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Especulación, indigentes y vivienda en Europa

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Daniel Raventós 
Julie Wark

SIN PERMISO     11/02/2018

A parte de quedar consagrado en el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el derecho a la vivienda también está reconocido por la Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales. Es más, el artículo 31 de la Carta Social Europea Revisada, promete impulsar viviendas de una calidad adecuada; eliminar gradualmente la indigencia; y hacer accesibles los precios de la vivienda. A todas luces, la Carta Social se ha ganado un suspenso rotundo.

Lejos de honrar estas promesas alegres, los estados miembros de la UE optan por seguir alardeando de la cara fea del neoliberalismo, esta vez criminalizando a los sintecho. Su “solución” a la pobreza y la indigencia toma la forma de prohibiciones a la mendicidad en Escandinavia, “arquitectura hostil”, púas y mobiliario urbano “defensivo” y extrañas medidas, como tocar gaitas para disuadir a los que duermen en la calle en Bournemouth. Algunos ayuntamientos copian a las ciudades norteamericanas y dan a los indigentes viajes solo de ida fuera de su área de jurisdicción. En el Reino Unido, las Órdenes de Protección del Espacio Público (PSPO por sus siglas en inglés) permiten que los concejales prohíban cualquier cosa que se considere que tenga “un efecto nocivo en la calidad de vida de aquellos que viven en el municipio” (pero el “efecto nocivo” de las viviendas inseguras como Grenfell Tower no cuenta). Casi el 50% de los PSPO han sido usados contra actividades cotidianas y, de hecho, necesarias para muchos de los 300.000 sintecho o personas con vivienda inadecuada por todo el país, los cuales han sido forzados a habitar lugares públicos. Por toda Europa, políticas gubernamentales y locales otorgan poderes a la policía y a empresas de seguridad privada para expulsar indigentes de áreas turísticas –como los planes del Windsor Council que se ejecutarán antes de la siguiente boda real– y antiguos espacios públicos están ahora en manos de empresas privadas.

Las definiciones de indigencia pueden variar pero un informe de la OCDE (24 de julio 2017) recoge siete categorías: 1) vivir en la calle sin un refugio que pueda ser considerado vivienda; 2) vivir en alojamientos de emergencia; 3) vivir en alojamientos para indigentes; 4) vivir en instituciones; 5) vivir en residencias no convencionales; 6) vivir provisionalmente en residencias convencionales con la familia o amigos, y 7) otras condiciones inadecuadas de residencia. Como en todas las áreas de privación social, la discriminación va especialmente contra los queer, los discapacitados físicos y mentales, los de piel oscura, los refugiados y los gitanos. Según cifras recientes de Eurostat, a la categoría 6 –domicilios temporales– pertenece el 48% de los europeos jóvenes de entre 18 y 34 años, pero el porcentaje varía del 72,3% en Croacia al 20% en Finlandia. De acuerdo con el informe YaleGlobal Online de 2017, “Las ciudades crecen globalmente, el número de indigentes también”, el 55% de la población mundial se concentra en núcleos urbanos (“cerca de los ricos, influyentes política y económicamente”), 150 millones son indigentes, y 1,6 mil millones (más de un 20%) viven en asentamientos informales, campamentos, en las calles o con constantes cambios en el lugar en el que duermen.

Frecuentemente la indigencia se atribuye a desastres naturales, a políticas del gobierno, a la falta de viviendas accesibles, a la privatización de servicios públicos, a la especulación, a la urbanización galopante –como si de algún modo fueran todos ellos inevitables– y se culpabiliza a las víctimas, a la pobreza, el desempleo, a la descomposición familiar. Es un círculo vicioso en el que la carencia de vivienda adecuada provoca los mismos problemas que supuestamente son los que causan la indigencia. En resumidas cuentas, el problema surge de un asalto general a los Derechos Humanos básicos.

La gran distancia de la zona oscura entre las promesas del derecho a la vivienda y el castigo a los sintecho sugiere un juego sucio, especialmente cuando el problema no es exactamente la escasez de viviendas (o solo lo es según criterio de los especuladores, quienes nunca poseen suficientes propiedades). En 2014, Europa tuvo más de once millones de casas vacías, incluyendo 3,4 millones en el reino de España, número más que suficiente para alojar, dos veces, a los 4,1 millones de sintecho del continente. Muchas de ellas, construidas antes de la “crisis” en complejos vacacionales, nunca han sido habitadas porque fueron meras inversiones. Más aún, cientos de miles de viviendas a medio construir han sido destruidas para apuntalar los precios de las propiedades ya existentes.

En el reino de España (con unos seis millones de personas en el paro en 2014 y alrededor de 400.000 ejecuciones hipotecarias entre 2008 y 2012), el presupuesto de vivienda se ha reducido un 47% en los últimos años. Un puñado de grandes empresas están acaparando bloques residenciales, frecuentemente con arrendatarios incluidos, que son “persuadidos” y acosados para que se marchen. Los edificios entonces son reformados chapuceramente (o incluso sin tanta chapuza) y los pisos se venden o se alquilan a precios mucho más altos. Como Carlos Delclós ha apuntado en un revelador artículo (“Cities Against the Wall”, Roar, nº 6), compañías con nombres como “Desokupa” están “dando trabajo remunerado a fascistas forzudos” para arreglárselas con los inquilinos más reacios. Esto no solo es una anomalía española. Delclós identifica las viviendas vacías como la cara tangible de algo mucho más grande, conocido en los círculos inmobiliarios como “la gran pared de dinero” la cual, con un valor global de 435 mil millones de dólares, genera interés para el capital financiero, se apropia de nuevo territorio y, como parte del trato, echa a la gente de su casa. Como The New York Times (10/12/2016) indica “Wall Street es el terrateniente de Europa”. El reino de España –con un 2% de vivienda pública comparado con la media europea del 20%– se ha vuelto realmente atractiva para la “pared de dinero” después de que se introdujeran fideicomisos de inversión inmobiliaria (las Socimi: Sociedad Cotizada Anónima de Inversión en el Mercado Inmobiliario). Estos, tras algo de masaje fiscal (una exención del 19% del impuesto sobre sociedades) atrajeron a Goldman Sachs, Cerberus Capital Management, Lone Star Funds, Blackstone Group y otras empresas estadounidenses, las cuales han adquirido más de 223 mil millones de euros de los inestables préstamos inmobiliarios de Europa durante los últimos cuatro años.

La llamada crisis de vivienda es de hecho una gigantesca transferencia de riqueza a los bolsillos, bancos y fondos buitre de los que ya son obscenamente ricos. En el Reino Unido, el patrimonio neto ha crecido más del triple desde 1995, un aumento de más de 7 billones de libras, unas 100.000 libras por persona; pero más de 5 billones de esa cantidad representan el creciente valor del parque inmobiliario, es decir, hay aumento de precios, no de número de viviendas. Peor aún, la causa real es el valor del suelo, que se ha cuadruplicado principalmente gracias al mercado de los que compran para alquilar, dinero exprimido de los que carecen de propiedades, demostrando aquello que Adam Smith y David Ricardo dijeron hace ya tiempo: la propiedad de la tierra no es una fuente de riqueza sino un medio para extraer la riqueza de otros, riqueza denegada a generaciones futuras, como nosotros ahora vemos con la nunca emancipada generación del cambio del milenio, aún viviendo en la casa de sus padres e incapaces de formar sus propias familias. Para la economía posmoderna, empero, la inflación del precio de la vivienda indica supuesto vigor económico.

El trabajo de lidiar con las calamidades sociales se ha ido dejando en manos de los gobiernos municipales. Si algunos optan por medidas agresivas contra las víctimas, otros, en creciente número, comienzan a ver que si el capitalismo opera a escala global también lo tiene que hacer el cada vez más grande movimiento municipalista, defendiendo los bienes comunes urbanos y el “derecho a la ciudad” –una plataforma global descrita por David Harvey como el “ejercicio de un poder colectivo para remodelar el proceso de urbanización”–, que conlleva reclamarlo contra los financieros. Se están formando alianzas entre Derecho a la Ciudad en Estados Unidos y grupos similares en Europa y, gracias a la movilización en Latinoamérica y algunos países europeos, la Nueva Agenda Urbana de la ONU (ratificada en octubre de 2016 en Quito) ya reconoce el derecho a la ciudad a pesar de la intransigente resistencia de Estados Unidos y China. Otras acciones incluyen un manifiesto de siete demandas internacionales contra Blackstone, compartir información sobre estrategias legales o las madres del Focus E15 ocupando edificios en Londres; una serie de iniciativas que toman diferentes formas pero exigiendo todas lo mismo: el fin de la especulación inmobiliaria descontrolada, el fin de la privatización del espacio público y ciudades más democráticas.

Solo ha habido un Estado de la Unión Europea que haya mostrado una reducción de la indigencia en los últimos años. Con su política “Vivienda primero”, Finlandia prioriza, no tanto el refugio inmediato como el acceso a una vivienda estable, incluyendo lógicamente los derechos afines del acceso a la sanidad y la asistencia al empleo para los indigentes. Finlandia está siendo un ejemplo a nivel estatal pero las ciudades, donde el poder y la riqueza se concentran, son los lugares reales de la lucha y, en la mayoría de casos, deben combatir políticas estatales. Por ejemplo, en Madrid, el gobierno español está bloqueando una reforma de la vivienda con la excusa de “la deuda pública”, la cual nos lleva de nuevo a los bancos y su papel perverso de especulación con la pobreza.

Aunque los movimientos por el derecho a la ciudad están ganando algunas elecciones municipales en Europa, aún deben combatir instituciones neoliberales atrincheradas y también el criticismo desde los mismos grupos activistas. Con todo, en Barcelona, algunos concejales aún movilizan a la ciudadanía para actuar; en la cuenta de Twitter de la concejala Gala Pin, el 10 de diciembre podemos leer: “Para mañana lunes, 11 de diciembre, teníamos 8 desahucios, necesitamos colaboración para parar: – 11:50 Paral•lel, 46”. Otros grupos, luchando contra los pisos turísticos ilegales y la subida de los alquileres han cambiado las cabeceras de las noticias de un, digámoslo así, marco “anti-turista” hacia problemas reales de especulación y gentrificación, influenciando y reforzando de este modo los planes del ayuntamiento. La combinación de la comprensión y las tensiones entre movimientos sociales radicales y legisladores municipales puede ser creativa. Ayuntamientos asediados que trabajan en sistemas políticos desencajados con grandes medios de comunicación facciosos, con gobiernos nacionales de derechas que aprietan el presupuesto y con movimientos sociales empujando desde abajo a nivel comunitario; estos ayuntamientos están haciendo progresos en un mundo en el que el mismo concepto de Derechos Humanos es cuestionado por los gobiernos, hasta tal punto que el comisario de Derechos Humanos de la ONU, Zeid Ra’ad al-Hussein, dimite porque su integridad e independencia son saboteadas por el contexto geopolítico actual.

Los crímenes de vivienda y sus graves efectos en los seres humanos y el mundo natural son demasiado grandes como para ser gestionados solo por los gobiernos municipales, incluso aunque trabajen en redes internacionales. Un llamamiento enérgico a los derechos consagrados en las convenciones por los Derechos Humanos podría dar un empuje externo a los gobiernos municipales progresistas estrangulados por las medidas de “austeridad”. Entre estas convenciones se encuentra el Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PF-PIDESC, mayo 2013), que permite a víctimas cuyos derechos sociales, económicos y culturales (DESC) hayan sido violados presentar quejas al Comité de derechos económicos, sociales y culturales de la ONU si el país en cuestión es parte del tratado PF-PIDESC mediante ratificación o adhesión. De este modo, el documento titulado “El Comité de la ONU de derechos económicos sociales y culturales emite recomendaciones históricas a España relacionadas con el derecho a la vivienda” (17 de septiembre, 2015) sugiere que hay una significativa apertura hacia la justicia para los afectados por violaciones de DESC, si tan solo hubiera mayor clamor por exigir los Derechos Humanos internacionalmente pregonados.

La vivienda es un complejo asunto de Derechos Humanos que, si ya está gravemente atacado en Europa, es incluso más cruelmente violado en barrios bajos y entre poblaciones desplazadas en partes del mundo menos dignas de salir en las noticias. Como Arjun Appadurai escribe (“Housing and Hope”, Places, marzo 2013), cualquier intento de resolver problemas de vivienda requiere sortear “una intrincada red de acuerdos sociales que conectan políticos, finanzas, crimen, arquitectura, ingeniería y sector inmobiliario”. El derecho a la vivienda no es solo acerca de techos sobre las cabezas de la gente. Simplemente, las ciudades sostenibles e inclusivas no son posibles cuando tantos ciudadanos son indigentes y por ello, social y políticamente privados de sus derechos. Las personas que tengamos cierta posibilidad de hacernos oír debemos empezar a clamar mucho más alto por este y por todos los otros Derechos Humanos básicos.

es profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona, editor de Sin Permiso y presidente de la Red Renta Básica. Es miembro del comité científico de ATTAC. Sus últimos libros son, en colaboración con Jordi Arcarons y Lluís Torrens, «Renta Básica Incondicional. Una propuesta de financiación racional y justa» (Serbal, 2017) y, en colaboración con Julie Wark, «Against Charity» (Counterpunch, 2018).
es autora del Manifiesto de derechos humanos (Barataria, 2011) y miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso. En enero de 2018 se publicó su último libro, Against Charity (CounterPunch, 2018), co-escrito con Daniel Raventós.

Fuente:

Counterpunch, Volumen 25, número 1

Traducción:David Guerrero

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