreza y la explotación. 

A grandes rasgos, el cine social latinoamericano pretendía acoplarse a la lucha de los pueblos y romper el cerco en el que el «desarrollo desigual y combinado» del capitalismo hacía imposible la igualdad a través de estados democráticos y liberales. Fue, en una palabra, un cinema que brotó del imaginario y práctica revolucionario de la época. Pero aún en esa constelación de artistas e intelectuales radicalizados, el caso de Gleyzer fue destacado. La conciencia crítica de Gleyzer fue la mirada guevarista y de un socialismo revolucionario, de un militante del PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores — Ejército Revolucionario del Pueblo).

Como artista e intelectual, el argentino entendía que debía filmar las desigualdades sociales y las injusticias producidas por un régimen económico que usurpa la vida de los obreros. Pero la perspectiva de Gleyzer no fue de mera denuncia. La postura crítica que adoptó Gleyzer y los cineastas comprometidos latinoamericanos significó, en primer lugar, exponer que las imágenes no son políticamente neutrales. La emblemática sentencia del brasileño Rocha, «una cámara en la mano, una idea en la cabeza», es sintomática de una postura no solo estética y política en la región, sino también de un momento en que la ética revolucionaria de la época buscaba politizar la imagen a través de lo que Gleyzer y Solanas enunciaran como «cine de contrainformación». 

Una de las ideas pilares del «cine de contrainformación» era que la imagen no podía ser neutral. Había que disputarla a través de la crítica a la explotación del capitalismo y imperialismo, pero las bases formadas principalmente por el mundo obrero y por las villas miseria también debían ser entrelazadas a la actividad de contrainformación del Cine de la Base.

Mediante imágenes fílmicas, la base (un grupo de no más de 20 personas) debía llegar a identificarse como sujetos activos de la resistencia, oposición y revolución socialista. Para conseguir semejante identificación, era necesario un cine en que el espectador despierte por reflexión e indignación. Todo el trabajo documental y la película de ficción que Gleyzer filmara tiene por motivación esto: que la imagen despierte a la indignación, es decir, el cine como didáctica del despertar a la conciencia por el socialismo revolucionario.  

Así, el cine de contrainformación consistía en una teoría radical del espectador (muy parecida a la que Tomás Gutiérrez Alea desarrolló en su libro Dialéctica del espectador). Gleyzer pensaba las imágenes desde un concepto de «lo popular» en el que la lucha de clases había sido invisibilizada por el puro entretenimiento que ofrece el paradigma de la industria cultural de masas. Tal como lo intenta distinguir el libro de Alea, el cine que toma posición en su compromiso con el cine popular debe producir una «dialéctica en el espectador»: un momento en que el espectador deja de ser un consumidor pasivo de imágenes mercantiles, interrumpiendo la economía de la imagen y su alianza con el capital. 

En lo mejor del Tercer Cine, como en el caso de Gleyzer, se provoca una interrupción de la imagen controlada –la mirada benévola humanista– que convierte la pobreza, la miseria y la explotación de las clases subalternas en objetos estéticos. Y en esa interrupción de la falsa ilusión consistía el arte que Gleyzer pregonaba.

Un cine de la realidad

A diferencia de la falsa verdad producida por el cine de entretenimiento, la verdad que Gleyzer perseguía no podría ser una mera utopía, una ilusión. Para que el cine contribuya a la lucha de clases debe eludir el ilusionismo, es decir, el espectáculo de las falsas ilusiones. Por eso, Gleyzer y sus compañeros invirtieron la idea de que las masas deben «escapar» a la cinemateca, e hicieron de los espacios del sindicato y de las villas miseria el lugar de ocurrencia de la interrupción. Ese planteo, de salir de los espacios institucionales de consumo, estaba vinculado con la idea de que el espectador no debía identificarse con los personajes sino discutirlos, llevando la intensidad de los afectos y de la trama a un plano real.

Según Gleyzer, la hegemonía visual promovida por los signos informáticos de la publicidad y del entretenimiento reducía al espectador a un lugar pasivo y susceptible a la moral burguesa. En cambio, los filmes del argentino perseguían la movilización, es decir, que el cine haría nacer entre las bases los afectos que serían canalizados hacia una transformación sensorial, que en último término debe disponer los cuerpos de los obreros para la lucha de clases.

Claros ejemplos de esto son el documental que filmara junto a Jorge Prelorán, Ocurrido en Hualfín (1965), en el que se denuncian las condiciones de explotación extrema de los habitantes de Catamarca, Argentina. También en Swift (1971), un cortometraje en el que narra el secuestro del cónsul británico por el ERP y la obtención de un rescate que significó mejorar las condiciones de vida de los obreros de la fábrica.

En el documental Ni olvido ni perdón: la masacre de Trelew (1972), Gleyzer narra la fuga de la cárcel de veinticinco miembros de PRT-ERP, Montoneros y FAR durante la dictadura de General Lanusse,; seis de ellos lograron huir en avión a Chile, pero diecinueve no lo lograron y fueron asesinados a mansalva por la dictadura.  En el cortometraje Me matan sino trabajo y si trabajo me matan: La huelga obrera en la fábrica INSUD (1974) narra y denuncia las condiciones de vida de los obreros que morían por enfermedad de saturnismo, es decir, por contaminación de plomo en la sangre.

Un compromiso inquebrantable

La idea de la revolución socialista para Gleyzer es tan clara y necesaria como lo era para el Che Guevara: la revolución socialista es el único modo de salir de la explotación capitalista. Aunque fuese aniquilado por el terrorismo de Estado y las dictaduras, el ideario revolucionario de Gleyzer postuló que era necesario ver para pensar, y pensar para actuar. En ese sentido, el argentino revolucionario nunca cedió sobre su compromiso con el cinema, que entendió literalmente como arma. Fiel a sus propias ideas, el revolucionario argentino jugó la vida como cineasta y militante del PRT-ERP, en la lucha armada y de las ideas que divulgó Mario Santucho en el libro Poder Burgués, poder revolucionario (1974). 

Tenía 35 años cuando fue secuestrado en la puerta del Sindicato Cinematográfico Argentino. Se sabe que los secuestradores robaron sus pertenencias sin siquiera imaginar a quién estaban robando. El verdadero tesoro, compuesto por varias latas de negativos filmográficos, no fue siquiera percibido por los secuestradores. En mayo de 1976, las fuerzas del terrorismo de Estado lo hicieron desaparecer físicamente y hasta el día de hoy, el cineasta que pensó la imagen de la indignación y la de la traición, sigue desaparecido.

El pensamiento que movió toda su carrera fílmica era de una estremecedora humildad y a su vez de una enorme pasión militante. Lo que hoy, a 45 años de su desaparición junto al escritor Haroldo Conti, resuena es el clamor de un arte militante que intentara pensar el cine y el compromiso con las imágenes, desde el coraje de tomar una posición

La imagen que indigna, ayer y hoy

Teniendo en cuenta la genealogía de su obra fílmica —Círculo (1963), La Tierra quema (1964),  Ocurrido en Hualfín (1965), Pictografías del Cerro Colorado (1965), Ceramiqueros de tras la sierra (cortometraje, 1965), Elinda del Valle (1969) Swift (1971), Ni olvido ni perdón: la masacre de Trelew (cortometraje, 1972), México, la revolución congelada (1973), Los traidores (ficción,1972), Me matan sino trabajo y si trabajo me matan: La huelga obrera en la fábrica INSUD (1974)— se puede decir que toda la obra fílmica de Gleyzer es un tratado político sobre la imagen-indignación.  

En los intersticios latinoamericanos de la desigualdad estructural y de un mundo que gira entorno a los espacios industriales de producción de imágenes, Gleyzer era, sin duda, un teórico de la indignación. Esto es precisamente lo que ocurre en el film Los traidores y en México, la revolución congelada, es decir, mostrar el despliegue de la lucha de clases desde el arte del montaje de las imágenes que nos indignan hasta el punto en que es imposible quedarnos en el espacio del espectador pasivo.

Pero el legado que nos llega hoy con más intensidad tal vez sea otro. Gleyzer se esforzó por mostrar los pliegues ideológicos en los que el poder de la burguesía sería capaz de contener la revolución. Así, la crítica a los sindicatos peronistas en Los traidores no solo es una crítica a la burocratización de esta institución obrera, sino a las formas en que la hegemonía del capital y sus derivas discursivas e institucionales han permeado la base obrera hasta corromperla. Lo mismo ocurre en el documental México, la revolución congelada; en la crítica que hace Gleyzer al Partido Revolucionario Institucional de México (PRI) se logra entender que la comprensión de las imágenes está inevitablemente articulada por una narrativa que sustenta la lógica del espectador pasivo.

Por lo mismo, la tarea que plantea Gleyzer es de recuperar una posición ética en la cual la indignación retome su vinculación con la realidad social, cimentando la base para la acción política. La actualidad del Cine de la Base y sus interrogantes debe buscarse en esa imagen-indignación y en el núcleo sensible de la materialidad de la lucha de clases. 

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