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Alan Parker (1944-2020) Es todo tan intenso

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Soledad Castro Lazaroff

Brecha, 7-8-2020 

Es hora de decirle adiós al cineasta británico responsable de títulos de los setenta y los ochenta tan clásicos como Expreso de medianoche, Pink Floyd: The Wall, Corazón satánico y Fama. Su trabajo, a pesar de su carácter mainstream, se destaca por el retrato descarnado de las pasiones humanas y la construcción de un universo expresivo que, comparado con lo que hace Hollywood hoy en día, parece propio del más concienzudo cine de autor.

Lograr efectos narrativos de impacto audiovisual no es tarea fácil: no lo es hoy, no lo fue nunca. Pero Alan Parker venía del mundo de la publicidad, y no en una época cualquiera: venía de aquella publicidad de los setenta que todavía parecía un territorio fértil para la creatividad y la experimentación, que dialogaba con el cine y aportaba recursos nuevos a la cultura pop, en lugar de exprimirla hasta vaciarla por completo. Parker utilizó su experiencia filmando comerciales para llegar al cine y en el camino aprendió a dirigir actores, a construir pasos de comedia o tensión dramática en menos de un minuto, a dimensionar el poder que le otorga a un artista contar con amplios recursos de producción, a narrar de forma coral y parodiar los géneros clásicos. Y a trabajar con la música como lenguaje universal, utilizándola como excusa para unir recursos de procedencias heterogéneas y llegar a altos niveles de libertad compositiva.

Ya su ópera prima, Bugsy Malone, es una muestra de originalidad atendible: a nadie más se le había ocurrido filmar un musical con niños y niñas haciendo de gángsteres. La realización de esa película supone la transición directa de los conflictos adultos, de la sensualidad del cine mafioso y criminal al mundo de la infancia y la adolescencia, rompiendo el estereotipo de inocencia reservado habitualmente para la niñez y la primera juventud.

Máxima velocidad

El cine de Alan Parker apela al estímulo directo del espectador a través de la filmación exhaustiva de los cuerpos de los actores y actrices en un ritmo dramático feroz. Sus construcciones narrativas se encuentran signadas por la velocidad de los sucesos, que están acompañados por también veloces y, en ocasiones, aparatosos movimientos de cámara. Montaje y movimiento, montaje y movimiento: algo pasa todo el tiempo, no hay plano que no esté explotado al máximo y parezca repleto de información. La mayoría de las veces ese ritmo bien industrial, clipero, publicitario, no llega a desacelerarse por completo, pero incluso en medio de esa cosa informativa imparable Parker nos permite observar a las personas con detenimiento, y encima se deja espacio para construir psicologías extravagantes. Sus puestas en escena, compuestas por extrañas coreografías de una complejidad muy superior a las que parecen manejarse hoy en Hollywood –por más efectos especiales y de posproducción con los que se cuente–, lograban en los actores una entrega tan pasional que hoy puede llegar a percibirse como siniestra o pasada de moda, pero que, sin embargo, les otorga a los personajes una gran vitalidad. Es improbable que una persona filmada por Alan Parker no haya «estado ahí», no haya transitado una experiencia significativa durante el rodaje, y los resultados artísticos de ese compromiso común parecen destilar de sus películas –sobre todo de las primeras–.

Por otro lado, su eficacia en la construcción del tiempo y una concepción dramática clásica, basada en la acción de mirar a los protagonistas transitar diferentes estados hasta llegar a su límite, le permitió explorar un amplio abanico de emociones y pasearse por diversos registros actorales. Elegía proyectos que lo llevaban por caminos inesperados, como si en la galaxia de los géneros y los estilos, su nave fuera capaz de aterrizar en todos los planetas. Eso lo acercaba al teatro; es posible que, de alguna manera, su cine coqueteara con la dramaturgia teatral o incluso con las series de televisión. Al mismo tiempo, es posible confirmar su amor genuino por lo estrictamente cinematográfico cuando se valora el enorme arsenal de recursos estéticos, procedentes del audiovisual, a los que echaba mano. Porque hubo animación, videoclip, secuencias en tiempo real, extras, paisajes del mundo, interiores de cuartos y bares, espacios de una multiplicidad asombrosa presentados en forma de drama y comedia. Es un cineasta de exploraciones e investigaciones con el lenguaje, que se anima en variadas oportunidades al collage de lo excesivo y lo grotesco.

Aquellas películas

Revisar la filmografía de Alan Parker es darse una panzada de buenas historias situadas en contextos históricos interesantes, que suelen tener dos dimensiones básicas: una sentimental y otra política. En términos sentimentales, es posible notar cierta tendencia a la cursilería: sus personajes se meten en problemas hasta el hueso, sufren a más no poder, enloquecen y se transforman en pájaro, aman con desenfreno, bailan sin parar. El aburrimiento no es una opción dramática ni siquiera cuando el protagonista es un tipo alienado que no hace nada más que mirar la televisión, porque el agujero que deja la acción lo llenan los experimentos visuales. Pero esa especie de horror al vacío casi nunca deriva en un optimismo choto, porque las emociones humanas están contadas en forma descarnada para que el mundo de la intimidad revele sus oscuridades, esas que derivan en un episodio de acoso sexual (Fama, 1980), una situación extrema de violencia doméstica (Donde hay cenizas…,1982) o incluso una relación sexual que, de tan intensa, casi se convierte en un asesinato (Corazón satánico, 1987). Experto en construir curvas dramáticas, Parker logra que, a pesar de las pasiones descontroladas, resulte fácil creer en sus personajes. La continua alternancia entre varios conflictos hace que sientan, vibren y estén vivos.

Por su parte, la dimensión política es, en Pink Floyd: The Wall (1982), telón de fondo para el relato de las experiencias traumáticas de una generación. En Mississippi en llamas (1988), a pesar de la trama heroica que involucra a los agentes del FBI encarnados por Gene Hackman y Willem Dafoe –que buscan hasta las últimas consecuencias a tres activistas desaparecidos en 1964 y enfrentan al Ku Klux Klan–, los protagonistas no están exentos de la violencia del sistema: la llevan consigo y la ejercen en sus métodos. En una exploración más lírica, el cuerpo autodeformado de Matthew Modine en Alas de libertad (1984) es metáfora del padecimiento de los soldados en la guerra de Vietnam. Tal vez la necesidad de realizar pinturas políticas para situar sus obsesiones en torno a las relaciones humanas haya nacido de su colaboración con Oliver Stone en Expreso de medianoche (1978), especie de ritual de iniciación para ambos del que el estadounidense escribió el guion.

No es seguro que Alan Parker vaya a ser recordado en el canon más intelectual de la historia del cine, pero su trabajo audiovisual llegó a ser tremendamente popular y llevó a las grandes masas formas que combinaban la adrenalina más pura con reflexiones valientes y honestas sobre el mundo. Hoy, frente a una industria del entretenimiento que parece haber perdido toda potencia creativa cercana a lo político, ese aporte estético parece renovar su vigencia.

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