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La revolución de Octubre en el cine

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Trotsky, el protagonista ausente

Estamos en vísperas de un centenario con el que la izquierda insumisa tiene una cita: el de la revolución de Octubre que señaló el inicio del mayor desafío que hasta el momento ha conocido el capitalismo.

Por Pepe Gutiérrez-Álvarez

En esta cita tendremos que separar la paja del trigo, explicar Octubre en toda su dimensión y para ello, tendremos que volver a hablar de Trotsky que fue, junto con Lenin, su principal protagonista. Durante los primeros años era propio por doquier citar a ambos aunque lo cierto fue que la revolución significó ante todo la irrupción de las masas en el escenario de la historia. Ulteriormente, la Rusia soviética semidestruida por el atraso secular del país más dos guerras sucesivas  (sobre todo la llamada “civil”, auspiciada en realidad por la “contra”, por 21 naciones nada menos), deformó su curso inicial hasta convertirse en otra cosa bajo la dirección de un oscuro funcionario llamado Stalin. El ascenso de Stalin significó –entre otras muchas cosas- la instauración de verdad oficial en la que Trotsky acabó siendo un vulgar agente de la reacción, el representante de la “quinta columna”.

Esta verdad oficial conoció un largo proceso que tuvo en el la película Octubre (1927),  de Serguei M. Eisenstein, ambiciosa obra de encargo que el Estado soviético se planteó producir para  conmemorar el décimo aniversario de la revolución, y que cautivó la imaginación inconformista de toda una época. Dicha película, discutible por muchos conceptos, pero sin duda  la  más importante  y también la  mejor de  todas cuantas  se han  realizado sobre la revolución de 1917,  tiene la triple virtud, primero  de:abordar un hecho histórico confiriéndole un carácter mítico que sedujo a varias generaciones (muy significativas en este sentido son las notas del diario de André Gide, evocando una visión que influyó notablemente en su evolución hacia el  ideal comunista);  segundo, ser en  sí  misma  un hecho  histórico que trasciende su carácter fílmico,  y finalmente, un reflejo histórico de un momento muy preciso: el ascenso en solitario de Stalin como líder providencial, incuestionable y así sucedió en todas las películas que evocaron después aquel acontecimiento.

Desde este prisma, es importante observar que el  testimonio abierto y antidogmático de John Reed es el escogido para representar el  acto fundacional  del  Estado  soviético.  Hasta  entonces  no  se  había efectuado   ninguna   rectificación  de  su  famoso  libro  Diez días que conmovieron el mundo, que no por casualidad fue rigurosamente prohibido bajo Stalin, y permitido desde Jruschev con unas anotaciones que casi desmentían la verdad del texto.  A la hora de elaborar el guión, como  en el  rodaje,  nadie  se  cuestiona  el  papel  protagonista del acontecimiento por parte de  Trotsky,  y la  relevancia  de otros  personajes como Grigory Zinóviev o Antonov-Ovseenko,  quien será finalmente  el único de los artífices de que –con la excepción de Sverdlov, fallecido en 1922–, permanecen por unos momentos en el montaje final,  en  tanto que Trotsky  queda reducido a un gesto negativo,  se opone al planteamiento de  Lenin   en  el  punto de  la  insurrección  aunque automáticamente vota a  favor.

Tampoco se le ocurrió entonces a nadie incluir a Stalin  entre los  protagonistas, no constaba salvo en un par de alusiones, como su nombramiento en tanto que Comisario de las Nacionalidades. Ulteriormente, ya no habrá ninguna otra película soviética –y por supuesto, pintura  o libro de  historia– sobre   los acontecimientos, que no lo coloquen a Stalin al lado de Lenin, o por encima de éste.

Mientras que se está  haciendo la película,  Trotsky, que había  desistido en  utilizar el Ejército  que  había creado  a su favor, ya había sido condenado (1924) por “desviación pequeño burguesa”,  amén de destituido de sus cargos militares (1925).

El 27  de diciembre  de 1927,  Trotsky  será  expulsado del partido,  luego desterrado a   Alma-Ata,  hasta  el  destierro  final  (1929).  Cuando  se  estaba  celebrando el  desfile  oficial  del  aniversario,  Trotsky  y la  oposición  de  izquierdas  son  fervorosamente  aplaudidos desde el público próximo al “podium” de Stalin. Según el codirector de la película,  Grigory A. Aleksandrov, fue el propio Stalin en persona el que visitó los laboratorios para indicar los  cortes relacionados con Trotsky,  y uno que mostraba a Lenin bajo “enfoque insatisfactorio”. Al final, de propio 49.000 metros de cinta se  utilizaron  solamente 2.800.  Esta  reducción provocó  un radical   desequilibrio en  el  montaje que,  además,  tuvo que hacerse con  toda premura.

En  un artículo  sobre la cuestión, Ángel Fernández Santos, se interroga sobre la cuestión en los términos siguientes; “…Adonde están los restos,  si  es que  no han sido quemados,  de la hora larga que Stalin  mandó amputar  de  Octubre,   dejando  a  la  genial   película  completamente  desmedulada y coja“.

Y a continuación,  sintetiza así su versión   de lo que algunos considera el  mayor ejemplo de  censura (aunque peor hubiera  sido sí  Viridiana llega  a  desaparecer como pretendió Franco):  “Cuando en 1925-1926  Einsenstein rodó Octubre todavía León Trotsky era  universalmente indiscutido como supremo  estratega y  conductor de la Revolución de Octubre de 1917 en San Petersburgo,   pero año y medio después,  cuando  iba a estrenarse  la película, Stalin  ya  había decidido  borrarle  del mapa de la  historia de   Rusia y ordenó arrancar de las bobinas, que abarcaban más de tres  horas de  metraje,  cualquier huella de Trotsky.  Más de una hora  de  genio  cinematográfico  se  hizo  así  humo,  invisible humo.  Quedaron  únicamente  a  salvo  dos  pequeñas  hilachas,  que  se   filtraron entre las prisas de la burocracia soviética por acabar  con  aquella vulneración de  la verdad artística e  histórica: se les escapó la inconfundible presencia de aquel hombre  de gafitas estilo “quevedo”  que hay junto a Lenin en la  escena del retorno  de éste de Finlandia hacerse cargo del mando de  la sublevación de Petrogrado;  y se le coló también el instante, casi visto y no   visto,  en que,  entre un abrir y cerrar de  puertas,  se ve a un   hombre joven de pelo negro encrespado,  inclinado sobre una mesa, firmar y firmar  frenéticamente  orden tras orden  en un despacho del instituto Smolny, cuartel general del líder del Octubre real,  arrancado por Stalin del Octubre cinematográfico”.

Estas líneas pertenecen al artículo “El cine invisible” (Cinemanía nº 34, octubre 1998). Su autor, Ángel Fernández Santos  publicó en  uno de  los primeros  números de  Ruedo Ibérico, un   memorable trabajo sobre las ideas de  Trotsky sobre el  arte y la cultura en la que se ofrecía información sobre la corriente “caballerista” en el PSOE durante la Segunda República… ángel se definió durante años como “un viejo trotskista”.

Por otro lado, resultan cuanto menos curiosos algunos comentarios políticos insertos  sobre  la  película  en  trabajos  de  especialistas,  como el de  Augusto  M.  Torres en Videoteca básica del cine  (Alianza Ed.   Madrid,  1993),  que  compara el caso de la desaparición de Trotsky en el metraje con unas opiniones actuales “que conceden mayor importancia a Kerenski que a Lenin”  (p.  418), algo absolutamente descabellado incluso desde el punto de vista reaccionario que busca de enfocar Octubre como una obra escrita por Lenin (vean sino cualquier documental reciente). O el de José Mª Caparrós, que en 100 películas sobre  historia contemporánea  (Alianza Ed., Madrid, 1997),   hace sostener a Trotsky “que un régimen comunista en un solo país era una anomalía y que la    revolución  proletaria únicamente se  salvaría cuando el mundo entero  hubiera sido encaminado por esa  vía”  (p. 205), cuando sería mucho más preciso decir que la revolución rusa fue concebida  como un  “prologo”  a la extensión de la revolución al  menos en  algunos de los países industrializados. El lector interesado en mayores detalles sobre la película, los tendrá en el trabajo de  Esteve Riambau,  “Octubre,  un doble reflejo de  la  historia”,  incluido en La  historia y el cine (Ed. Fontamara, 1983).

Todavía al principio de los años ochenta, un proyecto como Reds, obra de un cineasta, Warren Beatty, que en algún momento no ha dudado en efectuar alguna exaltación del personaje, resulta claramente prudente en este punto.

A Beatty le pareció como suficiente “revolucionario” el propio hecho de poder llevar la vida de John Reed al terreno del “colosal”, de manera que se preocupó más de enfocarlo de cara al gran público desde el ángulo de una historia de amor “más grande que la vida” en detrimento de sus contenidos y del rigor de una reconstrucción en la que la atmósfera de las masas en movimiento desaparece, lo mismo que lo hacen los protagonistas del libro de Reed. Aunque utilizó a Robert A Rosenstone, el principal biógrafo de Reed como asesor histórico, y que este se brindó para interpretar a Trotsky,  Beatty fue a lo suyo, se puede encontrar el informe (“Rojos como trabajo histórico”) de Rosenstone en su obra, El pasado en imágenes (Ariel Historia, BARCELONA, 1997). Para mayores detalles consultar mi estudio sobre Reds incluido en la edición crítica de los escritos de Reed titulada Rojos y rojas (El Viejo Topo, Barcelona, 2003), en particular el apartado Reds. Puntos de mira.

Tampoco cabía esperar ninguna reparación por parte del documentalismo patrocinado por la televisión,  un terreno normalmente colonizado por los imperativos del “pensamiento único” que no admite desviaciones sobre puntos tan serios como este.

Existen apuntes aquí y allá, por ejemplo en una curiosa realización del interesante teórico y componente del “free cinema”,  Karel Reisz, Morgan, un caso clínico (Morgan a Suitable Case for treament, Gran Bretaña, 1966), una obra brillante escrita por David Marcer en la que Morgan (un brillante David Warner), interpreta el airado hijo de una obrera comunista casado con una bella inconformista (Vanessa Redgrave), y que se debate entre sus sueños revolucionarios representados por escenas épicas de Octubre, así como con dolorosas reflexiones sobre el errático destino de Trotsky (y de la mítica revolucionaria) aplastado por la burocracia hasta que, por la suma de crisis y contradicciones acaba internado en un psiquiátrico en cuyo jardines conforma una gigantesca imagen de la hoz y el martillo.

Algunos de los temas presentes en esta olvidada película (que fue estrenada aquí, suponemos porque era susceptible de una interpretación reaccionaria: los sueños de la revolución llevan a la locura), las difíciles vivencias de  personajes outsiders, que viven en una delgada frontera entre los sueños emancipadores y los fracasos, reaparecen de nuevo en la siguiente película de Reisz, Isadora (USA-Gran Bretaña, 1966), una aproximación a la apasionante vida de Isadora Duncan (inolvidable Vanessa Redgrave), que vivió los primeros años de la revolución rusa en brazos del poeta campesino Serguei Esenin, y en la que se exalta el temperamento libre y el compromiso con un tiempo en el que las muchedumbres proletarias asistían extasiadas a grandiosos espectáculos de recitales poéticos…Aunque tampoco aquí se habla de Trotsky porque de haberlo hecho la película no habría accedido a los mercados del “socialismo real”

Por lo tanto, están por hacer las películas que evoquen aquella atmósfera de las masas tomando en sus manos los soviets, películas que incluyan a sus principales actores, a personajes que de haber pertenecido a una aventura conservadora serían tan populares cinematográficamente como Buffalo Bill o Wyatt Earp. Que fueron grandes y legendarios siempre fue evidente, aunque pocos lo contaron con tan brillantemente como Jorge Semprún quien en su obra La segunda muerte de Ramón Mercader, escribió:  “¡Que destino el de aquel pueblo!. En 1920, en el desorden y la esperanza y el hambre, bajo la consigna de revolución mundial, había desfilado por aquella misma Plaza Roja ante un grupo de hombres que llevaban indumentarias heterogéneas, de pie en la misma calle, o de pie en un camión a veces. Allí estaba Vladimir Illich Lenin, León Daudevich Bronstein Trotsky y Nicolai Bujarin, y Zinóviev, y Kaménev, y Piatakov, y los comandantes de la caballería roja, y los jefes de los guerrilleros, y los organizadores que separaban la sombra de la luz, de Arcanguelsk a Batum, desde el Extremo Oriente disputado a Kolchack, a los japoneses y a los intervencionistas, hasta la Ucrania arrancada a los guardias blancos. Tal vez también estaría allí Djugaschvili (nota=Stalin), un georgiano obstinado y oscuro, a quien la muchedumbre no reconocería, porque no era un hombre de aire libre, de asambleas abiertas y tumultuosas, sino los lugares cerrados de aparatos, de lámparas encendidas hasta muy avanzada la noche sobre circulares administrativas. ¿A quién se le hubiera ocurrido mirar a Djugaschvili en aquella época?. Pero no, eran los años en que todos los lenguajes estaban sometidos a la prueba de fuego de la realidad, en que Le Cobursier iba a construir la Casa de los sindicatos, en que se inventaban en  Moscú y en Petrogrado el arte abstracto, el surrealismo, el cine moderno, los carteles políticos, en que dentro del torbellino de aquella grande y hermosa locura rusa que transformaba el mundo,  se elaboraba la posible hegemonía de una vanguardia, no codificada por nauseabundos decretos emanados de las alturas, sino fundada en una coherencia real, aunque a veces vacilara entre las ideas y las palabras, los principios y la práctica. Rusia y el mundo, el arte y la política. ¿ Que podía representar Djugaschvili en esa tormenta, en esa invención perpetua y ese perpetuo replanteamiento de todo?. No, verdaderamente era una cagada de mosca en las páginas de la historia los raros hechos y actitudes de aquel Djugaschvili en esa breve época de arcos iris entre las dos inmensas bocas de sombra de la vida rusa…” 

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