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Apuntes sobre la Revolución Rusa de 1917. Por Pablo Mériguet

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Apuntes sobre la Revolución Rusa de 1917
Pablo Mériguet

La Revolución rusa ha sido, probablemente, uno de los temas que más tinta ha regado durante el siglo XX. Desde detractores furiosos hasta correligionarios fanáticos, el gran levantamiento de Petrogrado no ha dejado de suscitar intensos debates a lo largo de la tierra. Muchos historiadores hicieron un tajo temporal de siglos antes y después de ella. Ahora bien, siempre que se hacen análisis de la Revolución – más o menos por estas fechas – se tiende a realizar categorizaciones de tipo moral. Sin que esto resulte una afirmación peyorativa, los políticos y ciertos académicos intentan encontrar en los grandes hechos históricos aquellas aristas que les permita concluir que algo fue bueno o malo – sí, así de predecible -. Incluso cuando se hacen repasos de la Revolución rusa (que en su largo proceso no fue únicamente bolchevique), antes que hacer un balance sobre las implicaciones para el día de hoy, se suele recorrer los hechos con una visión un tanto cansina y repetitiva.

¿Resulta, acaso, razonable pensar que las razones por las cuales la Revolución rusa está vigente hoy en día sean las mismas que hace 10, 25 o 50 años? Muchos compañeros dirán que sí, porque las mismas razones que provocaron ese levantamiento son las mismas que ahora. Y tal vez tengan un poco de razón; pero bajo ese mismo argumento tendríamos que afirmar, dogmáticos y cegados, que la revolución ya debió darse en todos los países del mundo, pues todos sufren los mismos estragos estructurales del capitalismo. Ni siquiera Lenin se atrevería a decir semejante cosa, y eso se puede ver claramente en su análisis histórico sobre la Comuna de París, y sus peculiaridades históricas. Pero, en especial, lo importante es observar cómo el propio Lenin afirmaba que había que adquirir las enseñanzas de aquel proceso para la revolución en Rusia.
En efecto, si bien es una obviedad decir que cada momento histórico ve al pasado con sus propios ojos, es algo que aún nos cuesta afirmar desde el marxismo (aunque un dialéctico como Marx probablemente se tomaría la cabeza al ver tantos análisis planos a lo largo de la historia). Si es que decidimos afirmar la vigencia de la Revolución rusa debemos encontrar elementos que nos permitan hacerlo para la consecución de un proyecto determinado. Mucho se puede decir sobre los sucesos que ocurrieron desde febrero hasta octubre, y ya otros lo han hecho de manera asombrosa. Pero, tal vez, para suscitar algo de conversación, sería importante lograr encontrar aquellos elementos anteriormente mencionados.
En primer lugar, debemos comprender que las visiones sobre la Revolución rusa tuvieron un cambio significativo con la caída de la Unión Soviética. Tras convertirla en un asunto de festejo, pasó a ser la celebración del nacimiento de alguien que ha fallecido. Esto no quiere decir que la Revolución haya dejado de ejercer influencia en el devenir político mundial, sino que por mucho tiempo ésta fue celebrada en el marco del nacimiento del primer territorio socialista. Por ello muchas de las reflexiones que podemos encontrar hasta 1990, por ejemplo, en el Ecuador, es el de la vigencia del proceso atado a la existencia de la URSS. Evidentemente esto ya no se hace de manera unívoca, pues ya no existe tal atado.

Dos cosas se pueden asumir de esta cuestión: la revolución de corte socialista intentó, siempre, crear un nuevo aparato institucional basado en el cambio del modelo productivo. La creación de un nuevo Estado ha sido siempre una premisa de las teorías políticas marxistas, y difícilmente dejará de serlo. Esto tal vez cobra especial relevancia en un momento histórico en que el neoliberalismo no propone la eliminación del Estado (el gran capital generalmente requiere de una institucionalidad activa), sino su rearticulación. Cuando en octubre de 1917 los bolcheviques asumieron el control del Estado, muchos confundieron aquello con la toma del poder. Tanto Lenin, Trotsky o Victor Serge reconocerían más adelante, al calor de la cruenta Guerra Civil, que el poder no lo habían tomado aquella noche, sino que empezaban a tener posibilidades de conquistarlo, y aún más, lo habían empezado a tener antes, con la organización popular. Es decir, el Estado es un indiscutible espacio de disputa para los revolucionarios. Vale añadir en este punto que el Estado concebido por la URSS y por otros movimientos revolucionarios no es aquel grupo administrativo que muchas veces se piensa. El Estado socialista siempre se concibió como un orden democrático y republicano. Si es que acaso muchos aún confunden la máxima de la «dictadura del proletariado», sería conveniente que investiguen qué se entendía por dictadura en el lenguaje del derecho en el siglo XIX. Para resumir, la dictadura era un recurso republicano concebido en las constituciones (incluso en la de la Grecia de Pericles) que se efectuaba en momentos de crisis. Tras un tiempo de control, el dictador tenía que dar razones al parlamento en una suerte de rendición de cuentas. Es decir, estaba pensado como un espacio de control en medio de una convulsión. Los Estados de corte marxista nunca dudaron, por lo menos en teoría, de la democracia popular y del republicanismo. Lo que lo diferenciaba del Estado liberal era, probablemente, el manejo de la economía. Esto es importante recordar, no como canon invariable, sino como precisión histórica.

Volviendo al anterior punto, tal vez una lección indiscutible que nos deja la Revolución rusa es que el poder se construye también fuera del Estado, o incluso del Partido, aunque esta idea no agrade a muchos. El Partido, como lo definió Gramsci, es aquel príncipe moderno, reformador de conciencias y aglutinador de voluntades. El poder siempre está operando; el punto es cómo logramos que opere hacia nuestro favor, y en qué momento logramos hegemonizarlo; esto nos lleva al siguiente punto.

El tema de la toma del Estado por parte de los bolcheviques es un tema de profundo debate. Muchos dicen que fue una conquista épica, con sangre y batallas espectaculares; otros dicen que apenas fue un putsch de los «rojos». Ambas visiones carecen de comprobación histórica. En efecto, en octubre de 1917 la radicalización popular había llegado a niveles impresionantes, como elocuentemente relata John Reed en su magnífico testimonio titulado «Diez días que estremecieron al mundo». En este libro se puede observar dos cuestiones: la primera es que esta agitación popular no era llevada a cabo únicamente por los bolcheviques, sino que también operaban fuerzas de centro izquierda, liberales y reaccionarios, que en su disputa generaron un ambiente de polarización enmarcada en una guerra voraz. Lo importante es destacar que esta agitación de una u otra manera benefició a los bolcheviques, ya sea por su buena lectura del momento, o por enarbolar los malestares de varios sectores en un sólo proyecto. Esta agitación, literalmente, barrió al gobierno provisional instaurado desde febrero del mismo año. Los bolcheviques, en una ardiente disputa por hacerlo o no, decidieron recoger ese poder disperso y tomar las riendas de aquel extinto Estado zarista, centralizado y limitado. Tampoco es que la Revolución fue un sencillo golpe de Estado. La propia derecha europea de aquel entonces reconoció el poderío bolchevique. Philips Price, corresponsal inglés del Manchester Guardian en Rusia escribiría: «Según he podido observar en las provincias, los fanáticos maximalistas que todavía sueñan con una revolución social en toda Europa reunieron recientemente una masa de seguidores inmensa aunque amorfa». Cuando Price regresó a Inglaterra, la Revolución ya estaba en marcha. Este periodista concebía que la Revolución tenía peso porque se encontraba en el marco de la guerra mundial, y eso les permitía a los bolcheviques aglutinar fuerza, pero sin una dirección clara. Esto, a mi parecer, es otro punto que debemos destacar. La guerra había generado la posibilidad de apropiarse de un discurso nacionalista y pacifista. Probablemente tras la guerra, las voluntades se habrían dispersado y habría sido más fácil vencer a los bolcheviques. De hecho, si se revisan los discursos políticos de las principales luchas revolucionarias del planeta durante el siglo XIX y XX, se podrá observar que el asunto de la nación, la patria, etc., es fundamental para la lucha revolucionaria, aunque esto pueda incomodar a cierta «izquierda posmoderna», y que con alguna razón ha creado ese fantasma a raíz de los nacionalismos de extrema derecha que golpearon fuertemente a los movimientos internacionalistas.
Pero si asumimos que el concepto de «nación» es propiedad de la derecha en términos históricos, podríamos levantarnos ahora mismo y dejar de discutir la disputa por la noción y el control del Estado, ya que la derecha también lo ha venido utilizando para sus fines. La Revolución rusa demostró la importancia de la nación en el discurso político revolucionario durante la Segunda Guerra Mundial, en la Gran Guerra Patria; este también es un terreno por disputar.

Tras la Revolución de Octubre, casi todas las superpotencias militares de aquel entonces crearon lo que se llegó a denominar un «cordón sanitario», para evitar la propagación de la Revolución, al tiempo que infiltraban elementos militares especializados y apoyo a los ejércitos contrarrevolucionarios que luchaban contra el recientemente creado Ejército Rojo, sucesor de la Guardia Roja. La guerra civil rusa dejó casi 10.000.000 de muertos, siendo probablemente la guerra civil más devastadora de la historia moderna. De hecho, si se revisa un momento, casi todas las revoluciones de tipo socialista implicaron una intervención directa de las potencias capitalistas, y eso no debe olvidarse. Toda revolución tendrá que afrontar la conspiración enemiga internacional. Esta guerra civil significó dos asuntos fundamentales: el primero es que los comunistas se dieron cuenta que no se les iba a permitir por las buenas la implantación de su proyecto, ya sea en China o en Estados Unidos. La resistencia del antiguo modelo iba a ser inclemente. El segundo asunto fue que, sin la unidad internacionalista de la izquierda, sería imposible resistir el embate de la reacción. De hecho, como Hobsbawm lo sostiene, era muy difícil pensar que Lenin haya decidido tomar el Palacio de Invierno sin creer que iba a haber un levantamiento en toda Europa, porque difícilmente Rusia podría sostenerse sola tras la revolución (aunque lo haya logrado pese a todas las probabilidades). Es por ello que la Internacional Comunista jugó un papel clave en el desarrollo de la lucha revolucionaria, y es también por ello que muchos de los movimientos independentistas, desde el Congreso en Bakú en 1920, encontraron en el marxismo una fuente de reflexión sobre el tipo de lucha a seguir, siempre tomando en cuenta las peculiaridades internas. La unidad internacionalista, hoy en día, no tiene sino un papel primario en la lucha revolucionaria, más todavía cuando las relaciones internacionales empiezan a permear de manera casi inmediata en las luchas internas.

Otro tema fundamental que debemos reflexionar sobre la Revolución Rusa es el programa político que propusieron los bolcheviques antes y después de la toma de Estado. Como, sin tanto prejuicio, reconoció Lenin posteriormente, el momento previo a la revolución de octubre de 1917 él había concebido un programa político falto de realismo. Si bien las intenciones y los principios no cambiaron, era imposible mantener las expectativas pre revolucionarias. Un buen ejemplo es el programa de industrialización acelerada que proponían los bolcheviques para sacar a Rusia del atraso y la pobreza. Pese a una voluntad popular importante, pronto se darían cuenta no sólo que no tenían las condiciones materiales para hacerlo de la manera prevista, sino que tuvieron una oposición nada desdeñable de muchos sectores campesinos para hacerlo. Pese a la retórica más optimista, pronto tuvieron que recurrir a la coacción para lograr algunos fines (independientemente si se encontraba al frente alguien como Stalin o Lenin, aunque de seguro el nivel de coacción varió mucho entre ambos gobiernos). Otra lección que obtuvieron es que no pudieron más que complejizar el aparato burocrático para el control del territorio, aunque evidentemente esto posteriormente se les salió de las manos, llegando a tener una burocracia gigantesca y poderosa. Es decir, más allá de los innumerables ejemplos que se pueden ofrecer, hay una línea muy gruesa entre aquello que se piensa que se puede hacer, y lo que realmente se puede hacer. Es, como decía Engels, quitarnos los romanticismos revolucionarios para poder modificar la realidad. A veces se piensa que en lo que Lenin había acertado es aplicable para este momento. Y más todavía que todo lo que Lenin dijo fue acertado porque logró triunfar. Recomendaría la lectura de los artículos de Lenin en el Pravda, especialmente desde 1919, para observar cómo entendió él los errores de cálculo. En ellos se puede observar que muchos de los análisis que hizo antes de la revolución fueron de coyuntura. El problema fue que muchos eran tan precisos y proyectivos que parecían verdaderas profecías. Sin embargo, en honor a los pensadores bolcheviques, y que no se reducen únicamente a Lenin, debemos lograr dejar a un lado los manuales y pensar, como en un momento ellos lo hicieron, fuera de lo que era el análisis ‘verdadero’. Muchos interpretaron a Marx según sus condiciones de lucha y de existencia, como no puede ser de otra manera en una lucha verdaderamente comprometida. Tal vez una gran lección de la Revolución rusa fue desenmascarar los mitos en medio del ejercicio amplio del poder.
En este sentido, un último elemento que quiero destacar es lo popular que fue la Revolución. A diferencia de muchos deseos partidistas, la Revolución rusa fue una ebullición importante de voluntades muy exacerbadas. Cuando algo así sucede en la historia, generalmente recorre un curso ‘natural’, por llamarlo de alguna forma. Pese a que se intente, ningún grupo político logra controlar esa voluntad de manera absoluta. Eso es lo que caracteriza a una revolución desde abajo. Esta fuerza incontrolable marcó su propio camino, y es algo que los egos políticos a veces no nos dejan observar. Esto no quiere decir que debemos imaginar una revolución que llega por sí misma al ser pura e inmaculada. Pero sin duda lo mejor que supieron hacer los bolcheviques es lograr escuchar y conducir esas voluntades populares. Esto, como bien lo retrata Orlando Fieges, duró casi 10 años. La derecha europea pensaba que era una revolución desde arriba. Lenin sabía que no. Este curso terminó en 1927 con Stalin, cuando éste logró controlar aquella fuerza.

En definitiva, la vigencia de la Revolución rusa no está marcada por las disquisiciones que aquí podamos hacer. Está atravesada por aquellos elementos que podamos entender para intentar hacer un cambio. Evidentemente es un suceso histórico que tiene una profunda significancia política, y resulta asombroso ver cómo hoy resurge a casi 100 años en medio de la Guerra Civil Ucraniana (2014). Pero necesitamos apropiarnos de ella en razón de las luchas que identifiquemos como indispensables para la revolución. Si abandonamos esa perspectiva, y más todavía, si nos quedamos en los laureles flotantes de la retórica ideológica, no habrá nada vigente para la izquierda. Hay que sacudirse el miedo a cambiar el mundo.

*Pablo Mériguet: Historiador (Pontificia Universidad Católica de Ecuador) y poeta ecuatoriano. Tiene una maestría en Sociología (FLACSO) y actualmente cursa su doctorado en Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de “Antinazismo en el Ecuador (1941-1944): historia del Movimiento Popular Antitotalitario del Ecuador y del Movimiento Antifascista del Ecuador” y de los poemarios “Theodén” y “Es Luciérnaga la Ceniza”.

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