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Debates Capital e ideología: un título engañoso

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Alain Bihr

A l´encontre, 29-11-2019.http://alencontre.org/

Traducción de Viento Sur.https://www.vientosur.info/

Después de El Capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica, 2014), que conoció un gran éxito mundial  1/, Thomas Piketty acaba de publicar una nueva obra que continúa y completa la anterior, Capital e ideología (Ediciones Deusto), que ha disfrutado desde el primer momento de una gran cobertura mediática. Con sus mil doscientas páginas, este trabajo alardea de cierta ambición teórica, por encima del notable aparato estadístico en que se apoya, que además está puesto on-line a disposición del público, que no excluye ni la claridad expositiva (sin ninguna jerga; a pesar de algunos neologismos, se lee de manera agradable) ni la modestia de su autor (que no oculta sus dudas y vacilaciones). Por ello, de entrada no hace falta elegir situarse en un lado o en otro de la alternativa a la que se refiere Michel Husson al final del artículo que le ha dedicado en esta misma web: “el mundo se va a dividir entre quienes piensan que se trata de una mirada nueva, irreverente e inductiva sobre las estructuras sociales y la ideología (…) y quienes lo leen como la tesis de licenciatura en ciencias políticas/antropología/sociología de un estudiante sin formación” 2/. Aunque no merece tal exceso de honor, tampoco incurre en semejante indignidad (relativa por lo demás), al menos de partida. Tanto más porque a lo largo de su obra Thomas Piketty manifiesta una denuncia incisiva de las desigualdades sociales y una revuelta sincera contra su profundización, que achaca a la “globalización” neoliberal, así como una resuelta determinación de formular propuestas para intentar invertir esta dinámica infernal, llegando al final de su obra a intentar sentar las bases de un nuevo proyecto socialista, el de un socialismo participativo que debería superar al capitalismo.

Por tanto, hay que tomarlo en serio, examinarlo de cerca y discutirlo, en todos los sentidos del término, como solicita el propio Thomas Piketty. Por la amplitud de la obra, no es posible hacerlo de una sola vez. En este primer artículo, trataré de sus fundamentos teóricos, cuya exposición se concentra en la introducción para subrayar sus debilidades, bastante evidentes dado el poco espacio que Thomas Piketty dedica a definir los principales conceptos que utiliza. Comenzando por los dos que reúne en el título de su obra.

Sobre el capital

La primera sorpresa para quien lo lee es, en efecto, no encontrar en las páginas de la introducción donde Thomas Piketty presenta estos fundamentos ninguna definición de lo que entiende por capital. Casi ni aparece el propio término: salvo error por mi parte, sólo he encontrado tres casos (páginas 20, 34 y 65), sin que ninguno dé pié siquiera a un embrión de definición, como si no necesitase ninguna atención particular o como si fuera evidente para el autor, aunque no lo sea para el lector. Y éste es el caso. Como en su anterior obra, y como la casi totalidad de los economistas, Thomas Piketty entiende de hecho por capital cualquier forma de propiedad, cualquier especie de activo (material o inmaterial) susceptible de procurar a su detentador riqueza (altas rentas y gran patrimonio) y poder. En suma, adopta lo que se puede denominar, desde un punto de vista marxista, una concepción fetichista del capital que no comprende lo que es (una relación social de producción), propia de lo que Marx llamaba la “economía vulgar”, que por una parte lo cosifica (lo confunde con sus soportes materiales: medios de producción, moneda, títulos de crédito o de propiedad, etc.) y por otra parte lo deifica (lo convierte en un poder sobrehumano, incluso sobrenatural, atribuyéndole la capacidad de crear valor por sí mismo)  3/.

De hecho, el objeto de Thomas Piketty no es el capital stricto sensu. Son las desigualdades sociales consideradas en su relación con las ideologías que le acompañan y le sostienen. Lo repite una y otra vez desde la Advertencia al lector y en la introducción de su obra:

“El Capital en el siglo XXI tiende a tratar los desarrollos político-ideológicos sobre las desigualdades y la redistribución como una especie de caja negra. Formulé algunas hipótesis sobre este tema, por ejemplo sobre las transformaciones de las representaciones y actitudes políticas ante las desigualdades y la propiedad privada inducidas en el siglo XX por las guerras mundiales, las crisis económicas y el desafío comunista, aunque sin abordar de frente la cuestión de la evolución de las ideologías desigualitarias. Es lo que intento hacer de manera mucho más explícita en esta nueva obra, resituando además esta cuestión en una perspectiva temporal, espacial y comparativa mucho más amplia” (pg. 11).

Y lo repite al final de la obra, cuando recapitula:

“En este libro he intentado proponer una historia económica, social, intelectual y política de los regímenes desigualitarios, es decir una historia de los sistemas de justificación y de estructuración de la desigualdad social, desde las sociedades trifuncionales y esclavistas antiguas hasta las sociedades postcoloniales e hipercapitalistas modernas” (pg. 1191).

Por ello, habría sido mucho más exacto y más honesto que su obra llevase el título Desigualdades e ideología. Lo da a entender claramente en la presentación de sus fuentes: “Las fuentes utilizadas en este libro: desigualdades e ideología” (pg. 26). ¿Por qué hacer figurar en este título la palabra capital que ocupa tan poco lugar en la materia misma de la obra?

Sobre las desigualdades sociales

Puesto que Thomas Piketty quiere tratar, en toda su extensión espacio-temporal, sobre las diferentes maneras en que han sido pensadas y justificadas las desigualdades estructurales de las sociedades humanas, al menos habría que esperar que definiese lo que entiende por desigualdad social. Pero también ahí el lector se quedará con las ganas.

En primer lugar, no se preocupa por dar una definición comprensiva, respondiendo a esta cuestión tan sencilla como decisiva: ¿qué entender por desigualdad social? La única vez que lo intenta, cae en una formulación tautológica: “Un régimen desigualitario, tal como se será definido en esta investigación, se caracteriza por un conjunto de discursos y de mecanismos institucionales que pretenden justificar y estructurar las desigualdades económicas, sociales y políticas de una sociedad determinada” (pg.15). En suma, un régimen desigualitario justifica y estructura desigualdades. Por si hubiera dudas…

Permítaseme comparar esta ligereza de enfoque con las precauciones que nos tomamos Roland Pfekkerkorn y yo mismo cuando en una obra de dimensiones infinitamente menores emprendimos el estudio del carácter sistémico de las desigualdades entre categorías sociales  4/. Ofrecimos la siguiente definición sintética:

“Una desigualdad social es el resultado de una distribución desigual, en el sentido matemático de la expresión, entre los miembros de una sociedad, de los recursos de esta última, distribución desigual debida a las estructuras mismas de esta sociedad, haciendo nacer un sentimiento, legítimo o no, de injusticia entre sus miembros” (pg. 8).

Definición seguida de un comentario de varias páginas sobre sus distintos elementos componentes, destacando sobre todo la irreductibilidad de las desigualdades sociales a su medida matemática, lo que no impide recurrir a dicha medida en cuanto sea posible; su carácter multidimensional (las desigualdades sociales cubren todos los aspectos de la existencia humana); su naturaleza fenoménica (aparente, superficial) con respecto a las relaciones sociales estructurales que la ocasionan (volveré a ello); la necesidad y también la dificultad de distinguir entre desigualdades sociales, desigualdades naturales y desigualdades individuales; en fin, el hecho de que las desigualdades sociales son siempre objeto de debates y de combates entre aquellos a quienes afectan, ya les favorezca, les desfavorezcan, o les ignoren, en grados diversos. Son cuestiones previas y precauciones teóricas que nos parecieron indispensables, para evitar trampas y confusiones en las que puede caer quien no se rodea de ellas, como vamos a verlo.

Porque, en segundo lugar, por no haberlo hecho, Thomas Piketty restringe la definición extensiva de las desigualdades sociales, lo que le lleva a reducir el campo de las desigualdades sociales a tratar. Y por partida doble. Por una parte, las reduce sólo a las desigualdades entre categorías sociales y entre naciones o grupos de naciones, desatendiendo las existentes entre mujeres y hombres, entre generaciones y grupos de edad, así como las desigualdades socio-espaciales (dentro de una misma nación: desigualdades entre regiones, entre ciudad y campo, entre centro de ciudad y barriadas, etc., aunque cita a estas últimas de pasada: por ejemplo, páginas 27 y 38), al contrario de lo que hemos intentado hacer en el Diccionario de las desigualdades  5/. Por otra parte, Thomas Piketty tiende constantemente a reducir las desigualdades entre categorías sociales y entre naciones o grupos de naciones sobre todo a las desigualdades de ingresos y de patrimonios (omitiendo por ejemplo las desigualdades ante la vivienda, la salud, el acceso al espacio público, los medios de comunicación, etc.), al contrario de lo que hicimos en Descifrar las desigualdades  6/ y en El sistema de las desigualdades. Así, cuando trata del aumento de las desigualdades en el mundo durante las últimas cuatro décadas, todos los indicadores utilizados se refieren sólo a la agravación de las desigualdades en el reparto de los ingresos: de forma sintomática, los gráficos con que Thomas Piketty lo ilustra se titulan “El ascenso de las desigualdades en el mundo” (página 37), “La desigualdad en las diferentes regiones del mundo” (página 39) o incluso “La curva del elefante de las desigualdades mundiales” (página 41) y “Las desigualdades de 1900 a 2000”, como si sólo estas desigualdades de ingresos fueran “las desigualdades“, esto es “la desigualdad”. Esto se trasparenta incluso cuando trata de “las nuevas desigualdades educativas”, reducidas en lo esencial a desigualdades de ingresos (páginas 52-53), pareciendo ignorar todas desigualdades ante la escolaridad debidas a la distribución y a la acumulación desiguales de “capital cultural legítimo” por las familias  7/.

Y las pocas veces que Thomas Piketty extiende el campo de las desigualdades más allá de las desigualdades socio-económicas (de ingresos y de patrimonio) no se preocupa en articular unas con otras, contentándose con yuxtaponerlas, sin que aparezca el carácter sistémico de las desigualdades sociales. Por ejemplo: “La desigualdad moderna se caracteriza también por un conjunto de prácticas discriminatorias y de desigualdades de condición y étnico-religiosas (…) Podemos citar las discriminaciones a las que hacen frente aquellas y aquellos que no tienen domicilio o proceden de determinados barrios y orígenes. Se puede pensar en los inmigrantes que se ahogan” (página 14). O incluso cuando señala la no congruencia entre las desigualdades de ingresos y las desigualdades escolares (página 57).

En último lugar, Thomas Piketty no relaciona nunca las desigualdades sociales con las relaciones sociales estructurales que las hacen nacer, que las manifiestan pero también en parte las enmascaran. Dicho de otra manera, no capta el carácter fenoménico de las desigualdades: el hecho de que las desigualdades sociales son sólo fenómenos, la manifestación, según los casos, evidente o al contrario sesgada y en parte enmascarada de estructuras sociales subyacentes, constituidas por las relaciones sociales fundamentales que son las relaciones sociales de producción y las relaciones sociales de reproducción (articulando las relaciones sociales de sexo y las relaciones sociales de generación). Además, el hecho de trabajar casi exclusivamente con datos individuales sobre ingresos y patrimonios, ordenándolos en cuantiles (sobre todo deciles y centiles) tiene por consecuencia mecánica ocultar o, al menos, descuidar las relaciones de producción  8/. En suma, Thomas Piketty razona como si las desigualdades sociales fueran la estructura social misma confundiendo ambas en lo que denomina “regímenes desigualitarios”, cuya definición ya he dado antes.

Sobre la ideología

Thomas Piketty apenas diserta más sobre el segundo concepto utilizado en el título de su obra, el de ideología. Lo que es aún más molesto, porque la utilización de este concepto no es evidente, de tantos como han sido sus usos indebidos. Y sin llegar a plantear la cuestión previa de si su propio uso no es en sí mismo… ideológico. Se requiere como mínimo una definición clara y precisa que permita justificar su uso con fines de conocimiento crítico de la realidad social.

Ahora bien, desde este punto de vista, lo que dice Thomas Piketty es muy débil e insuficiente. Le dedica menos de dos páginas (páginas 16 y 17), que no llevan más que fórmulas vagas y flojas. Júzguese:

“Voy a intentar en este libro utilizar la noción de ideología de una manera positiva y constructiva, como un conjunto de ideas y de discursos a priori plausibles que pretenden describir cómo debería estructurarse la sociedad. La ideología será contemplada en sus dimensiones sociales, económicas y políticas. Una ideología es un intento más o menos coherente de aportar respuestas a un conjunto de cuestiones muy amplias sobre la organización deseable o ideal de la sociedad”.

El resto del desarrollo se dedica a mencionar que una ideología debe abordar sobre todo “la cuestión del régimen político, esto es del conjunto de reglas que describen los contornos de la comunidad y de su territorio, los mecanismos que permiten tomar decisiones políticas en su seno, y los derechos políticos de sus miembros”; así como “la cuestión del régimen de propiedad, es decir del conjunto de reglas que describen las diferentes formas de posesión posibles, así como los procedimientos legales y prácticos que definen y encuadran las relaciones de propiedad entre grupos afectados”. Y, en consecuencia, debe establecer sobre todo “un régimen educativo (es decir las reglas e instituciones que organizan las transmisiones espirituales y cognitivas; familias e Iglesias, padres y madres, escuelas y universidades) y un régimen fiscal (es decir los mecanismos que permiten aportar recursos adecuados a los Estados y regiones, municipios e imperios, así como a organizaciones sociales, religiosas y colectivas de distintas naturalezas)”. Pero no se aporta ninguna explicación ni justificación sobre las razones por las que una ideología debería ocuparse de estas distintas cuestiones más que de otras, también cruciales a la hora de justificar la existencia y la persistencia de desigualdades entre miembros de una misma sociedad; por ejemplo, la de saber quién tiene el derecho o quién la obligación de llevar armas y de participar en la defensa del territorio o en la conquista del territorio vecino; o incluso la de saber quién decide la naturaleza de lo sagrado y quién determina a las y los que tienen el derecho y también el deber de manipularlo; o incluso la de saber cómo se arreglan los conflictos entre miembros de la sociedad y quiénes se encargan de ello; etc.

Siguiendo con el tema, permítaseme establecer una comparación con la definición que he proporcionado de lo que es una ideología en general, a cuenta del análisis del carácter ideológico del neoliberalismo, inspirada en la tradición marxista:

“Una ideología es un sistema cultural (en el sentido antropológico de la palabra) cuyo núcleo está constituido por una concepción del mundo englobante y coherente, que implica un programa de acción sobre el mundo y por consiguiente también una axiología, y cuya función esencial es justificar la situación, los intereses o los proyectos de un grupo social particular” 9/.

Esta definición pone deliberadamente el acento en tres momentos (en el sentido de elementos constitutivos) que son otras tantas condiciones necesarias para la constitución de una ideología. Un momento teórico: una concepción englobante y coherente de la realidad social o, al menos, de una parte consecuente de ella. Un momento práctico o pragmático: un programa de acción, según el caso, político, moral, ético, pedagógico, etc., o todo esto a la vez, que nos dice no sólo lo que es (o se supone que es) el mundo, sino también lo que debemos y podemos hacer en él, cómo y por qué tenemos que actuar. En fin, un momento apologético: la justificación, incluso la idealización de la situación, de los intereses, de las acciones, de las posiciones y/o de las propuestas, de los proyectos de un grupo, que mantiene relaciones complejas (de alianza, de concurrencia, de rivalidad, de lucha, etc.) con otros grupos, justificación que tiene por función permitir a ese grupo alcanzar sus fines; en este sentido, toda ideología es siempre fundamentalmente un alegato pro domo.

En el uso que hace del concepto de ideología, Thomas Piketty se queda con los dos primeros momentos, aunque sin distinguirlos siempre con claridad, pero tiende a despreciar el último. Más exactamente, aunque reconoce una dimensión apologética a las ideologías desigualitarias que examina, la relaciona con la sociedad en su conjunto más que con un grupo (casta, estamento, clase, etc.) dominante. Para él, una ideología pretende sobre todo justificar el orden social como tal, incluida su dimensión desigualitaria, con el objetivo de reforzarlo, más que justificar específicamente la posición dominante de quienes instituyen y perpetúan este orden desigualitario porque se aprovechan de él. Esto aparece desde las primeras líneas de la introducción:

“Cada sociedad humana debe justificar sus desigualdades: hay que encontrarles razones, sin las cuales el conjunto del edificio político y social amenazaría con desplomarse. Cada época produce así un conjunto de discursos y de ideologías contradictorias para legitimar la desigualdad tal como existe o debiera existir, y a describir las reglas económicas, sociales y políticas que permiten estructurar el conjunto” (página 13).

Y Thomas Piketty insiste: “(…) sería un error ver en estas construcciones intelectuales y políticas un simple velo hipócrita y sin importancia que permite a las élites justificar su inmutable dominación” (página 61). Lo que viene a decir que una ideología desigualitaria puede ser ideología dominante en el seno de una sociedad dada sin ser primero y esencialmente la ideología del grupo dominante, es decir, la expresión de sus intereses, de sus pasiones y de su visión del mundo, destinada a justificar su posición dominante. Sin duda, sería erróneo reducir una ideología a este único momento apologético  10/. Pero otro error, y de mayores consecuencias, sería minorar o incluso ignorar este momento, como acaba por hacer Thomas Piketty, transformando toda ideología en una simple respuesta a la “necesidad irreprimible de las sociedades humanas de dar sentido a sus desigualdades, a veces más allá de lo razonable” (página 45). Ya que: “Todas las sociedades humanas tienen necesidad de dar sentido a sus desigualdades y las justificaciones del pasado, si se las mira de cerca, no son siempre más locas que las del presente” (página 46).

Esta deformación del concepto de ideología que practica Thomas Piketty se explica por el hecho de no examinar más que ideologías desigualitarias, o peor aún: hace como si la ideología no tuviera otra función posible que la de justificar las desigualdades sociales existentes, como lo expresan las dos citas que acabo de reproducir. Por lo tanto, no es necesario tener en cuenta o incluso mencionar tan sólo su función apologética para los grupos dominantes: se da por descontado.

Está claro sin embargo que en el curso de la historia ha habido ideologías igualitaristas: ideologías que reivindican la igualdad (en diferentes relaciones) entre los miembros de la sociedad. Su cortejo es el de los grandes momentos de revuelta de los dominados: los levantamientos de los esclavos en la Antigüedad, las jacqueries milenaristas que recorrieron la Edad Media, las tendencias radicales de la Reforma, los acentos plebeyos que acompañaron las primeras revoluciones burguesas en las Provincias Unidas, en Inglaterra, más tarde en Francia, hasta los movimientos anarquistas, socialistas y comunistas contemporáneos, por reducirnos sólo a la historia europea, son otros tantos jalones.

Sobre las relaciones sociales de producción

El principal defecto del que derivan los aspectos precedentes es el desconocimiento, por Thomas Piketty, del concepto de relaciones sociales de producción. De estas últimas, aborda todo lo más con constancia las relaciones de distribución, centrándose en las desigualdades de ingresos y de patrimonios.

Este desconocimiento se muestra, por ejemplo, en su dificultad para explicar por qué la cuestión de la propiedad y la del poder político están estrechamente articuladas, articulación que él sólo conecta con su dimensión ideológica (página 17); o también por qué esta articulación es inmediata en los modos de producción precapitalistas mientras que pasa por mediaciones jurídicas en el modo capitalista de producción, lo que les da la apariencia de pertenecer a dos esferas distintas, la esfera económica y la esfera política (página 18). Una cuestión sobre la cual Marx había avanzado la siguiente y decisiva intuición:

“En la relación inmediata entre el propietario de los medios de producción y el productor directo (…) está el secreto más profundo, el fundamento escondido de todo el edificio social y por consiguiente de la forma política que toma la relación de soberanía y de dependencia, en definitiva, la base de la forma política que reviste el Estado en un período dado” 11/.

Este desconocimiento aparece también en su minoración de la objetividad de las relaciones de producción y la consecutiva sobrevalorización de la autonomía y del poder de lo político y lo ideológico. Thomas Piketty tiene razón cuando dice que hay que “tomar en serio la ideología” (página 20). Lo que implica también dar todo su peso a los factores ideológicos en el análisis de la estructuración y de la transformación histórica de las sociedades humanas, por consiguiente en la explicación de su diversidad espacial y temporal; y conceder a estos factores una autonomía relativa respecto de los otros factores de estructuración y de transformación (desarrollo de las fuerzas productivas, relaciones de producción y de reproducción, relaciones de propiedad, etc.). ¿Pero se puede afirmar sin embargo que:

“La desigualdad no es económica o tecnológica: es ideológica y política. Ésta es sin duda la conclusión más evidente de la investigación histórica presentada en este libro. Dicho de otra forma, el mercado y la competencia, el beneficio y el salario, el capital y la deuda, los trabajadores cualificados y no cualificados, los nacionales y los extranjeros, los paraísos fiscales y la competitividad, no existen como tales. Son construcciones sociales e históricas que dependen enteramente del sistema legal, fiscal, educativo y político que se ha elegido poner en pie, y de las categorías que se le da” (página 20)?

Que las relaciones sociales (en este caso: las relaciones capitalistas de producción) sean construcciones sociohistóricas no niega en absoluto su objetividad, en el doble sentido de que existen fuera de los actores sociales (individuales y colectivos) que están atrapados en ellas y por ellas y donde ejercen una coacción más o menos poderosa, al contrario de la afirmación de que “no existen como tales”. Los dos términos de esta proposición remiten sin duda a una contradicción que está en el centro de la praxis social, del actuar socio-histórico: la que hay entre los sujetos humanos y sus productos y obras que se establecen fuera de ellos y frente a ellos como una realidad objetiva, que pesan sobre ellos con todo el peso de sus determinaciones materiales, institucionales y espirituales (ideológicas), objetividad que están en condiciones de transformar más o menos radicalmente y algunas veces incluso de revolucionar, sustituyéndolas progresiva o brutalmente por otras relaciones. Toda esta dialéctica la evoca Marx en su famosa cita:

“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en las condiciones escogidas por ellos, sino en condiciones directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas es un peso muy pesado sobre el cerebro de los vivos. E incluso cuando parecen ocupados en transformarse, ellos y las cosas, en crear algo completamente nuevo, precisamente en esas épocas de crisis revolucionaria, evocan con temor a los espíritus del pasado y les piden prestados sus nombres, sus consignas, sus ropajes, para aparecer en la nueva escena de la historia bajo este disfraz respetable y con este lenguaje prestado” 12/.

Volviendo a las relaciones capitalistas de producción y a las acciones susceptibles de modificarlas, está claro que estas últimas pueden incidir más o menos en “el mercado y la concurrencia, el beneficio y el salario, el capital y la deuda, los trabajadores cualificados y no cualificados, los nacionales y los extranjeros, los paraísos fiscales y la competitividad”. Pero, salvo que se emprenda una ruptura revolucionaria con estas relaciones, estas inflexiones no modificarán en lo fundamental estas relaciones. Que se establezca un nuevo reparto entre beneficios y salarios, por ejemplo, que lleve a reducir de manera sustancial las desigualdades en el reparto de la riqueza social producida (en forma de valor), no modifica ni la naturaleza del beneficio (resultado de su apropiación de la plusvalía, y por tanto de la explotación del trabajo humano en el marco de las relaciones capitalistas de producción), ni la del salario (resultado de la transformación de la fuerza de trabajo en mercancía, otra característica estructural de las relaciones capitalistas de producción), que aparecen así como lo que son: otras tantas formas de las relaciones capitalistas de producción.

Más aún, no sólo semejantes reformas de estas relaciones no modifican su naturaleza, sino que son la condición misma de su reproducción. Como lo señalaron Marx y Engels en otro de los más célebres pasajes de su abundante literatura:

“La burguesía no puede existir sin revolucionar constantemente los instrumentos de producción y por tanto las relaciones de producción, es decir el conjunto de relaciones sociales. Por el contrario, mantener sin cambios el antiguo modo de producción era, para todas las clases industriales anteriores, la primera condición de su existencia. Esta transformación continua de la producción, esta constante alteración de todas las condiciones sociales, esta agitación y esta inseguridad perpetuas distinguen a la época burguesa de todas las anteriores. Se disuelven todas las relaciones sociales estables y solidificadas, con su cortejo de concepciones y de ideas tradicionales y venerables; las nuevas relaciones establecidas envejecen antes de poder osificarse. Todo elemento de jerarquía social y de estabilidad de una casta se evapora, todo lo sagrado es profanado, y los hombres se ven al fin forzados a contemplar su situación social, sus relaciones mutuas, con una mirada lúcida” 13/.

Así, la ruda inflexibilidad de las relaciones capitalistas de producción tiene como condición la flexibilidad de sus formas fenoménicas, de sus transformaciones (en el sentido propio de cambios de forma) permanentes, a las que contribuyen en cada ocasión las reformas que pretenden superarlas. Lo tendremos que recordar cuando tengamos que evaluar las propuestas de Thomas Piketty en favor de un socialismo participativo.

La minoración de la objetividad de las relaciones sociales y la consiguiente sobrevaloración de los factores ideológicos se expresan también en las formulaciones en las que cae al tratar las transformaciones históricas, que muestran una sobreestimación del poder de la ideología. Así, se puede leer: “El encuentro entre evoluciones intelectuales y lógicas de acontecimientos produce el cambio histórico: unas no pueden nada sin las otras” (página 48). O incluso: “(…) las ideas e ideologías cuentan en la historia, pero no son nada sin la intermediación de las lógicas de los acontecimientos, de las experimentaciones institucionales y a menudo de crisis más o menos violentas” (página 61). Habría que preguntarse si tras estas “lógicas de los acontecimientos, experimentaciones históricas e institucionales concretas, y a menudo crisis más o menos violentas” no se manifiesta simplemente la dura e inflexible objetividad de las relaciones sociales (de producción, de propiedad, de clase, etc.), de las contradicciones que las dinamizan y de las transformaciones resultantes, a menudo a espaldas de los propios actores sociales, obligándoles precisamente a dar prueba de innovaciones ideológicas y políticas y proporcionándoles así la ocasión.

El propio Thomas Piketty proporciona un ejemplo cuando esboza un análisis de la génesis del régimen fordista de reproducción de las relaciones capitalistas de producción en las formaciones capitalistas centrales (EE UU y Europa occidental) durante los años 1920-1940, dando nacimiento al Estado del bienestar (páginas 54-55). Comienza por atribuir el mérito a la constitución de “coaliciones de ideas basadas en programas de reducción de las desigualdades y de transformaciones profundas del sistema legal, fiscal y social”, encarnadas sobre todo por partidos socialdemócratas. Tras lo cual, encadena de esta manera:

“El factor más importante que lleva a la emergencia de dichas coaliciones de ideas y a esta nueva visión del papel del Estado fue la pérdida de legitimidad del sistema de propiedad privada y de libre concurrencia, primero de forma gradual en el siglo XIX y comienzos del XX, a causa de las enormes concentraciones de riquezas engendradas por el crecimiento industrial y de los sentimientos de injusticia provocadas por esta evolución, y después de manera acelerada a raíz de las guerras mundiales y de la crisis de los años 1930”.

Esta frase ilustra literalmente la importancia relativa que Thomas Piketty concede por una parte a los factores ideológicos, y por otra a las dinámicas y contradicciones de las relaciones de producción y de clase: dedica varias líneas a los primeros para zanjar con algunas palabras las referencias a estos acontecimientos de primerísima importancia como fueron las dos guerras mundiales y la crisis estructural iniciada por la quiebra bursátil neoyorkina de octubre de 1929, otras tantas manifestaciones explosivas de las contradicciones contenidas por el desarrollo de las relaciones capitalistas de producción, colocando al propio modo de producción capitalista al borde del abismo, necesitando profundas reformas de sus relaciones constitutivas, dando así su oportunidad a “coaliciones de ideas” que, sin esas explosiones, habrían continuado esperando a las puertas de la Historia. Lo que el propio Thomas Piketty confiesa a regañadientes citando la brusca “aceleración” que estas coaliciones habrían experimentado tras aquellas explosiones.

Un último índice de incomprensión por Thomas Piketty del concepto de relaciones sociales de producción nos lo ofrece la siguiente sorprendente formulación: “la teoría del paso mecánico del feudalismo al capitalismo a consecuencia de la revolución industrial no permite dar cuenta de la complejidad de las trayectorias históricas y político-ideológicas observadas en los diferentes países y regiones del mundo (…)” (página 21). Teoría supuestamente proferida por el marxismo. Este último ha producido múltiples hipótesis, análisis y teorías sobre dicho paso, provocando algunas veces ásperas discusiones entre marxistas  14/. Pero por divergentes que hayan podido ser sobre esta cuestión, ninguno de ellos lo ha hecho depender sólo de la “revolución industrial”. Por la simple razón de que todo marxista sabe que la transición de un modo de producción a otro, en este caso del feudalismo al capitalismo, es necesariamente un proceso plurisecular, imposible de condensar en las pocas décadas en que se produjo la “revolución industrial” 15/. En cuanto a la imposibilidad de dar cuenta, sobre bases marxistas, “de la complejidad de las trayectorias históricas y político-ideológicas observadas en los diferentes países y regiones del mundo”, me permito remitir al lector al tomo 3 de La primera edad del capitalismo, más en concreto a las partes X y XI, donde se dedica no menos que el equivalente (¡en número de páginas!) de la obra de Piketty a una empresa de este tipo; y le dejo que juzgue  16/.

Vuelta al título

Volvamos una vez más al título de la obra. Al titularla Capital e ideología, Thomas Piketty no podía ignorar que estaba utilizando dos conceptos con mucha connotación, tanto el uno como el otro, y referidos a una cierta tradición teórica y política, el marxismo, y más aún a su iniciador, el propio Marx. Desde luego, Marx no tenía el monopolio de uso de estos términos, que por lo demás tampoco los inventó: cogió el término de capital de los economistas de su tiempo y el de ideología de la escuela francesa del mismo nombre fundada por Antoine Destutt de Tracy (1754-1836). Pero no es menos cierto que Marx hizo experimentar a cada uno de estos dos conceptos, más aún al de capital que al de ideología, una revolución teórica tal que es difícil, por no decir imposible, usarlos hoy día sin referirse a lo que hizo, bien para situarse tras sus pasos o para ir por su cuenta, de una u otra manera  17/.

Y es exactamente el planteamiento de Thomas Piketty, que usa estos conceptos como si Marx nunca los hubiera tratado. Como no le haré la injuria de suponer que ignora todo sobre Marx, hay que buscar el sentido de dicha puesta entre paréntesis, o de tal elusión, nada inocente, en el beneficio que puede sacar: hacer creer que es posible emanciparse de Marx sin tomarse la molestia de confrontarse seriamente con él. O aún más: hacer creer que se está en condiciones de superar a Marx sin tomarse la molestia de pasar por él. En definitiva: hacer creer que se sitúa más allá de Marx, cuando está claramente más acá, en varios puntos centrales.

En suma, para un lector precavido, el título de la obra no es sólo engañoso sobre la naturaleza de la mercancía que embala, sino que deja también flotar cierto perfume a estafa intelectual.

Notas

1/  Traducido a una cuarentena de lenguas, ha vendido dos millones y medio de ejemplares, según su autor.

2/  http://alencontre.org/laune/thomas-piketty-et-langleterre-ou-comment-ne-pas-traiter-le-sujet.html. Algunas de mis propias conclusiones coinciden con las sacadas por Michel Husson del examen de otra parte de la obra.

3/ Cf. “Critique des représentations fétichistes du capital”, http://classiques.uqac.ca/contemporains/bihr_alain/critique_representations_fetichistes_du_capital/critique_texte.html

4/  Le système des inégalités, París, La Découverte, 2008.

5/  Dictionnaire des inégalités, París, Armand Colin, 2014.

6/ Déchiffrer les inégalités, segunda edición, París, Syros, 1999 (1ª edición, 1995). Disponible on line: http://classiques.uqac.ca/contemporains/bihr_alain/dechiffrer_les_inegalites/ dechiffrer_les_inegalites.html

7/  Factor muy documentado desde los trabajos pioneros de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, Les héritiers, París, Éditions de Minuit, 1964 y La reproduction, París, Éditions de Minuit, 1970, hasta los más recientes de Jean-Pierre Terrail, De l’inégalité scolaire, París, La Dispute, 2002, o de Choukri Ben Ayed (dir.), L’école démocratique. Vers un renoncement politique?, París, Armand Colin, 2010, por no citar más algunos.

8/ . Gracias a Michel Husson por haberme sugerido este comentario. En Déchiffrer les inégalités, nos esforzamos, Roland Pfefferkorn y yo mismo, en operar comparando no cuantiles sino datos sobre categorías socioprofesionales, tal como están definidas por el Insee [Instituto nacional de estadística y de estudios económicos], y proponer después, en un capítulo final de síntesis, un cuadro recapitulativo (cuadro 13.1, página 439) mostrando que las desigualdades establecidas entre categorías sociales, tomadas en toda su extensión, están muy determinadas por las relaciones capitalistas de producción. Cuadro retomado en Le système des inégalités, op. cit., página 46 y los comentarios que siguen (páginas 47 a 54).

9/  “L’idélologie néolibérale”, Semen, nº 30, Presses universitaires de Franche-Comté, Besançon, noviembre 2010.

10/  El propio Thomas Piketty da sin embargo un buen ejemplo, más adelante, citando las mutaciones ideológicas del cristianismo durante el Bajo Imperio romano: “Al comienzo de la era cristiana, Jesús enseñaba a sus discípulos que era ‘más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos’. Pero a partir del momento en que familias de ricos romanos se sumaron a la nueva fe y comenzaron a hacerse con posiciones dominantes dentro de la Iglesia, como obispos y escritores cristianos, a finales del siglo IV y durante el siglo V, las doctrinas cristianas debieron tratar de forma frontal la cuestión de la propiedad y la riqueza, y dar prueba de pragmatismo” (página 121). Dicho “pragmatismo” consistirá evidentemente en “pensar las condiciones de una propiedad justa y de una economía conforme a la nueva fe”, es decir, justificar ante todo las propiedades adquiridas por la Iglesia y sus altos dignatarios.

11/  Le Capital, Éditions Sociales, París, 1948-1960, Tomo VIII, página 172.

12/  Le 18 Brumaire de Louis Bonaparte, http://clasiques.uqac.ca/classiques/Marx_karl/18_brumaire_louis_bonaparte/18_brumaire_louis_bonaparte.pdf, página 13.

13/ Manifeste du Parti communiste http://clasiques.uqac.ca/classiques/Engels_Marx/manifeste_communiste/Manifeste_communiste.pdf, página 9.

14/  A título de ejemplos, entre otros, cf. Maurice Dobb y Paul Swezzy (dir.), Du féodalisme au capitalisme: problèmes de la transition, dos tomos, París, Maspero, 1977; e Trevor Aston y C.H.E. Philpin (ed.), The Brenner Debate: Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe, Past and Present Publications, Cambridge, Cambridge University Press, 1985.

15/  Volveré a abordar en un próximo artículo la manera como el propio Thomas Piketty analiza el paso del feudalismo al capitalismo.

16/  Le premier âge du capitalisme, Tomo 3: Un premier monde capitaliste, Lausane y París, Page 2 y Syllepse, 2019.

17/  Se habrá comprendido que mi lectura crítica se sitúa claramente del lado del primer término de esta alternativa y que las referencias a mis propios trabajos, entre otros posibles, sólo tienen por objetivo mostrar que se puede producir una confrontación seguida y reflexionada con Marx.

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