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Cuba – Entrevista con Leonardo Padura

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Con Leonardo Padura

Hereje sin máscaras

El policial como novela social. El embargo y los cambios en Cuba. El período especial y la censura. El periodismo y la literatura. La guerra de Angola y la condición humana. Leonardo Padura, una de las voces centrales de la literatura cubana actual, estuvo en Montevideo y habló con Brecha.

Roberto López Belloso

Brecha, Montevideo, 11-11-2016

http://brecha.com.uy/

No se lo ve cansado. Son las siete y cuarto de la tarde. Casi el final de otra jornada en la cantera. Impecable, sin una gota de polvo encima a pesar de que en todo el día no ha parado en su trabajo con el cincel y la barrena, recibe al enésimo periodista.

Así son las giras de promoción literaria.

Manos a la obra, entonces.

Rechaza una taza de café –ya han sido demasiadas–, comprueba que el agua esté en la mesa de al lado, pide un minuto y, como un bateador que se recoge un instante para una plegaria, sale al minúsculo jardín interior de la sala de desayunos de su hotel. No es más que una estrecha pecera a cielo abierto en la que debe esforzarse para caber y dar dos caladas a su cigarrillo, pero después del shot de nicotina regresa más despejado todavía.

Nadie diría que la noche anterior se quedó despierto hasta las dos de la madrugada mirando el partido decisivo de la Serie Mundial de béisbol porque había un cubano, Aroldis Chapman, como relevista de los Cachorros de Chicago. El trasnoche no evitó que estuviera listo a tiempo para llegar a la Intendencia y recibir el reconocimiento de visitante ilustre de Montevideo a las nueve y media de la mañana, ni que en este momento, mil horas más tarde, se apreste a responder, otra vez, las preguntas de rigor.

Un AK 47 y muchas corbatas polacas

—¿Cómo fue su experiencia en Angola?

—En el año 1985 yo estaba trabajando en el periódico Juventud Rebelde y se creó, sin contar con nosotros por supuesto, una especie de compromiso de que iba a ir un joven escritor a Angola a trabajar en un periódico de la colaboración civil que allí existía. Le correspondía a otra persona, pero hizo un juego de malabares para que no le tocara y me llamaron a mí. Yo dije que sí con absoluta tranquilidad, porque no había otra opción que decir que sí. Ocho días después de llegar cumplí los 30 años, allí en Angola, en un campamento donde hacíamos el entrenamiento militar previo. Yo no era un militar, pero todo cubano que estaba en Angola tenía que estar dispuesto a participar de acciones militares si era necesario. Al salir nos entregaban un fusil AK con cuatro cargadores, que estuvo allí al lado de mi cama durante esos 12 meses que viví en Angola. Afortunadamente no tuve que usarlo, pero viví la tensión de un país en guerra civil, que era un poco más que guerra civil, porque el ejército sudafricano estaba en Namibia y había la posibilidad de una invasión. Esto yo lo cuento en uno de los relatos de Aquello que estaba deseando ocurrir. Esa sensación de miedo que teníamos siempre de que pudiera pasar a mayores. Conocí un país en guerra, pero sobre todo, lo más aleccionador –porque aunque tú no participes de ellas, las guerras son terriblemente aleccionadoras, en el peor sentido de lo que puede aprender un hombre– fue algo fundamental para mi aprendizaje sobre la condición humana: cómo en situaciones extremas el ser humano es capaz de mostrar lo peor y lo mejor de sí. Tuve allí pruebas de solidaridad, de cariño, de fraternidad, y pruebas de mezquindad mayúsculas. Y creo que al final, a pesar de haber sido una experiencia dolorosa, fue una experiencia muy útil para mí como escritor y como ser humano.

—¿Ha tenido tiempo de leer a Svetlana Aleksiévich? (1)

—Leí Los muchachos del zinc.

—¿Hay alguna similitud entre lo que ella cuenta sobre la guerra soviética de Afganistán y lo que usted vivió en Angola?

—La hay en el sentido de que es un ejército foráneo en un país que tú entiendes poco y mal. Curiosamente, en Los muchachos del zinc vi que ocurría una cosa que pasaba también en Angola. Para nosotros, comprarnos un jean en Cuba era imposible, porque era un artículo prácticamente inexistente, y ahí, en Angola, las candongas vendían jeans y relojes plásticos digitales, y nosotros los cambiábamos por ron y por comida. Lo que más precio tenía en las candongas angoleñas eran las corbatas, y en Cuba había unas tiendas como estas de “todo por un peso” donde había una enorme cantidad de corbatas polacas, entonces yo le pedía a mi esposa Lucía que me comprara corbatas y me las enviara para cambiar por otras cosas. Tuve la suerte además de que el hombre que llevaba la valija de los documentos secretos del Ministerio del Interior era un amigo con el que jugábamos béisbol de pequeños. Así que en esa valija llevaba unos documentos que eran de alto valor estratégico… y también llevaba mis corbatas para ser cambiadas en las candongas.

Las fronteras del periodismo

—Sobre Aleksiévich se ha discutido mucho si lo que hace es periodismo o es literatura.

—No quiero ser absoluto, porque sólo he leído Los muchachos de zinc. Pero yo sentí que le sobraba la mitad del libro. Es un periodismo bastante poco elaborado, en comparación con los grandes periodistas que hemos conocido, algunos de los cuales han colaborado con Brecha. Creo que en el periodismo latinoamericano y en el periodismo norteamericano, Truman Capote, Tom Wolfe, (Eduardo) Galeano, e incluso en el que hace Emmanuel Carrère, el periodista o escritor francés –no se sabe qué cosa es lo que escribe Carrère, si es una novela o es periodismo–, en todos ellos hay una voluntad de estilo que en ella no veo. El premio Nobel de Aleksiévich el año pasado y ahora el Nobel de Bob Dylan me hacen pensar en una búsqueda de simpatía de la Academia sueca. Porque creo que ser escritor es un oficio muy complicado y el Nobel de literatura significó durante muchos años un reconocimiento que ganaron grandes, y que lo dejaron de ganar grandes, porque no siempre estuvimos de acuerdo, pero esto último… como que me desconcierta.

—¿Qué tanto de aquel periodista, no sólo del que iba a la Semana Negra de Gijón antes de ser escritor de novelas policiales, sino también del periodista que fue a Angola, qué tanto hay de ese Padura de los inicios en este Padura escritor?

—Creo que mucho. Un periodista es un poco un detective que está buscando una verdad, establecer una verdad. Sigues unas pistas, interrogas a unos testigos y llegas a una conclusión. Eso es un reportaje periodístico y también es una novela policial. En mi caso, la investigación histórica de personajes, de acontecimientos del pasado, más o menos cercanos más o menos remotos, tiene mucho que ver con investigaciones periodísticas que hice en los años ochenta. Si tengo un libro del cual estoy muy orgulloso es ese libro mío de reportajes de los años ochenta que todavía se lee y se publica: El viaje más largo. Aquellas historias de la Virgen de la Caridad del Cobre, de los catalanes en Cuba, del ron Bacardí, del barrio chino de La Habana fueron como una especie de Aquello estaba deseando ocurrir, porque la investigación para escribir periodismo se parece mucho a la investigación para escribir novelas. A diferencia del historiador, que el historiador tiene que tener el dominio total sobre el contexto del cual va a escribir, el novelista o el periodista tiene que tener el dominio de los personajes y las situaciones que ocurrieron en un momento determinado para poder contar una historia. El resto de la historia está en el contexto, pero no tenemos que contarla porque no somos los historiadores. Somos apenas una gente que muestra un fragmento de una realidad, en un caso de una perspectiva objetiva y, en otro caso, de una perspectiva subjetiva, novelesca.

—¿Nunca tuvo la tentación de que el personaje central de sus novelas no fuera un detective sino un periodista?

—El problema es que cuando yo escribo la primera de estas novelas de Mario Conde (Pasado perfecto) y ya decido escribir una serie de cuatro (la tetralogía “Las cuatro estaciones”, que completan Vientos de cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño) es el año 90. Las ubico todas en el año 89, porque a partir del 90 y el 91 la sociedad cubana cambió tanto, que montar una novela en la que un personaje tuviera que moverse en una sociedad más o menos coherente era imposible.

—El período especial.

—El período especial. Si tenías que llamar por teléfono, no había teléfono. Si Conde quería fumar, no había cigarrillos. Si tenía que coger una guagua, no había guagua. Entonces, tengo que dejar esto en el año 89, porque si no, este pobre no va a poder hacer nada. Pero cuando hay un crimen de sangre en Cuba no es verosímil que no sea un policía quien lo resuelva. Después de que terminé esa serie y cuando decido escribir Adiós, Hemingway, ya Conde no es policía. ¿Y entonces? ¿Qué coño hago? Pues me cagué en la verosimilitud. Y lo que hago es buscar un recurso por el cual Conde pueda hacer una investigación sin ser el investigador principal, y se convierte más en un periodista en el sentido de que es un buscador de una verdad, un buscador de una información. Contrastar esa información es lo que le permite solucionar un caso en el cual él no es quien ejerce el papel de la encarnación oficial de la justicia, sino simplemente alguien que encuentra una verdad, que la constata.

De género y camisas de fuerza

—En una entrevista con El País de Madrid usted definió a Mario Conde como un detective literario, alguien creado para ser intermediario entre la realidad como es y como usted querría que fuera.

—Si tú analizas con un pequeñísimo rigor, eso se ha hecho en el caso de Holmes y Conan Doyle, demostrando que criminalísticamente Holmes no sabía prácticamente nada, si lo haces te das cuenta de que Conde sabe menos. Como policía es mentira. Por eso es un policía de literatura. No debe de haber cosa más aburrida que un expediente de una investigación criminal. Porque hay que seguir una serie de protocolos y de pasos que son antidramáticos por completo. Cuando escribes una novela policial organizas y escribes todo de la manera que quieres, y de los recursos de la investigación utilizas los que te convienen. Por lo tanto, es una apuesta literaria, totalmente literaria. En mis novelas mucho más, porque la acción prácticamente no existe, es más la reflexión.

—Se ha dicho que la narrativa de género se puede terminar transformando en un corsé.

—Puede serlo si tú eres obediente a las reglas que te imponen el uso, el mercado, la academia. Hay autores como Donna León, que vende muchísimos libros en el mundo, que tienen un esquema que tú sabes cómo va a funcionar, con todas las características para establecer una comunicación fácil con el lector. Pero creo que también la novela policial es capaz de permitirte ser absolutamente irreverente, renovador y creador en el sentido más amplio. Lo importante que te da el género policial, desde mi punto de vista, es que en el propio proceso de develamiento de la verdad, de descubrimiento de una información, hay un proceso de conocimiento de un contexto de una sociedad que permite que esa camisa de fuerza tú la inviertas, y en vez de ella atraparte a ti, tú la utilices a ella.

—Petros Márkaris decía que sus libros, sobre todo los de los años de la crisis griega, son más libros políticos que policiales…

—Yo trato de utilizar la novela policial como una forma de indagación de la sociedad, y al final como un tipo de novela social. No sé si a estas alturas que yo me ande proclamando como novelista social sea algo que me beneficie o me perjudique. Porque decir esto ya a estas alturas puede sonar un poco pasado de moda, pero creo, sigo creyéndolo, que la literatura tiene una función social. Que el escritor la cumpla o no la cumpla, eso es problema de su voluntad. Pero en el caso cubano es una necesidad, yo lo asumo de esa manera. También hay que tener en cuenta algo importante: que en Cuba la prensa hace muchos años que no cumple un papel periodístico, cumple un papel propagandístico, como todas las prensas que responden a unos intereses, que en este caso son los intereses de un Estado, de un gobierno, de un partido, que son lo mismo, porque en Cuba se ha unificado todo y el secretario del partido es el presidente del consejo de ministros y el jefe de gobierno. Entonces, esta prensa tiene una posición, una postura oficial con respecto a la presentación de la realidad, y muchas veces la literatura ha sido la que ha venido a problematizar esa realidad. No sólo la mía, creo que en general la de las dos últimas generaciones de narradores, y en cierta forma también de dramaturgos cubanos, han servido para complejizar la visión que se tiene de la realidad cubana. Y es definitivamente una postura social con respecto a las funciones del arte.

Del período especial a la visita de Obama

—¿Cómo es ese tira y afloje? En el reportaje sobre Cuba que hace Jon Lee Anderson para el New Yorker cuenta que muchos escritores cubanos esperaban los libros de Padura porque ahí veían hasta dónde se podía ir…

—No sé hasta qué punto esto que dice Jon puede ser así. Creo que el hecho de que hayamos ganado un espacio de expresión, que hayamos levantado el techo de tolerancia, ha sido una obra colectiva. Para nada es mi mérito y para nada soy protagonista. Creo que formo parte de un ejército de escritores, cineastas, pintores, dramaturgos que se han propuesto levantar ese techo de tolerancia y poder incluir en la reflexión desde el arte aspectos que son propios de la vida social, incluso política, pero sobre todo de nuestra vida ética de una sociedad como la cubana. Una sociedad en la que muchas personas, y lamentablemente entre esas personas muchos periodistas, piensan de una forma y hablan de otra. En el caso de los periodistas piensan de una forma y escriben de otra. Entonces, creo que la literatura y el arte en general son mucho más sinceros.

—¿Cuándo se empezaron a empujar esos límites?

—En los años noventa. Fue un momento crucial, porque con el período especial vivimos el peor momento de la vida cotidiana cubana. Como no había nada, tampoco había papel para imprimir, ni película para el cine, y se detuvo la industria cultural cubana. Entonces, para que el escritor o el actor pudiera trabajar, no quedaba otra posibilidad que dejar que buscara en el mercado internacional. A partir de ahí creo que comienza esta revisión, esta renovación, esta revolución en el mundo cultural cubano.

—¿Qué pasa después? ¿Qué pasa con la generación que viene luego del período especial?

—Creo que nosotros le abrimos la puerta a esa generación en un momento muy complicado. Recuerda que mi primera novela la escribo en los años noventa y la envío a un concurso cubano de novelas policíacas que organizaba nada más y nada menos que el Ministerio del Interior, que era el que promovía la novela policial en Cuba. Los tres jurados, uno, otro y otro, con diferencia de unas horas, me contaron que esa novela iba a ser la ganadora del premio, pero el premio se declaró desierto porque, la noche antes, uno de los organizadores dijo que no podía ser premiada. No porque la novela fuera contrarrevolucionaria, sucedía simplemente que Mario Conde no era el policía que ellos querían que fuera. La novela se publica en México, porque esa primera versión se la doy a Paco Ignacio Taibo. Él se la lleva a México y en el interín logro comprarme una computadora, paso la novela en limpio y al pasarla la reescribo. Paco publicó la primera versión de la novela en México, y cuando cobré el dinero por esa primera edición, que creo que fueron 800 dólares o algo así, el director de la agencia literaria cubana me dijo que por esa vez me iban a perdonar, pero que eso yo no lo podía hacer y que yo sabía que no lo podía hacer. A partir de ahí creo que todos rompimos con esa agencia literaria. Empezamos a buscar por otros lados y afortunadamente hubo una política oficial comprensiva ante esa entrada de los escritores, los actores, los músicos en el mercado internacional.

—Más allá del terreno de la literatura, ¿cambió algo la reapertura de relaciones con Estados Unidos, la visita de Barack Obama?

—Muy poco. Yo tuve la esperanza de que se produjeran más cambios en un principio. Hay un elemento cierto, se han restablecido las relaciones diplomáticas, pero las relaciones comerciales están casi en el mismo punto, porque las relaciones comerciales dependen del embargo. Las relaciones diplomáticas y los cambios políticos permitieron, por ejemplo, que saliera de la cárcel Alan Gross, que estaba detenido en la isla, y se trajeran los cuatro agentes cubanos que estaban detenidos en Estados Unidos. También permitieron restablecer el correo normal y los vuelos comerciales, pero no son los cambios económicos y políticos que se esperaban. Cambios políticos difícilmente los haya en ese contexto de falta de diálogo económico. Obama tiene muy claro que si quiere cambiar algo en Cuba tiene que quitar el embargo, y Cuba está muy clara que si quitan el embargo pueden cambiar muchas cosas en Cuba. Entonces ahora hay una lucha de dos fuerzas que van en un mismo sentido, pero que se oponen a la vez, es un raro ejemplo de acción y reacción. Hoy, a pesar de que el propio Raúl Castro ha exigido un periodismo diferente y le ha exigido a los políticos cubanos, al equipo político cubano, un cambio de mentalidad, ese cambio de mentalidad no se acaba de producir. Siguen actuando con los mismo métodos que se aplicaron en los años sesenta y setenta. Métodos de censura, de suspicacia, de marginación, de invisibilización de los artistas.

Nota de Correspondencia de Prensa

1) Periodista y escritura bielorrusa, Premio Nobel de Literatura 2015. En Uruguay la editorial Sudamericana ha publicado Voces de Chernóbil (2015), La guerra no tiene cara de mujer (2015) y Los muchachos de zinc (2016).

Santa censura

“Todavía hoy se trata de practicar y de hecho se practica”, dice Padura respecto de la censura en Cuba. Recuerda que hace dos años la película Regreso a Ítaca, de Laurent Cantet, basada en La novela de mi vida, de Padura, fue bajada del Festival de Cine de La Habana.

“Es algo que está pasando ahora mismo otra vez –dice– porque del Festival de Cine de La Habana de este año están sacando Santa & Andrés, una película de un joven realizador cubano, Carlos Lechuga, que tiene treinta y algo cortitos, uno de los muchachos más interesantes que hay en el cine cubano contemporáneo. Y decimos lo mismo que dijimos con Regreso a Ítaca: ¿cómo pretendes censurar un producto audiovisual que a través de Internet va a estar en todas partes?”

En cuatro frases

Tolerado por las autoridades de su país y aclamado en el extranjero, Leonardo de la Caridad Padura Fuentes (Mantilla, 1955) es el padre literario del detective Mario Conde. Ganó los premios Hammet y Chandler, el Nacional de Literatura en 2012 y el Princesa de Asturias de las Letras en 2015. Se dice que en los puestos de libros usados de La Habana, sus títulos alcanzan las cotizaciones más altas en el mercado de canje. Se dice también que daría, de buen grado, todos estos éxitos a cambio de haber brillado como pelotero en el diamante de un campo de béisbol.

En cinco libros *

Pasado perfecto, 1991.

Máscaras, 1997.

Adiós, Hemingway, 2001.

El hombre que amaba a los perros, 2009.

Aquello estaba deseando ocurrir, 2015.

* En Uruguay todos disponibles bajo el sello Tusquets.

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